EL
MAGO CARNAVAL
"El
mago Carnaval suena en las calles,
ruidosos
cascabeles de ironía,
muchachos,
esta noche la corremos
del
brazo del placer y la alegría..."
Dante
A. Linyera
“La
que volvió sin honra, se disfrazó de apache,
y el barrio en cada puerta, comenta sin cesar,
su traje descarado, sus ojos azabache,
y su poca vergüenza, que no sabe ocultar.
El tano verdulero, sentado en la vereda,
mastica su cachimbo, cansado de yugar
y el barrio en cada puerta, comenta sin cesar,
su traje descarado, sus ojos azabache,
y su poca vergüenza, que no sabe ocultar.
El tano verdulero, sentado en la vereda,
mastica su cachimbo, cansado de yugar
y
en su sonrisa amarga una nostalgia enreda;
también allá en Italia vivió su Carnaval.”
también allá en Italia vivió su Carnaval.”
Luis
Rubinstein
Siempre sostuve que eso de
andar por el mundo dándole de comer a los gatos de la calle y mascullando que
todo tiempo pasado fue mejor era de viejas chotas sin remedio. Así que debo estar hecha una vieja chota sin remedio,
porque últimamente le doy de comer hasta al gato del vecino, que me pisotea y
me mea las plantas, y estoy convencidísima de que hay cosas que ya no son tan
buenas como eran antes. El jamón cocido, la granadina Cousenier , las hojas Rivadavia, los atardeceres en San Bernardo y,
por supuesto, los Carnavales. Porque Carnavales eran los de antes, que me perdone
el Rey Momo.
No se sabe a ciencia cierta
cuál es el origen del Carnaval. Algunos estudiosos suponen que nació
en Babilonia hace aproximadamente 4000 años, con las fiestas en honor al dudoso
dios Marduk, en las cuales cundía el relajo, los
sirvientes les daban órdenes a los amos y los presos eran adorados como reyes.
Otros creen que tiene sus antecedentes en la Antigua Roma, en las fiestas
paganas conocidas en aquellos lares como Bacanales (en honor a Baco, dios del vino) y Saturnales (en honor a Saturno, dios de la siembra
y la cosecha), en las cuales también había transgresión y jolgorio: los
soldados salían a la calle empilchados como mujeres, los ricos se vestían de
pobres y todos asistían a grandes banquetes, donde se comía y se bebía a
destajo y más de uno terminaba culo para arriba en cama ajena. En esos festejos
desenfrenados, los romanos se entregaban a los lúdicos designios del Rey Momo, hijo del Sueño y de la Noche, considerado dios de las burlas y
las bromas y famoso por divertir a los dioses del Olimpo con sus críticas agudas y sus
mímicas grotescas, hasta que les rompió tanto los kinotos que lo echaron de tan selecta
locación y lo obligaron a vivir con el pueblo romano, que, adicto a la joda
como era, no tardó en
incorporarlo a sus fiestas. La jarana siguió hasta la Edad Media, donde se celebraban las llamadas Fiestas de la Locura. Y fue justito en la Edad
Media cuando la benemérita Iglesia
Católica decidió poner coto
al desbande, incorporando a los Carnavales al calendario cristiano y
presentándolos como un período de excesos (pero no tantos) antes de la
obligatoria abstinencia de la Cuaresma. Los festejos duraban, entonces,
hasta tres días antes del Miércoles
de Ceniza. Los Carnavales, oficializados por la Iglesia,
se extendieron por Europa y de allí pasaron a América, de la mano de
los conquistadores.
El origen de la palabra Carnaval también tiene dos posibles
explicaciones. Algunos dicen que deriva del latín medieval “carnem levare”, cuyo
significado es “abandonar la
carne”, ya que en la mentada Cuaresma los cristianos no podían consumir
carne. Y otros sostienen que, durante el Renacimiento italiano, en los desfiles de Carnaval, solía
representarse a Neptuno, dios del mar, o a Caronte, barquero del Infierno, sobre carrozas
con forma de barco, llamadas “carros navales”. La palabra Carnaval podría derivar, entonces, del nombre
de estos carros.
