miércoles, 2 de junio de 2010

EL VIAJE DE MISS RIVOTRIL

  
EL VIAJE DE MISS RIVOTRIL

“Viajar sólo sirve para amar más nuestro rincón natal.” - Noel Clarasó

Después de calzarme un par de botas que hace meses no lustro y enfundarme en mi tapado gris, me tomo el último sorbo del café que reemplazó  a mi almuerzo (para mi libro de cabecera, “Conserve su mala salud”, comer es una pérdida de tiempo, a menos que uno coma sándwiches de miga o paella valenciana) y salgo a la calle con los ojos a medio pintar y el bolso con el cierre abierto.
Estoy retrasada. Siempre estoy retrasada. Al lado mío, el Conejo de Alicia en el País de las Maravillas es un relojito suizo.
Llego corriendo y con la lengua afuera a la parada del bondi, pero hoy tengo suerte. El 33 no se hace esperar demasiado. Un tiro para el lado de la justicia.
Ya en el colectivo me acomodo en un asiento vacío y me dispongo a aprovechar el tiempo leyendo “La interpretación de los sueños”, de Sigmund Freud, pero parece que la psicología no es lo mío. Un niñito de 3 o 4 años está en plena crisis de llanto, vaya uno a saber por qué drama existencial, y sus alaridos me impiden cualquier atisbo de concentración.
Después de diez minutos de berrinche y, ante la impasibilidad de la progenitora del pequeñín, mi acostumbrada cara de póker se transforma en la máscara de Michael Myers. Noto que tengo los puños apretados y murmuro entre dientes: “Me levanto y le pego. Me levanto y le pego. Me levanto y le pego.” Pepe Grillo susurra en mi oído izquierdo: “Controlate, nena, que sos maestra jardinera”. Ah, bueno, entonces me levanto y le pego a  la madre.
Me bajo del colectivo con la cabeza a punto de estallar y enseguida me trepo al 152 para la segunda –y más extensa- parte del viaje.
Me siento, abro el libro dando gracias a Dios porque todos los pasajeros tienen más de diez años, y otra vez intento adentrarme en el mundo onírico de Freud. Imposible: comienzan a sonar los celulares y, sin ningún interés de mi parte, me entero de que un pedido no llega, de que la fulana rubia de adelante está yendo con las nenas a Puerto Madero y de que el hijo de puta del novio plantó a la morochita de la campera verde.
Ok. No leo. Me dedico a observar a la gente, cosa que me entretiene bastante.
Siempre odié a los que odian a los adolescentes. Pero ahora, sentada al lado de una sub 16 con medias de red negras, zapatillas de básquet y tutú al tono, me doy cuenta de que yo también los odio. Les envidio su inimputabilidad: pueden tirarse cualquier cosa encima sin que la revista “Burda” los pase a degüello.
Toso. Siempre toso. Todo el pasaje me mira con horror, como si tuviera un “A (H1N1)” tatuado en la frente, cual modernísima variante del diabólico “666”.  Calma, muchachos, lo mío es el cigarrillo y, hasta donde sé, el cáncer de pulmón no es contagioso.
Sube al colectivo una señora joven  con su bebé, se sienta y se dispone a darle de mamar. “¡Qué escena tan tierna!”, pensaría cualquiera. Yo no. A mí me pone los pelos de punta: nunca entendí por qué las mujeres que dan de mamar no usan delicadas camisitas abotonadas e insisten en asfixiar a sus críos entre una teta enorme y una remera mal enrollada.
Desvío la vista buscando alguna otra cosa que no me altere los nervios. Tengo una obsesión (una entre muchas, bah): no soporto que las carteras  no  combinen con los zapatos. En mi requisa visual descubro un bolso rojo impunemente amalgamado con un par de botas marrones. Me descompongo. Le echo a la autora de semejante osadía una mirada abiertamente hostil, aunque la pobre no me haya hecho nada y, probablemente, no me haga nada en toda su vida.
Por fin, Cabildo esquina Sucre. Me bajo del colectivo con el libro en la mano y cara de pocos amigos. Llego al consultorio del psiquiatra, toco timbre y el doc me abre la puerta con una sonrisa que no tiene nada que envidiarle a una publicidad de dentífrico y cada pelo de su cabeza ubicado primorosamente en el lugar exacto (yo, en cambio, parezco el león de la Metro). Entro.

Aquí comienza otro viaje, pero es demasiado íntimo como para andar dando detalles.

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