LAS POSEÍDAS DE TOKIO
"Si entrego una aguja a la novia muñeca, ella
pincha cualquier cosa: un calendario, libros de poesía, el reloj y las
partes de mi cuerpo donde se han quedado mis experiencias. Son pruebas de que
su mente tiene espinas, como la rosa."
Yi
Sang
“The Stepford Wives” (publicada en
español como “Las poseídas de Stepford”, “Las mujeres
perfectas” y “Las esposas de Stepford”), es una novela editada
en 1972, escrita Ira Levin, autor estadounidense que publicó,
además, “Rosemary's Baby” (“El bebé de Rosemary”,1967) y “The Boys
from Brazil” (“Los niños del Brasil”, 1977). Se han adaptado dos películas
de la novela, la primera protagonizada por la actriz Katharine Ross en el papel
principal, estrenada en 1975, y la segunda, un remake protagonizado por Nicole Kidman, en 2004.
La novela transcurre en el idílico pueblo de Stepford, al que Joanna
Eberhart, una fotógrafa en
ciernes, se muda con su marido Walter y sus hijos, ilusionados con comenzar una
nueva vida. Joanna nota enseguida que
las mujeres del lugar siempre están impecablemente vestidas, peinadas y
maquilladas, y sonríen, constantemente, como
si sus vidas fueran maravillosos cuentos de hadas y si ni siquiera se les
tapara una cañería de vez en cuando.
Atando
cabos y viendo como dos de sus amigas recién mudadas al pueblo cambian
radicalmente su conducta convirtiéndose en mujeres perfectas, Joanna comienza a sospechar que las
féminas de Stepford en realidad son
robots hechos a imagen y semejanza de las amas de casa, madres y esposas que
reemplazan, y que las mujeres verdaderas han sido asesinadas por sus maridos,
felicísimos de compartir sus vidas con damas que no engordan y jamás tienen
dolor de cabeza. Y es así, nomás. En Stepford,
las díscolas mujeres reales son reemplazadas por robots. Fantasía, pensarán
ustedes. Hasta por ahí nomás, retruco yo.
La compañía
japonesa Orient Industry creó impresionantes muñecas de tamaño natural para los hombres a los que les cuesta conseguir
pareja, o sencillamente, se cansaron de intentarlo. Estas muñecas
hiperrealistas están hechas con silicona de alta calidad y se les llama Rabu Doru (Muñecas de amor), porque para los hombres que las compran son mucho
más que juguetes sexuales. El material de las muñecas permite que tengan total
flexibilidad, y pueden ser confeccionadas a pedido según el gusto del
consumidor, que puede elegir el color de su pelo o el tamaño de sus pechos.
Parece, amables
lectores, que muchos japoneses han llegado a la conclusión que una muñeca de
tamaño natural y medidas perfectas es mejor compañía que una mujer que se queja constantemente porque está harta
de comer sushi. Y muchas damas niponas están sufriendo el escarnio que
significa ser reemplazada por una Barbie
oriental, seguramente más alta que ellas. Las muñecas concebidas con fines sexuales se
han convertido en depositarias de amor y cuidados afectuosos.
Masayuki Ozaki es un fisioterapeuta
de 45 años que, cuando sintió que a su matrimonio le faltaba sal, optó por
reemplazar a su esposa por una muñeca de silicona a la que bautizó Mayu y considera el amor de su vida. "Después de que mi mujer diera a luz,
dejamos de hacer el amor y sentí una profunda soledad", cuenta Ozaki. Mayu comparte su cama, cosa
bastante extraña. Pero, además, comparte la casa con Ozaki, su esposa de carne
y hueso y su hija adolescente. "Leí un artículo en una revista sobre
el tema de estas muñecas y fui a ver una exposición. Fue un flechazo",
suspira Ozaki, que pasea a Mayu en silla de ruedas, le pone
pelucas, la viste y le regala joyas.
"Cuando mi hija entendió que no era una muñeca Barbie gigante, tuvo miedo
y pensó que era asqueroso, pero ahora ya es suficientemente mayor para
compartir la ropa con Mayu", explica el fisioterapeuta, y una no
puede dejar de pensar en el quilombo que tendrá en la cabeza esa pobre piba. "Las mujeres japonesas tienen el
corazón duro. Son muy egoístas. Sean cuales sean mis problemas, Mayu, ella,
siempre está aquí. La quiero con locura y quiero estar siempre con ella, que me
entierren con ella. Quiero llevarla al paraíso". Riho, la esposa de Ozaki, intenta no pensar en el ser artificial que ocupa la
habitación de su marido. "Me limito
a las labores domésticas", dice, con lágrimas en los ojos, "la cena, la limpieza, la ropa".
"Mi corazón late a mil por hora cuando vuelvo a casa con Saori", asegura Senji Nakajima, un empresario de 62 años, casado y padre de dos hijos. "Nunca me pasaría por la cabeza engañarla, ni con una prostituta, porque para mí ella es humana.”
"Mi corazón late a mil por hora cuando vuelvo a casa con Saori", asegura Senji Nakajima, un empresario de 62 años, casado y padre de dos hijos. "Nunca me pasaría por la cabeza engañarla, ni con una prostituta, porque para mí ella es humana.”
