LAS
FRASES QUE ELLOS ODIAN
“No
pierdas tan bellas ocasiones de callar como a diario te ofrecerá la
vida.”
Noel
Clarasó
Dicen los que saben que las
mujeres pronunciamos alrededor de veinte mil palabras al día y los hombres,
apenas siete mil. De lo que se deduce que, la mayor parte del tiempo, nosotras
hablamos y ellos escuchan. Estoicamente, algunas veces. Con ganas de estrangularnos,
otras. Y verdaderamente irritados cuando pronunciamos esas frases que ningún varón, ni grande ni
chico, ni arcaico ni moderno, quiere escuchar. Se preguntarán,
amables lectoras, cuáles son esas frases. Yo me lo pregunté antes
y, después de haber investigado en la web y en revistejas varias, y de
interrogar a los hombres de mi entorno acerca de los dichos femeninos más
enojosos, estoy en condiciones de ofrecerles un listado bastante cumplidito que
incluye todas o casi todas las frases mujeriles que pueden conseguir que un
varón mansito se convierta en una verdadera bestia carnicera o huya de nos para
siempre. Tomen nota.
-“Mi ex hacía lo mismo que
vos”. Si hay algo que los hombres
no soportan son las comparaciones. Muchísimo menos, las comparaciones que
involucran a ex novios, ex maridos o ex amantes. Ellos necesitan tener la
certeza de que hacen las cosas mejor que los otros y de que la tienen más
grande que los otros. Convencerse de que cuando llegaron a nuestras vidas
borraron de un plumazo cualquier rastro de romances pasados. Creer que olvidamos. Cuando los comparamos con nuestros ex
amores les estamos diciendo de forma brutal que no, que no olvidamos. Y los
empujamos a pensar que todavía nos pasa algo con los señores que alegraron
nuestros tiempos idos.
-“Estoy bien” y “No te
preocupes”. Aunque parezca
que sí, los hombres no son tontos. Estas dos frasecitas pronunciadas con una
cara de culo de aquellas o con los ojitos llenos de lágrimas son tragos
difíciles de digerir para cualquier señor. Ellos prefieren que les digamos
cuáles son las cosas que nos están molestando a que andemos por la vida con
cara de martirio eterno. Aunque no vayan a cambiar ni un ápice aquellas
situaciones que nos fastidian.
-“¿Otra vez vas a salir?” Más de una vez hemos hablado en este espacio del
cordón umbilical inmundo que mantiene a un hombre atado a sus amigos. Es un
cordón indestructible y pretender cortarlo, además de infructuoso, es
suicida. Los hombres necesitan pasar tiempo con sus amigos. Mucho más que
nosotras. Y necesitan, también, sentirse libres. Aunque su libertad sólo sea un
espejismo ramplón.
-“Volvamos que quiero hacer
pis”. Harto sabido es que señoras y
señoritas no somos especialmente continentes y tenemos nuestras urgencias, sobre todo cuando
estamos cursando un viaje más o menos largo. Pero pedirles volver porque
queremos hacer pis cuando apenas hicimos diez cuadras en auto es algo que ellos
no toleran. Y un poco de razón tienen.
-“¿Te parece linda?” Y, sí. A veces las féminas preguntamos cada
huevada. ¿Por qué querríamos saber si otra mujer se ve apetecible a los ojos de
nuestro amado? ¿De masoquistas que somos? Además, cualquier respuesta que ellos
den a esta pregunta en apariencia inofensiva será, sin dudas, desencadenante de
un lindo despelote. Si dice que sí, nos ofenderemos con él por confesar tan
descaradamente que encuentra atractiva a otra dama. Si dice que no, nos
ofenderemos con él por mentiroso. Si dice que no sabe/no contesta, nos
ofenderemos con él por no comprometerse con nuestras preguntas. Etc.
