viernes, 21 de octubre de 2011

ANIMALITOS DE DIOS



ANIMALITOS DE DIOS

“Fuera del perro, un libro es probablemente el mejor amigo del hombre, y dentro del perro probablemente está demasiado oscuro para leer.” - Groucho Marx

Cuando el perro Terranova de Lord Byron, “Boatswain” (“Contramaestre”, ¡qué bello nombre para un perro!) murió, el poeta, desolado, escribió en su epitafio:

“Aquí reposan
los restos de una criatura
que fue bella sin vanidad
fuerte sin insolencia,
valiente sin ferocidad
y tuvo todas las virtudes del hombre
y ninguno de sus defectos.”

Quizás a algunos les parezca algo exagerado este panegírico, pero los que tuvimos la dicha de compartir un tramo de nuestras vidas con un perro, un gato o cualquier otro bicho que camine (o no) sabemos cuánta verdad encierran estas palabras.
Siempre me gustaron los animales. Tienen una nobleza de la que gran parte de los seres humanos carecen. Y una paciencia infinita.
Hubo muchos de estos seres mágicos que pasaron por mi vida. Algunos todavía están. He aquí mi “Bestiario”.

 “LA COLITA”: PERRO QUE LADRA, MUERDE

En los gloriosos años ’60 había una historieta cuyo protagonista, un simpático perrito, se llamaba “Colita”. Así que “Colita” (un nombre bastante ambiguo que podría funcionar tanto para una hembra como para un macho) se llamó la primera perrita que tuve. Era chiquita y peluda y, en general, bastante tranquila. Como perro que se precie de tal, odiaba al cartero y al sodero, por lo tanto, cuando alguno de estos pobres tipos aparecía, el escándalo era apoteósico.
“La Colita” me quería, de eso estoy segura, pero un día tuvimos un pequeño “encontronazo”. Habíamos terminado de almorzar y la perra estaba gozando de las sobras (antes no existía el alimento balanceado, los perros comían lo que comían los dueños y ninguno se moría de indigestión). Yo tenía cuatro años, y en un insólito ataque de pulcritud (nunca me desviví demasiado por la limpieza) decidí que el refrigerio de “la Colita” necesitaba algo de aseo. Y ahí fui, gateando y munida de una virulana, a fregar la comida del animalito. “La Colita” reaccionó mal: me mordió el puente de la nariz (todavía tengo una pequeña cicatriz como recordatorio del funesto evento).
“La Colita” cobró y a mí me llevaron al hospital. Todavía me duele el culo de las inyecciones que me dieron.

“EL CONEJO”: ALEX FORREST, UN POROTO

“El conejo” nunca tuvo un nombre oficial. Siempre fue “el conejo”, a secas. Supongo que nos lo habría regalado mi abuela paterna, que criaba conejos en su casa. Era blanco y bonito, y tan juguetón como un perrito faldero.
Cierto día, mi vieja tuvo uno de esos ataques de locura que le daban (dan) siempre, y decidió que “el conejo” iba a estar mejor en la olla que retozando alegremente por el césped. Le retorció el pescuezo sin ningún miramiento y preparó un guiso que, por supuesto, mis hermanos y yo nos negamos a comer.
-¡Asesina! ¡Asesina! – le gritábamos llorando.
La guacha ni se inmutó. Se morfó al conejo y fin de la historia.

 “EL GATO RABIOSO”: BUEN DÍA, LEXOTANIL

Hace algunos años (unos cuantos, para ser sincera) yo tenía la costumbre de ir recogiendo por la calle cuanto bicho abandonado hubiera. Así fue como llevé a mi casa un gato que, evidentemente, estaba enfermo. A los pocos días de llegado al hogar ya tenía la cara de un personaje felino de Edgar Allan Poe, y le tiraba zarpazos y mordidas a quien pretendiera acercarse.
“El gato rabioso”, cada vez más rabioso, se atrincheró en un galpón y de ahí no lo podíamos mover, so pena de ser atacados sin piedad. Así que mamá tuvo una idea: machacó cuatro o cinco pastillas de Lexotanil (en ese tiempo el Rivotril no se usaba), las mezcló con carne picada y se las dio al pobre gato. Y, cuando lo tuvo bien dopado, lo agarró del cogote y lo ahogó en un tanque de agua (ya estaba canchera con el asunto del conejo).
-El espíritu del gato te va a perseguir dondequiera vayas.
-Dejate de joder, Raquel.