Yoshitaka Hyodo, bloguero de
43 años, cuenta con más de 10 estas muñecas. Su novia de carne y hueso tolera este harén de siliconas. Hyodo, además, es fanático de los
objetos militares y suele vestirlas de soldados. Dice que se comunica con sus muñecas
a un nivel más emocional que sexual.
Unas 2.000 muñecas de silicona
son vendidas cada año en Japón. Equipadas con cabeza y vagina desmontables e
intercambiables, cuestan la friolera de 6.000 dólares. Las primeras aparecieron en 1981. La versión
en silicona, después del vinilo y del látex, veinte años después.
"La tecnología ha hecho grandes
progresos desde las horribles muñecas inflables de los años ‘70", explica Hideo Tsuchiya, director de Orient
Industry, "Ahora tienen un
aspecto increíblemente auténtico y tienes la sensación de tocar piel humana.
Cada vez más hombres las compran porque tienen la impresión de que pueden
comunicarse con ellas".
Agnès Giard,
antropóloga especializada en la sexualidad y la cultura
japonesas, viene investigando desde hace años la manera en que los japoneses
construyen sus afectos, y lo poco comprensibles que sus vínculos amorosos
resultan para los occidentales. En su libro “Un désir d'humain: Les love doll
au Japon” ("Un deseo
de humano: las Love Doll en Japón"), Giard presenta una clave para
explicar el abismo que separa la sexualidad de orientales y occidentales. Uno
de los puntos fundamentales su ensayo
apunta a que, mientras que en EE.UU. las muñecas de silicona son
llamadas Sex Dolls (Muñecas de sexo) o
Dutch wives (Esposas
holandesas, en alusión al Rosse
Buurt o Barrio
Rojo de Ámsterdam), debido a que son utilizadas únicamente
como juguetes sexuales, en Japón se las conoce como Rabu Doru (Muñecas
de amor). Y es que los fabricantes de muñecas japonesas buscan que
sus clientes respeten a estas damas de plástico y tengan con ellas algo más que
sexo. Por ello, empresas como Orient Industry no
permiten que sus criaturas sean penetradas por la boca.
En occidente, la epidemia de enamoramientos con seres
artificiales se ha asocia comúnmente con la decadencia moral de la nación
nipona y con las dificultades de sus habitantes para relacionarse con
otros, pero Giàrd sostiene que la
razón es otra. Según afirma la antropóloga francesa, la creación de muñecas a tamaño real con las
cuales mantener una relación sexual no es algo reciente, sino que se inscribe
en la tradición religiosa e histórica de Japón. El pensamiento animista que caracteriza a las
religiones sintoísta y budista, mayoritarias en Japón, hace
que no sea difícil para sus practicantes entender que los objetos inanimados
tienen alma, diferencia fundamental entre Oriente y Occidente. Hayashi Takurô, el responsable de
comunicación Orient Industry asegura:
"El problema de los franceses es que no quieren
comprender. Les hemos explicado a nuestros interlocutores que no se trata sólo
de un uso sexual, y no nos han creído".
Para un japonés, no es extraño pensar que un objeto tiene
una vida interior, y más si ese objeto tiene la forma de una mujer bellísima.
Tal como documenta en su libro Agnès Giard,
las muñecas sexuales ya aparecen en la narrativa japonesa del siglo XVII. Las
novelas de Ihara Saikaku (1642-1693)
son una buena muestra: en ellas, réplicas de mujeres aparecen para salvar o
condenar a sus protagonistas. Así pues, tanto religiosa como literariamente, Japón tiene una larga tradición de muñecas
sexuales, que
aparecen en multitud de relatos, leyendas y novelas.
Agnès Giard pregunta en su ensayo por qué le hablamos a nuestro gato, a nuestro loro o a nuestra iguana y no lo hacemos
a una muñeca de plástico. Se me ocurren millones de respuestas occidentales a este interrogante, pero no tengo ganas de ponerme a discutir con una
antropóloga.
Se preguntarán
ustedes, amables lectores, qué opino yo de este espinoso asunto. No me gusta para
nada. No en vano cuando leí la noticia la asocié inmediatamente con la novela
de Ira Levin y las robóticas esposas de Stepford, que no gritan, no beben, no fuman, no engordan, no envejecen. Las mujeres peleamos arduamente cada día para que
no nos consideren objetos. Considerar mujer a un objeto me parece la otra casa
de la misma siniestra moneda. Y no hay
animismo que valga. Que me perdone nuestra antropóloga amiga.
Me despido de ustedes, mis queridos, con un fragmento de “The Stepford Wives” : "-¡Qué suaves y blancas salen estas
cosas!-contestó Kit. Puso la camiseta doblada en la canasta de la ropa,
sonriendo. Parecía la actriz de un comercial. Y eso era, pensó Joanna de pronto. Ella y las demás, todas las
casadas de Stepford eran eso: actrices de comerciales complacidas con
detergentes y ceras para el piso, con productos de limpieza, champús y
desodorantes. Hermosas actrices, abundantes de busto pero escasas de talento,
tan exageradas en su papel de amas de casa de un pueblo suburbano, que le
quitaban toda realidad."
Buenas tardes.
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