-“Vestite bien que tenemos
una fiesta”. Si antes de mover la lengua
nos detuviéramos un segundo a pensar lo que vamos a decir, nos daríamos cuenta
de que esta frase, además de molesta, es ofensiva. ¿Qué es eso de vestite bien? A ningún hombre
le gusta que le recuerden que tiene para vestirse el mismo gusto inmundo que la
Reina Isabel para elegir sombreros. Como si esto fuera poco, la exigencia del bien vestir está directamente relacionada a un
evento al que el hombre odiará ir. Sépanlo de una vez por todas: a los hombres
no les gustan las fiestas. Les gustan los asados, las comilonas en casas de
amigos (de ellos), las ravioladas sacrosantas de sus madres y las
picaditas en el bar de la esquina. Pero aborrecen los eventos sociales que les
exigen embutirse en trajes incómodos e interactuar con gente que no conocen.
-“¿Estoy gorda?” He aquí una pregunta del tipo “¿Te parece linda?” Cualquier respuesta que nuestra
media naranja de a este crucial interrogante será trágica. Lo odiaremos por
decirnos que estamos gordas. Lo odiaremos por decirnos que estamos flacas
cuando sabemos que no es cierto. Y lo odiaremos por hacer como que no nos
escuchó.
-“Te acompaño”. Señoras y señoritas, asúmanlo de una buena vez: una pareja no es
un hermano siamés. Es un señor que elige estar con nosotras. Y tiene, algunas
veces, necesidad de estar solo o de ver a un amigo o un hermano sin llevarnos
adosadas como si fuéramos una estampilla hincha pelotas. Hay que respetar los
espacios ajenos y hacer que los demás respeten los nuestros. Juntos pero no revueltos.
-“¿Qué te pasa?” y “¿Seguro
que estás bien?” Las féminas
tenemos la peregrina idea de que los silencios y las preocupaciones de
los hombres siempre tienen que ver con nosotras. No es
así, mis queridas. Los varones tienen vida más allá de sus mujeres: tienen
familia, amigos, vecinos, trabajo, equipo de fútbol, perro… No todos sus
nerviosismos giran alrededor de nuestra grata persona. Y no siempre tienen
ganas de hablar. Así que atosigarlos con preguntas para que confiesen qué les
pasa, por qué les pasa y cómo les pasa es un comportamiento harto fastidioso.
-“Aflojá con los postres”. A las mujeres no nos gusta que nos digan que
estamos gordas. A los hombres, tampoco. Muchísimo menos si este comentario
viene acompañado de una tocadita de panza o de un pellizcón en los rollitos. Además, ante esta
provocación, cualquier hombre normal sentirá ganas de devolver el chiste, cosa
que puede ponernos en una situación apocalíptica, sobre todo si hay testigos
oculares del asunto. Situación que terminará, ya se sabe, en llantos, gritos,
recriminaciones, etc.
-“No me banco a tu vieja”. Que una mujer no soporte a la madre del varón
que supo conseguir es la cosa más normal del mundo. Aunque esa suegra no sea
una ogresa con ganas de comérsela viva como la
madre política de la Bella
Durmiente, a la que
arrancaron de un sueño feliz para casarla con el vástago de una vieja más de
mierda que todas las viejas del mundo (las versiones modernas del cuento
suprimen, vaya uno a saber por qué, los quilombos de la pobre chica con
su benemérita suegra, pero eso no quiere decir que no hayan existido). Pero no
podemos ir por el mundo vociferando lo mucho que detestamos a la mamacita de
nuestra media naranja. Y mucho menos, escupírselo a él en la jeta.
-“Odio mi cuerpo”. Los hombres, mis queridas,
pasan por alto unos kilitos de más o algún pocito en nuestras ancas. Lo que no
pasan por alto jamás son las inseguridades de la fémina que tienen al lado. Que
les rompen soberanamente los kinotos. De más está recordarles que los demás nos
perciben tan bellas o tan deplorables como nos percibimos nosotras. Y que,
aunque nuestro amado nos vea como a Angelina, si seguimos con la cantaleta de
que estamos gordas, tenemos celulitis y no nos entran los jeans, comenzará a
vernos como a la orca de “Liberen
a Willy”.