La costumbre de mojar a los
demás nació, según dicen, en Venecia, Italia, en el siglo XVIII. Ciertas
personas, algo supersticiosas, creían a pie juntillas que salir a la calle con
una vela encendida el martes de Carnaval y mantener la llama viva hasta el
amanecer traía buena suerte. Y
algunos graciosos se divertían tratando
de apagárselas. Una turrada. El método
más taquillero para lograr tan vil propósito era tirarles agua desde las
terrazas y los balcones a los pajarones que andaban de aquí para allá con la vela en la mano. Al final, la gente se
cansó de salir con las velas, pero la costumbre de empapar al prójimo pervivió
hasta nuestros días, ocasionando resbalones, caídas y ataques de histeria de
algunas señoritas cambiadas y perfumadas que salen a la vereda a las 10 de la noche y se topan con un
desubicado que no respeta ningún tipo de regla. Vale acotar, también, que en
tiempos idos los carnavaleros se arrojaban confites, que fueron
reemplazados con el correr del tiempo por el inocuo papel picado, menos costoso
y menos peligroso también.
La Iglesia, como tantas otras
veces, quiso pero no pudo. A pesar de haber incorporado a los
sediciosos Carnavales al calendario cristiano, no logró
arrancarles ni su paganismo, ni su lujuria, ni ese alegre barniz de puterío que
los caracterizaba antes de que los curas los rociaran con agua bendita. Por eso
hoy en día, mal que les pese a crucifijos y sotanas, lo que más se ve en los Carnavales (por lo menos en los más famosos
del mundo, como en el de Río de Janeiro) es gente en pelotas. Tan
en pelotas que vuestra segura
servidora no comprende cómo se
puede tardar tanto tiempo como dicen elaborando un traje que tiene dos
lentejuelas y cuatro plumas y deja al descubierto la mayor parte de la
anatomía humana.
Todo este preámbulo
innecesario, donde puse de manifiesto una vez más mi acopio escandaloso de
datos inútiles, fue escrito con una sola y única intención. Retrasar el gemido
insoportable con el que acompaño la rotunda afirmación de que Carnavales eran los de antes.
No, los de hace 4000 años, no. Los de la Edad Media, tampoco. Carnavales eran los de los ’70 y los ’80, cuando la aquí
escribiente tenía pocos y felices años y la vida parecía distinta. En esos
tiempos no tan remotos la “guerra
de agua” entre los pibes del barrio empezaba bien tempranito. Las niñitas
quisquillosas y los mocosos con menos de 5 años
se valían de un pomo para la grata tarea de mojar a sus
semejantes (el más famoso era el “Bombero Loco”, un pomo como cualquier otro pero con
el plus de que la propaganda de tan preciado adminículo salía en la tele). Los
verdaderos guerreros liquidaban a sus adversarios con un baldazo de agua. Y los
dañinos atacaban a sus blancos con bombitas (las más conocidas eran las “Bombucha”), pequeños
globitos de colores que se llenaban con agua limpia, en el mejor de los casos, o con
cualquier otra porquería líquida, en el peor, y que, cuando te golpeaban,
además de mojarte, dolían como la puta madre. La “guerra de agua”, como toda guerra que se precie, tenía un principio y un fin,
aunque nunca faltaba algún descolgado que te mojaba a las 8 de la noche, cuando
ya estabas cambiadita e ibas, contenta y feliz, a tomarte un helado (o cuando
estabas haciendo la cola para entrar a Electric Circus, situación
de lo más deplorable, porque, además
de tener que soportar que la ropa mojada te picara, se te corría el rimmel y quedabas como una recién fugada
de un recital de Siouxsie and the Banshees).