“LA PUPI”: EDUCACIÓN SEXUAL EN DOS LADRIDOS

“La Pupi” no era mía, era de mi hermana Silvia, pero merece aparecer en esta crónica porque, gracias a ella, supe cómo era un preservativo. En esa época (principios de los ’80) no se hablaba del SIDA, no había campañas “Póntelo, pónselo” y a nadie, por más en pedo que estuviera, se le habría ocurrido ponerle un forro gigante al Obelisco.
El papá de mi hermana tenía un kiosquito, al que nosotras atendíamos de puro aburrimiento. Despachábamos alfajores y cigarrillos, pero la venta de preservativos nos estaba absolutamente vedada; ni siquiera sabíamos donde los tenían escondidos (de todas formas, por aquel entonces, a nadie se le hubiera ocurrido pedirle preservativos a dos pendejitas).
Nosotras no habíamos visto nunca un profiláctico y, como dije, no sabíamos dónde estaban ocultos. Pero, cierta vez que salimos de paseo, “La Pupi” los encontró. Hizo un despelote de forros de toda clase y color digno de una orgía.
Silvia y yo llegamos y, movidas por una sana curiosidad, empezamos a hurgar entre el estropicio de condones.
-¡Mirá! ¡Hay de distintos colores!
-Éste tiene como “pinchecitos”.
-Y éste tiene unos flequitos en la punta, ¿para qué carajo serán?
-¡Qué se yo!
“La Pupi” fue convenientemente castigada, pero nosotras supimos, ¡por fin! lo que era un preservativo.

“LA CAROLINA”: ¿QUÉ TE PASA, CAROLINA? ¿ESTÁS NERVIOSA?

Como ya comenté, yo solía salir por ahí a recoger a cuanto animalejo pareciera necesitar de mi auxilio.  Cierta vez encontré tres preciosas cachorritas y las llevé a mi casa.
-Acá ya tenemos perro.
-Ya sé, ma. Las voy a regalar.
A una de las tres perritas la ubiqué enseguida. Otra murió, porque estaba muy lastimada. Y a la tercera me la quedé y le puse el glamoroso nombre “Carolina”. “La Carolina” para los amigos.
“La Carolina” era chiquitita e histérica. Le tenía fobia al secador de pelo y, si uno fingía que le ataba el hocico con un hilo invisible, lloraba como una condenada. Lloraba, también si, a cierta distancia, la señalabas con un dedo. Era absolutamente malcriada: dormía en la cama, comía como una reina y se desplazaba por la casa como dueña y señora. Todo marchó bien hasta que nacieron mis hermanitos menores, los mellizos. “La Carolina” se sintió desplazada y empezó a mirar a los bebés con ojeriza. Hasta que, inevitablemente, mordió a uno (hay que decir, a favor de la perra, que el pibe la seguía gateando y ella se sintió acorralada entre el bebé y una puerta cerrada).
-¡La mato, a esa perra de mierda!- gritó mi vieja.
Pero no la mató. La llevó a un Instituto Antirrábico que era algo así como un campo de concentración canino. Y mi perrita se enfermó y se murió sola.
Fue el animal que más amé. Todas las perras que tuve después también se llamaron “Carolina”, pero ninguna pudo ocupar el lugar de mi chiquita histérica.