-“Cuando nos casemos nuestros
hijos serán…” ¡Alto ahí, señoritas! A los
hombres no se les habla de casamiento. Muchísimo menos en la primera etapa de
una relación. Hablando de tules, curas, altares y futuros bebés que serán top models o astronautas lo único que
conseguiremos es asustarlos, corriendo el riesgo de que desaparezcan para
siempre.
-“Hoy viene mamá a almorzar”. Así como las mujeres odiamos a las madres de nuestros hombres,
nuestros hombres odian a las nuestras. Cada vez que anunciamos la llegada
de nuestra progenitora al bendito seno del hogar, el varón que nos acompaña
sufre un feroz ataque de malhumor.
-“Fulana está embarazada,
pero no se lo digas a nadie”. Chicas, a nuestros
novios, esposos y amantes les importa muy poco saber si a nuestra mejor
amiga le vino o no
le vino o si a nuestra
compañera de trabajo el marido no la toca ni con una caña de pescar. Esas
boludeces sólo nos interesan a nosotras y a otras féminas como nosotras,
adictas al chisme y a los entretelones de alcoba. Los varones no se andan
metiendo en la vida de los demás por deporte, como hacemos nosotras. Tienen un touch de nobleza que a las minas nos falta.
-“¡Vos siempre…!” y “¡Vos nunca…!” A nadie le gusta que lo encasillen
y lo traten como cosa juzgada. Ante estas expresiones desafortunadas
los hombres se sienten atacados.
-“Te dije que no era por acá.” Cuando un hombre se pierde lo último que quiere es escuchar a una
sabihonda insoportable diciéndole que, de haberle hecho caso, no se hubiera perdido jamás. Las mujeres solemos ser
insufribles en muchos roles, pero como copilotos somos lo más rompe pelotas del
mundo. En situaciones críticas, es bueno que aprendamos a callarnos la boca. No
importa lo mucho que graznemos: un hombre no va a reconocer jamás que se perdió, así como nosotras no
reconoceríamos jamás que usamos jeans talle 44.
-“¡Qué cosita!” No importa cuánto cariño pongamos en esta
expresión desafortunada: cuando se trata de virilidades los diminutivos están
terminantemente prohibidos. El pene de un hombre jamás debe ser menospreciado.
Tampoco bautizado con nombres femeninos (¿a quién se le puede ocurrir semejante
cosa?). Ellos esperan que sus partes pudendas reciban apodos poderosos como
Rambo, Terminator o
Chuck Norris. Lo de Soft Kitty lo dejamos para “The Big Bang Theory”.
-“¿Ya acabaste?” Noooooooooooooooo. Ni se les ocurra. El sexo es
para gozarlo y gozarlo lleva su tiempo. Si está por empezar la décima temporada
de “Supernatural” y queremos disfrutar de los Winchester sin tener encima a un señor que no
les llega ni a los talones, lo dejamos para otro día. Cualquier hombre se
sentirá ofendido, despreciado y molesto si, con un dicho funesto, ponemos en
evidencia que el sexo con él es un trámite más o menos engorroso.
Hasta acá, mis queridas, las
frases que las damas no deberíamos pronunciar jamás en presencia de nuestros
hombres. Son enunciados, interrogantes y afirmaciones que los irritan. Mucho. Y
la irritación masculina es algo que debemos evitar, no vaya a ser que el día
menos pensado nos den una patada en el traste por no haber sabido cerrar la
boca a tiempo.
Expuesto todo lo que había
que exponer, doy por concluido este opúsculo con un pensamiento del genial
Ernest Hemingway: “Se
necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para aprender a callar.”
Buenas noches.
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