ANIMALITOS
DE DIOS
“Fuera del perro, un libro es
probablemente el mejor amigo del hombre, y dentro del perro probablemente está
demasiado oscuro para leer.” - Groucho
Marx
Cuando el perro Terranova de
Lord Byron, “Boatswain” (“Contramaestre”, ¡qué bello nombre para un perro!)
murió, el poeta, desolado, escribió en su epitafio:
“Aquí reposan
los restos de una criatura
que fue bella sin vanidad
fuerte sin insolencia,
valiente sin ferocidad
y tuvo todas las virtudes del
hombre
y ninguno de sus defectos.”
Quizás a algunos les parezca
algo exagerado este panegírico,
pero los que tuvimos la dicha de compartir un tramo de nuestras vidas con un
perro, un gato o cualquier otro bicho que camine (o no) sabemos cuánta verdad
encierran estas palabras.
Siempre me gustaron los
animales. Tienen una nobleza de la que gran parte de los seres humanos carecen.
Y una paciencia infinita.
Hubo muchos de estos seres
mágicos que pasaron por mi vida. Algunos todavía están. He aquí mi “Bestiario”.
“LA COLITA”: PERRO QUE
LADRA, MUERDE
En los gloriosos años ’60
había una historieta cuyo protagonista, un simpático perrito, se llamaba “Colita”. Así que “Colita” (un nombre bastante ambiguo que podría
funcionar tanto para una hembra como para un macho) se llamó la primera perrita
que tuve. Era chiquita y peluda y, en general, bastante tranquila. Como perro
que se precie de tal, odiaba al cartero y al sodero, por lo tanto, cuando
alguno de estos pobres tipos aparecía, el escándalo era apoteósico.
“La Colita” me quería, de eso estoy segura, pero un día tuvimos un pequeño “encontronazo”. Habíamos terminado de almorzar y la
perra estaba gozando de las sobras (antes no existía el alimento balanceado,
los perros comían lo que comían los dueños y ninguno se moría de indigestión).
Yo tenía cuatro años, y en un insólito ataque de pulcritud (nunca me desviví
demasiado por la limpieza) decidí que el refrigerio de “la Colita” necesitaba algo de aseo. Y ahí fui,
gateando y munida de una virulana, a fregar la comida del animalito. “La Colita” reaccionó mal: me mordió el puente de
la nariz (todavía tengo una pequeña cicatriz como recordatorio del funesto
evento).
“La Colita” cobró y a mí me llevaron al hospital. Todavía me duele el culo de
las inyecciones que me dieron.
“EL CONEJO”: ALEX FORREST, UN
POROTO
“El conejo” nunca tuvo un nombre oficial. Siempre fue “el conejo”, a secas. Supongo
que nos lo habría regalado mi abuela paterna, que criaba conejos en su casa.
Era blanco y bonito, y tan juguetón como un perrito faldero.
Cierto día, mi vieja tuvo uno
de esos ataques de locura que le daban (dan) siempre, y decidió que “el conejo” iba a estar mejor en la olla que
retozando alegremente por el césped. Le retorció el pescuezo sin ningún
miramiento y preparó un guiso que, por supuesto, mis hermanos y yo nos negamos
a comer.
-¡Asesina! ¡Asesina! – le
gritábamos llorando.
La guacha ni se inmutó. Se
morfó al conejo y fin de la historia.
“EL GATO RABIOSO”: BUEN
DÍA, LEXOTANIL
Hace algunos años (unos
cuantos, para ser sincera) yo tenía la costumbre de ir recogiendo por la calle
cuanto bicho abandonado hubiera. Así
fue como llevé a mi casa un gato que, evidentemente, estaba enfermo. A los
pocos días de llegado al hogar ya tenía la cara de un personaje felino de Edgar
Allan Poe, y le tiraba zarpazos y mordidas a quien pretendiera acercarse.
“El gato rabioso”, cada vez más rabioso, se
atrincheró en un galpón y de ahí no lo podíamos mover, so pena de ser atacados
sin piedad. Así que mamá tuvo una idea: machacó cuatro o cinco pastillas de Lexotanil (en ese tiempo el Rivotril no se usaba), las mezcló con carne picada
y se las dio al pobre gato. Y, cuando lo tuvo bien dopado, lo agarró del cogote
y lo ahogó en un tanque de agua (ya estaba canchera con el asunto del conejo).