Cuando la contienda acuática concluía, los envueltos en la reyerta corríamos a
disfrazarnos. No con dos lentejuelas y cuatro plumas, porque éramos demasiado
tiernitos para andar mostrando el culo y lo nuestro pasaba más por la fantasía
que por la lujuria. Con disfraces altamente elaborados. Cualquier prenda andrajosa
y deplorable servía para el que quería ponerse en la piel de un linyera. Las bolsas de arpillera en las que
venían las papas se convertían, con bastante maña y algo de pintura o hilos de
bordar, en trajes indígenas al mejor estilo Pocahontas, atuendo que se completaba con un
par de trenzas y una vincha coronada con la triste pluma que podíamos
arrancarle a la gallina menos jodida del gallinero de la abuela (pido perdón de
rodillas a los defensores de los derechos de los animales y a las gallinas mismas por tamaña
herejía, pero en esa época una era chica y no sabía). Polleras, blusas
y collares de colores hurtados a
madres, tías y abuelas distraídas, servían para convertir a cualquier niña
imaginativa en una gitana hecha y derecha. Había remeras rayadas para los
presos, ropas femeninas para los varones más osados, cortinas viejas que
emulaban capas de superhéroes y símbolos de la paz pintados con lápiz de labios
en mejillas rubicundas que pretendían ser hippies. Todo valía. Una bombacha de streech
azul y un retazo de cortina roja, convenientemente aderezados con estrellas de
papel brillante, y un par de botas de lluvia pintadas con témpera roja me
convirtieron, allá por los ’70, en un bonsái de Lynda Carter. También había caretas
de plástico, algunas de lo más curiosas. Recuerden que a los 4 años estrené una
de Cleopatra y que ahí comenzaron mis fastidiosos delirios de grandeza.
A los chicos nos bastaba con
salir a la calle o dar una vuelta manzana en disfraz para sentirnos parte viva del Carnaval. Pero, algunas veces, en los
barrios se organizaban corsos y la cosa tomaba visos de bacanal en serio. Villa Domínico fue, durante
muchos años, sede de un corso bastante modesto, que ocupaba algunas cuadras de
la Avenida Belgrano. Su gran atracción era una comparsa de travestis, “Los Mimosos de Villa Corina”, algo inédito en esos tiempos. Cabe
destacar que los Mimosos no tenían siliconas, ni
extensiones, ni ningún afeite que los feminizara, y que alguno hasta podía
aparecer en la fiesta con bigote, al mejor estilo Freddie Mercury en el video
de “I want to break free”. El corso era escenario de romances y
trifulcas barriales y semillero de atorrantas, vivillos y psicópatas de temer
que te echaban espuma en los ojos o te cruzaban el lomo con un pañuelo mojado hecho
un nudo.
El Carnaval tenía, cómo no, su nota trágica.
Cuando llegaba febrero y nadie te mojaba, ni siquiera con el más famélico de
los pomos, sabías que ya estabas fuera de carrera: te habías convertido en
adulta. Las chicas que chillábamos como cerditas en el matadero cuando nos
mojaban a deshora vivíamos esa sequedad como el peor de los castigos. No ser
mojada en Carnaval es tan cruel como ser ignorada por los tarjeteros de los boliches o ninguneada por las
vendedoras del shopping, esas turras que parecen tener un orgasmo cada vez que
fruncen la nariz y te escupen “Talle para vos no hay”. Tan fatal como pasar por una obra
en construcción y no recibir ningún piropo guarango (esto tarda más pero
también llega, mis queridas; si no me creen pregúntele a sus mamás). No ser
mojada en Carnaval es el principio de ese viaje
inevitable que nos lleva al trágico momento en el que nos descubrimos dándole
de comer a los gatos de la calle y mascullando que todo tiempo pasado fue mejor. El primer
baldazo de agua que se me negó fue el que dio el puntapié inicial para
convertirme en esto que soy: una escribidora compulsiva de estupideces que va
por la vida lamentando que ya no se publique más la revista “Anteojito” y que nunca le hayan comprado un Segelin. Una nostálgica. Así que no me vengan con culos
brasileros aceitados y plumas de colores: carnavales eran los de antes.
Me despido
de ustedes con una frase típica del Carnaval
de Barranquilla: "¡Quién lo vive es quién lo goza!"
Buenas noches.
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