martes, 29 de junio de 2010

INFIDELIDAD



INFIDELIDAD

"Antiquísimo pecado es seducir a la mujer ajena y despreciar el vínculo sagrado." 
Juvenal

Esto es una confesión.
La confesión de una mujer impía. De una fémina indigna. De una perra desleal.
Sí, fui infiel. Dirán ustedes, y seguramente tendrán razón, que este no es un espacio propicio para sacar los trapitos al sol y que pregonar públicamente mi desliz no lavará las puercas manchas de mi conciencia. Que el decir: “Fui infiel” así, sin que un rayo me parta, no traerá la paz a mi corazón perjuro ni me devolverá a los brazos de Morfeo, que me anda esquivando desde que di el mal paso. Pero yo necesito confesarme. Decirlo todo. Sacarme este peso de encima.
Se preguntarán, caros amigos, por qué lo hice. Y yo no sabré responderles a ciencia cierta por qué. ¿La búsqueda de nuevas sensaciones? ¿El apetito de emociones fuertes? ¿El más puto aburrimiento? No sé, no sé. La cosa es que lo hice. Y ahora, cuando el loco impulso de arrojarme a los brazos novísimos de un amante novísimo pasó, estoy absoluta y totalmente arrepentida. Llorando por los rincones. Lamentando mi debilidad y mi falta de vergüenza. Gimiendo por mi decoro perdido.
No faltará el misógino que aproveche esta situación deplorable para proclamar a los cuatro vientos que la infidelidad es inherente a la condición femenina y que, tarde o temprano, todas mostramos la hilacha. Que la inconstancia y la volatilidad son nuestros sellos de fábrica. Que para lo único que servimos las mujeres es para adornar las testas de nuestros machos con cornamentas variopintas. Que confiar en nosotras es un error que se paga con sangre. Mejor dicho, con honra. Con honra perdida. Pero no, no, no. Hay mujeres buenas. Hay mujeres que pueden sustraerse a la tentación, que pueden conservarse impolutas, que pueden escapar, aunque sea por los pelos, de las garras del pecado. Yo, lamentablemente, no soy una de ellas.
¿Cómo pudo mi ingenuidad suponer que una aventura rastrera iba a darme, siquiera, un momento de dicha? ¿Cómo logré olvidar así mis principios, mi buena educación, mi respetabilidad? ¿Cómo osé revolear mis escrúpulos como si fueran los calzones de una atorrantita de cuarta? ¿Qué digo de cuarta? ¡De quinta, de sexta y de séptima! ¿Cómo me atreví a faltar a mis más nobles promesas, a mis más encumbrados sentires, a mis más santos juramentos? ¿Cómo arrastré por el fango el pundonor de mis ilustres antepasados? ¿Tan poca cosa soy? ¿Tan poco valgo? ¡Qué asco, por Dios, qué asco!
Podría buscar mil excusas para justificarme. Decir que el tipo me sedujo. Que la culpa la tiene él. Pero no, no voy a caer tan bajo. Cargaré con mi culpa con la poca dignidad que me queda. No trataré de morigerarla. Si hay que expiar, expiaré como Dios manda.
Sé que nunca volveré a ser la mujer que fui. Que este desliz ha hecho que mi vida cambie para siempre. Jamás mi existencia volverá a ser tan luminosa como otrora lo fue. Jamás de los jamases. La sombra de la infidelidad mancillará cada una de mis vivencias. No se peca gratis, señores. Hay consecuencias. Hay consecuencias funestas.
Quizás, esta confesión apesadumbrada no busque sólo enjabonar la roña de mi conciencia. Quizás suponga algo más que restregar las máculas de mi alma mezquina. Déjenme creer que persigue fines más nobles. Avisar. Alertar. Advertir. Para que esta generación y las venideras sepan que no vale la pena. Que, aunque nos hechice con cantos de sirena y promesas de gozo infinito, la infidelidad es una inmunda trampa. Una trampa donde perece lo mejor de una, que ayer era una señora y hoy es esto.
Ahora que lo confesé, me siento un poco mejor. Sólo un poco. Por lo menos no voy a llevarme este repulsivo secreto a la tumba.
Jackie Earle Haley no significó nada en mi vida. Nada. No debí andar revolcándome por Elm Street con él. Nunca.

Ojalá Robert Englud me perdone.

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