-El espíritu del gato te va a
perseguir dondequiera vayas.
-Dejate de joder, Raquel.
“LA PUPI”: EDUCACIÓN SEXUAL
EN DOS LADRIDOS
“La Pupi” no era mía, era de mi hermana Silvia, pero merece aparecer en esta
crónica porque, gracias a ella, supe cómo era un preservativo. En esa época
(principios de los ’80) no se hablaba del SIDA, no había campañas “Póntelo, pónselo” y a nadie, por más en pedo que
estuviera, se le habría ocurrido ponerle un forro gigante al Obelisco.
El papá de mi hermana tenía
un kiosquito, al que nosotras atendíamos de puro aburrimiento. Despachábamos
alfajores y cigarrillos, pero la venta de preservativos nos estaba
absolutamente vedada; ni siquiera sabíamos donde los tenían escondidos (de
todas formas, por aquel entonces, a nadie se le hubiera ocurrido pedirle
preservativos a dos pendejitas).
Nosotras no habíamos visto
nunca un profiláctico y, como dije, no sabíamos dónde estaban ocultos. Pero,
cierta vez que salimos de paseo, “La
Pupi” los encontró. Hizo un
despelote de forros de toda clase y color digno de una orgía.
Silvia y yo llegamos y,
movidas por una sana curiosidad, empezamos a hurgar entre el estropicio de
condones.
-¡Mirá! ¡Hay de distintos
colores!
-Éste tiene como “pinchecitos”.
-Y éste tiene unos flequitos
en la punta, ¿para qué carajo serán?
-¡Qué se yo!
“La Pupi” fue convenientemente castigada, pero nosotras supimos, ¡por fin!
lo que era un preservativo.
“LA CAROLINA”: ¿QUÉ TE PASA,
CAROLINA? ¿ESTÁS NERVIOSA?
Como ya comenté, yo solía
salir por ahí a recoger a cuanto animalejo pareciera necesitar de mi auxilio. Cierta vez encontré tres
preciosas cachorritas y las llevé a mi casa.
-Acá ya tenemos perro.
-Ya sé, ma. Las voy a
regalar.
A una de las tres perritas la
ubiqué enseguida. Otra murió, porque estaba muy lastimada. Y a la tercera me la
quedé y le puse el glamoroso nombre “Carolina”.
“La Carolina” para los
amigos.
“La Carolina” era chiquitita e histérica. Le tenía fobia al secador de pelo y,
si uno fingía que le ataba el hocico con un hilo invisible, lloraba como una
condenada. Lloraba, también si, a cierta distancia, la señalabas con un dedo.
Era absolutamente malcriada: dormía en la cama, comía como una reina y se
desplazaba por la casa como dueña y señora. Todo marchó bien hasta que nacieron
mis hermanitos menores, los mellizos. “La
Carolina” se sintió
desplazada y empezó a mirar a los bebés con ojeriza. Hasta que, inevitablemente,
mordió a uno (hay que decir, a favor de la perra, que el pibe la seguía
gateando y ella se sintió acorralada entre el bebé y una puerta cerrada).
-¡La mato, a esa perra de
mierda!- gritó mi vieja.
Pero no la mató. La llevó a
un Instituto Antirrábico que era algo así como un campo de concentración canino. Y mi
perrita se enfermó y se murió sola.
Fue el animal que más amé.
Todas las perras que tuve después también se llamaron “Carolina”, pero ninguna pudo
ocupar el lugar de mi chiquita histérica.
“JOHN LENNON”: EL GATO
SOÑADO
A mi familia no le gustan los
gatos. Sostienen que los perros son mucho más dignos de convertirse en la
mascota de la casa, que son más fieles y cariñosos y que, además (algunos)
obedecen a sus amos. Teófilo Gautier fue quien dijo, acertadamente:"Es
una labor muy difícil ganar el afecto de un gato; será tu amigo si siente que
eres digno de su amistad, pero no tu esclavo." Quizás por eso amo a los gatos,
porque nos están poniendo a prueba todo el tiempo para ver si estamos a la altura
de las circunstancias.
