EL VIAJE DE
MISS RIVOTRIL
“Viajar sólo
sirve para amar más nuestro rincón natal.” - Noel Clarasó
Después de
calzarme un par de botas que hace meses no lustro y enfundarme en mi tapado
gris, me tomo el último sorbo del café que reemplazó a mi almuerzo (para
mi libro de cabecera, “Conserve su mala salud”, comer es una
pérdida de tiempo, a menos que uno coma sándwiches de miga o paella valenciana)
y salgo a la calle con los ojos a medio pintar y el bolso con el cierre
abierto.
Estoy
retrasada. Siempre estoy retrasada. Al lado mío, el Conejo de Alicia en el País
de las Maravillas es un relojito suizo.
Llego corriendo
y con la lengua afuera a la parada del bondi, pero hoy tengo suerte. El 33 no
se hace esperar demasiado. Un tiro para el lado de la justicia.
Ya en el
colectivo me acomodo en un asiento vacío y me dispongo a aprovechar el tiempo
leyendo “La interpretación de los sueños”, de Sigmund Freud,
pero parece que la psicología no es lo mío. Un niñito de 3 o 4 años está en
plena crisis de llanto, vaya uno a saber por qué drama existencial, y sus
alaridos me impiden cualquier atisbo de concentración.
Después de diez
minutos de berrinche y, ante la impasibilidad de la progenitora del pequeñín,
mi acostumbrada cara de póker se transforma en la máscara de Michael
Myers. Noto que tengo los puños apretados y murmuro entre dientes: “Me
levanto y le pego. Me levanto y le pego. Me levanto y le pego.” Pepe
Grillo susurra en mi oído izquierdo: “Controlate, nena, que sos maestra
jardinera”. Ah, bueno, entonces me levanto y le pego a la madre.
Me bajo del
colectivo con la cabeza a punto de estallar y enseguida me trepo al 152 para la
segunda –y más extensa- parte del viaje.
Me siento, abro
el libro dando gracias a Dios porque todos los pasajeros tienen más de diez
años, y otra vez intento adentrarme en el mundo onírico de Freud. Imposible:
comienzan a sonar los celulares y, sin ningún interés de mi parte, me entero de
que un pedido no llega, de que la fulana rubia de adelante está yendo con las
nenas a Puerto Madero y de que el hijo de puta del novio plantó a la morochita
de la campera verde.
Ok. No leo. Me
dedico a observar a la gente, cosa que me entretiene bastante.
Siempre odié a
los que odian a los adolescentes. Pero ahora, sentada al lado de una sub 16 con
medias de red negras, zapatillas de básquet y tutú al tono, me doy cuenta de
que yo también los odio. Les envidio su inimputabilidad: pueden tirarse
cualquier cosa encima sin que la revista “Burda” los pase a
degüello.
Toso. Siempre
toso. Todo el pasaje me mira con horror, como si tuviera un “A (H1N1)” tatuado
en la frente, cual modernísima variante del diabólico “666”.
Calma, muchachos, lo mío es el cigarrillo y, hasta donde sé, el cáncer de
pulmón no es contagioso.
Sube al
colectivo una señora joven con su bebé, se sienta y se dispone a darle de
mamar. “¡Qué escena tan tierna!”, pensaría cualquiera. Yo no.
A mí me pone los pelos de punta: nunca entendí por qué las mujeres que dan de
mamar no usan delicadas camisitas abotonadas e insisten en asfixiar a sus críos
entre una teta enorme y una remera mal enrollada.
Desvío la vista
buscando alguna otra cosa que no me altere los nervios. Tengo una obsesión (una
entre muchas, bah): no soporto que las carteras no combinen con los
zapatos. En mi requisa visual descubro un bolso rojo impunemente amalgamado con
un par de botas marrones. Me descompongo. Le echo a la autora de semejante
osadía una mirada abiertamente hostil, aunque la pobre no me haya hecho nada y,
probablemente, no me haga nada en toda su vida.
Por fin,
Cabildo esquina Sucre. Me bajo del colectivo con el libro en la mano y cara de
pocos amigos. Llego al consultorio del psiquiatra, toco timbre y el doc me abre
la puerta con una sonrisa que no tiene nada que envidiarle a una publicidad de
dentífrico y cada pelo de su cabeza ubicado primorosamente en el lugar exacto
(yo, en cambio, parezco el león de la Metro). Entro.
Aquí comienza
otro viaje, pero es demasiado íntimo como para andar dando detalles.
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