 “JOHN LENNON”: EL GATO SOÑADO

A mi familia no le gustan los gatos. Sostienen que los perros son mucho más dignos de convertirse en la mascota de la casa, que son más fieles y cariñosos y que, además (algunos) obedecen a sus amos. Teófilo Gautier fue quien dijo, acertadamente:"Es una labor muy difícil ganar el afecto de un gato; será tu amigo si siente que eres digno de su amistad, pero no tu esclavo." Quizás por eso amo a los gatos, porque nos están poniendo a prueba todo el tiempo para ver si estamos a la altura de las circunstancias.
Me costó mucho tener “mi” gato. Tuve que insistir considerablemente en mi casa para que me permitieran tener una mascota que no fuera un perrito juguetón. Pero, como soy muy perseverante, lo conseguí. Y adopté a un gatito amarillo, precioso, al que bauticé con el poco ortodoxo nombre de “John Lennon” (John Lennon –el músico- amaba a los gatos; se había criado en una casa donde tenían unos cuantos y siempre fueron su mascota ideal).
“John Lennon” era el gato soñado. Bello, inteligente, cariñoso, cuando yo salía con alguien me esperaba sentadito en la puerta de mi casa y entraba siempre detrás de mí. Amé a ese animalito y sé que él también me amó. A su manera de gato, claro.

 “LENNON” Y “McCARTNEY”: NADA QUE ENVIDIARLE A SEBASTIÁN

Cierta vez, mi hermano apareció con dos cangrejos hermosos y nos los obsequió. Mi hijo y yo estábamos contentos como perro con dos colas (para seguir con el tenor de esta crónica), y bautizamos a los bonitos artrópodos “Lennon” y “McCartney”.
Los cangrejos son criaturas sorprendentes. Tienen unos ojos que parecen verlo todo y, cuando comen, se llevan el alimento a la boca con las pinzas y las manejan como si fueran manitos. Me encantaba mirarlos.
Pero los cangrejos duraron poco, vaya uno a saber por qué. Una mañana desperté a mi hijo y le dije, compungida: “Murió Lennon.” Una noticia que, de ser lanzada en otro contexto, tenía veinte años de atraso.
Al otro día murió McCartney. Fin de la banda.

“LAS TORTUGAS”: BIENVENIDO, BIENVENIDO AMOR

Cuando yo iba al Profesorado, una compañera tucumana que fue de visita a sus pagos, me trajo como regalo un tortugo. Yo ya tenía una tortuga hembra, y dado lo inexpresivos que suelen ser estos animalitos, no me hice demasiado problema por sí congeniarían o no. El asunto es que congeniaron demasiado. En cuanto el macho vio a la hembra se le montó lujuriosamente y empezó a hacer torpes movimientos eróticos de tortugo. Yo, que siempre pensé que estos bichos eran absolutamente silenciosos, me llevé la sorpresa de mi vida: el tortugo gemía como el actor de una porno.
Así estuvieron, amándose un largo rato, hasta que mi marido llegó del trabajo y me dijo, no bien entró a casa:
-¡Abro la puerta y me encuentro dos tortugas culeando en el patio!
-Dejalas, pobrecitas.
El tortugo es un amante insistente. Durante la primavera le da a la matraca todos los días, con el consiguiente escándalo. Así que en mi casa no  nos hace falta ver florcitas ni escuchar pajaritos para saber que llegó “la estación del amor”: las tortugas nos avisan.

“EL BEBO”: HABÍA UN SAPO, SAPO, SAPO, QUE NADABA EN EL RÍO…

“El Bebo” era un sapo. Un sapito. Lo encontramos con mi hijo un día en el que fuimos a pescar y, por supuesto, lo trajimos para casa.
-No pueden tener un sapo de mascota.
-¿Por qué no podemos?
-Porque no.
Al final, mi marido aflojó y le hizo al “Bebo” una casita con paredes de vidrio y piso de madera (donde le armamos un pequeño bosquecito y hasta pergeñamos una laguna artificial) y ahí fue a parar nuestra insólita mascota. Cazábamos moscas y bichitos de toda laya para que “el Bebo” comiera, y él esperaba quietito y atento, parapetado en el lugar por donde introducíamos el alimento en la casita.
Jugábamos mucho con “el Bebo”. Lo sacábamos de su caja de vidrio y lo acariciábamos. Y él se dejaba, y hasta buscaba esas caricias como si fuera un cachorrito (confirmando mi teoría de que cualquier animal reacciona positivamente al amor que uno puede darle).
Pero mi hijo y yo nos enviciamos. Empezamos a llenar la casa de “el Bebo” con ranitas de todo tipo. Hasta que se nos ocurrió meter una rana criolla. Y ese fue el principio del fin.
La mentada rana era muy agresiva y mordía a las otras (claro, era la única que tenía dientes). Así que decidimos soltar a todos los animalejos en el jardín, para que vivieran su vida como Dios manda. Todavía hay algunos de estos bichos dando vueltas por ahí.