Me costó mucho tener “mi” gato. Tuve que insistir
considerablemente en mi casa para que me permitieran tener una mascota que no
fuera un perrito juguetón. Pero, como soy muy perseverante, lo conseguí. Y
adopté a un gatito amarillo, precioso, al que bauticé con el poco ortodoxo
nombre de “John Lennon”
(John Lennon –el músico- amaba a los gatos; se había criado en una casa donde
tenían unos cuantos y siempre fueron su mascota ideal).
“John Lennon” era el gato soñado. Bello,
inteligente, cariñoso, cuando yo salía con alguien me esperaba sentadito en la
puerta de mi casa y entraba siempre detrás de mí. Amé a ese animalito y sé que
él también me amó. A su manera de gato, claro.
“LENNON” Y “McCARTNEY”:
NADA QUE ENVIDIARLE A SEBASTIÁN
Cierta vez, mi hermano
apareció con dos cangrejos hermosos y nos los obsequió. Mi hijo y yo estábamos
contentos como perro con dos colas (para seguir con el tenor de esta crónica),
y bautizamos a los bonitos artrópodos “Lennon” y “McCartney”.
Los cangrejos son criaturas
sorprendentes. Tienen unos ojos que parecen verlo todo y, cuando comen, se
llevan el alimento a la boca con las pinzas y las manejan como si fueran
manitos. Me encantaba mirarlos.
Pero los cangrejos duraron
poco, vaya uno a saber por qué. Una mañana desperté a mi hijo y le dije,
compungida: “Murió Lennon.” Una noticia que, de ser lanzada en
otro contexto, tenía veinte años de atraso.
Al otro día murió McCartney.
Fin de la banda.
“LAS TORTUGAS”: BIENVENIDO,
BIENVENIDO AMOR
Cuando yo iba al Profesorado,
una compañera tucumana que fue de visita a sus pagos, me trajo como regalo un
tortugo. Yo ya tenía una tortuga hembra, y dado lo inexpresivos que suelen ser
estos animalitos, no me hice demasiado problema por sí congeniarían o no. El
asunto es que congeniaron demasiado. En cuanto el macho vio a la hembra se le
montó lujuriosamente y empezó a hacer torpes movimientos eróticos de tortugo.
Yo, que siempre pensé que estos bichos eran absolutamente silenciosos, me llevé
la sorpresa de mi vida: el tortugo gemía como el actor de una porno.
Así estuvieron, amándose un
largo rato, hasta que mi marido llegó del trabajo y me dijo, no bien entró a
casa:
-¡Abro la puerta y me
encuentro dos tortugas culeando en el patio!
-Dejalas, pobrecitas.
El tortugo es un amante
insistente. Durante la primavera le da a la matraca todos los días, con el
consiguiente escándalo. Así que en mi casa no nos hace falta ver florcitas ni
escuchar pajaritos para saber que llegó “la
estación del amor”: las
tortugas nos avisan.
“EL BEBO”: HABÍA UN SAPO,
SAPO, SAPO, QUE NADABA EN EL RÍO…
“El Bebo” era un sapo. Un sapito. Lo encontramos con mi hijo un día en el
que fuimos a pescar y, por supuesto, lo trajimos para casa.
-No pueden tener un sapo de
mascota.
-¿Por qué no podemos?
-Porque no.
Al final, mi marido aflojó y
le hizo al “Bebo” una casita con paredes de vidrio y
piso de madera (donde le armamos un pequeño bosquecito y hasta pergeñamos una
laguna artificial) y ahí fue a parar nuestra insólita mascota. Cazábamos moscas
y bichitos de toda laya para que “el
Bebo” comiera, y él esperaba
quietito y atento, parapetado en el lugar por donde introducíamos el alimento
en la casita.
Jugábamos mucho con “el Bebo”. Lo sacábamos de su caja de vidrio y lo
acariciábamos. Y él se dejaba, y hasta buscaba esas caricias como si fuera un
cachorrito (confirmando mi teoría de que cualquier animal reacciona
positivamente al amor que uno puede darle).
Pero mi hijo y yo nos
enviciamos. Empezamos a llenar la casa de “el
Bebo” con ranitas de todo
tipo. Hasta que se nos ocurrió meter una rana criolla. Y ese fue el principio
del fin.