“TÉ CON LECHE”: ESTOY HECHO UN DEMONIO

“Té con Leche” era un hámster hiperkinético. Cuando lo fuimos a comprar, estaba en una jaula con otros hámsters que dormían plácidamente. Él, en cambio, daba vueltas y vueltas y no se quedaba quieto un segundo. A mí me gustó porque era el más “despabilado”. Pero era demasiado despabilado.
Nunca estaba inactivo. No dormía, ni de noche ni de día.
-Ma, el hámster no me deja dormir.
-Bueno, sacale la ruedita.
Otra vez:
-Ma, el hámster no me deja dormir.
-Bueno, sacale el entrepiso de la jaulita y la escalerita.
Y otra vez:
-Ma, el hámster no me deja dormir.
-Bueno, sacale los tarritos para el agua y la comida.
Al final, el bicho quedó en una jaula vacía. Pero igual se las ingeniaba para rebotar contra los barrotes y seguir haciendo quilombo.
Un día, cuando yo volvía de Gaiman, donde había ido a participar de la Feria del Libro local, llamo a mi hijo desde Aeroparque.
-Ma, se murió el hámster.
-¿Cómo que se murió?
-Se murió.
Después supe que el bicho se había quedado seco de golpe. Mi hermano Leandro le aplicó los primeros auxilios y hasta le hizo masaje cardíaco con un magiclick. Pero no se pudo hacer nada. Mi teoría es que a “Té con leche” le falló el corazón. Tanto zarandeo tuvo sus nefastas consecuencias.

“LA DELFINA”: LA SUCEDÁNEA DE FLIPPER

“La Delfina” es un bagrecito (que puede ser macho o hembra, pero yo decidí que era hembra, así como decidí que “el Bebo” era macho) que vive en una pecera donde nosotros, cada vez que pasábamos, dejábamos caer una bolita de vidrio, de esas que los pibes usan para jugar.
Un día empezó a empujar las bolitas, cual si fuera un delfín jugando con una pelota (de ahí el nombre “Delfina”)
-¿Viste cómo juega el bagrecito? –le comenté a mi marido.
-Raquel, los peces no juegan.
-Esta juega.
-Los peces no pueden jugar. Son animales muy poco desarrollados. Tienen un cerebro así chiquitito.
- Juega.
-No juega.
-Juega.
-No juega.
-Juega.
-Está bien, rompe pelotas, juega.

 “REINA”: NADA DE DAMA

“Reina” es mi perra. No sé por qué a ésta le suprimimos el “la”. Lleva ese nombre en honor a la perrita de “La Dama y el Vagabundo”. En realidad, y a la vista de los acontecimientos, se tendría que haber llamado “Golfa”.
Cuando llegó a casa yo pensé: “Ahora somos una familia”. Por supuesto, ya éramos una familia (papá, mamá, nene), pero, no sé, el perro es como la frutillita de la torta.
“Reina” es desobediente, no sabe hacer absolutamente nada (ni si quiera dar la pata) y no da besos (lengüetazos, bah). Un día entró por la ventana y se comió una torta que yo había dejado arriba de la mesa. Porque lo único que le interesa es comer y dormir.
Uno no tiene idea de sus estados de ánimo, porque es inexpresiva como una ameba.
Pero es mi perra

Hubo más. Claro que hubo más. Tuve más perros, un pato, un jerbo, una docena de peces de colores, un geko, un axolote, unos cuantos loritos y unas cuantas ranitas mono también. Siempre estuve rodeada de animales. Por eso sé de lo que hablaba Byron cuando escribió el epitafio de “Boatswain”.
“Desde que el hombre existe ha habido música. Pero también los animales, los átomos y las estrellas hacen música”, dijo Karlheinz Stockhause, un compositor alemán que sabía de lo que hablaba cuando hablaba de arte.

Nada más dulce que la música de estos seres extraordinarios, que aparecen en nuestro camino para hacernos la vida más fácil.

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