La mentada rana era muy
agresiva y mordía a las otras (claro, era la única que tenía dientes). Así que
decidimos soltar a todos los animalejos en el jardín, para que vivieran su vida
como Dios manda. Todavía hay algunos de estos bichos dando vueltas por ahí.
“TÉ CON LECHE”: ESTOY HECHO
UN DEMONIO
“Té con Leche” era un hámster hiperkinético. Cuando lo fuimos a comprar, estaba
en una jaula con otros hámsters que dormían plácidamente. Él, en cambio, daba
vueltas y vueltas y no se quedaba quieto un segundo. A mí me gustó porque era
el más “despabilado”. Pero era demasiado despabilado.
Nunca estaba inactivo. No
dormía, ni de noche ni de día.
-Ma, el hámster no me deja
dormir.
-Bueno, sacale la ruedita.
Otra vez:
-Ma, el hámster no me deja
dormir.
-Bueno, sacale el entrepiso
de la jaulita y la escalerita.
Y otra vez:
-Ma, el hámster no me deja
dormir.
-Bueno, sacale los tarritos
para el agua y la comida.
Al final, el bicho quedó en
una jaula vacía. Pero igual se las ingeniaba para rebotar contra los barrotes y
seguir haciendo quilombo.
Un día, cuando yo volvía de
Gaiman, donde había ido a participar de la Feria
del Libro local, llamo a mi
hijo desde Aeroparque.
-Ma, se murió el hámster.
-¿Cómo que se murió?
-Se murió.
Después supe que el bicho se
había quedado seco de golpe. Mi hermano Leandro le aplicó los primeros auxilios
y hasta le hizo masaje cardíaco con un magiclick.
Pero no se pudo hacer nada. Mi teoría es que a “Té con leche” le falló el corazón. Tanto zarandeo
tuvo sus nefastas consecuencias.
“LA DELFINA”: LA SUCEDÁNEA DE
FLIPPER
“La Delfina” es un bagrecito
(que puede ser macho o hembra, pero yo decidí que era hembra, así como decidí
que “el Bebo” era macho) que vive en una pecera
donde nosotros, cada vez que pasábamos, dejábamos caer una bolita de vidrio, de
esas que los pibes usan para jugar.
Un día empezó a empujar las
bolitas, cual si fuera un delfín jugando con una pelota (de ahí el nombre “Delfina”)
-¿Viste cómo juega el
bagrecito? –le comenté a mi marido.
-Raquel, los peces no juegan.
-Esta juega.
-Los peces no pueden jugar.
Son animales muy poco desarrollados. Tienen un cerebro así chiquitito.
- Juega.
-No juega.
-Juega.
-No juega.
-Juega.
-Está bien, rompe pelotas,
juega.
“REINA”: NADA DE DAMA
“Reina” es mi perra. No sé por qué a ésta le suprimimos el “la”. Lleva ese nombre en honor
a la perrita de “La Dama y el
Vagabundo”. En realidad, y a la vista de los acontecimientos, se tendría
que haber llamado “Golfa”.
Cuando llegó a casa yo pensé: “Ahora somos una familia”. Por supuesto, ya éramos una familia
(papá, mamá, nene), pero, no sé, el perro es como la frutillita de la torta.
“Reina” es desobediente, no sabe hacer absolutamente nada (ni si quiera
dar la pata) y no da besos (lengüetazos, bah). Un día entró por la ventana y se
comió una torta que yo había dejado arriba de la mesa. Porque lo único que le
interesa es comer y dormir.
Uno no tiene idea de sus
estados de ánimo, porque es inexpresiva como una ameba.
Pero es mi perra
Hubo más. Claro que hubo más.
Tuve más perros, un pato, un jerbo, una docena de peces de colores, un geko, un
axolote, unos cuantos loritos y unas cuantas ranitas mono también. Siempre
estuve rodeada de animales. Por eso sé de lo que hablaba Byron cuando escribió
el epitafio de “Boatswain”.
“Desde que el hombre existe
ha habido música. Pero también los animales, los átomos y las estrellas hacen
música”, dijo Karlheinz Stockhause, un compositor alemán
que sabía de lo que hablaba cuando hablaba de arte.
Nada más dulce que la música de estos seres extraordinarios, que aparecen en
nuestro camino para hacernos la vida más fácil.