martes, 15 de diciembre de 2009

EVERYBODY LOVES SIMON


 EVERYBODY LOVES SIMON 

“¡No se puede ser tan lindo!” 
Yo  

Se supone que después de lo 40 una no se enamora. “Platónicamente”, digo. En realidad, se supone que una no se enamora “platónicamente” después de los 25. Tener más de 25 y una foto de Leonardo Di Caprio en la mesa de luz tiene dos lecturas: o estás arruinada o sos una pavota. Aunque una foto en la mesa de luz es más fácil de camuflar que un poster en la pared, en el caso de recibir la hipotética –y añorada- visita de un ente masculino en nuestra alcoba.
Yo me inclino a pensar que soy una pavota. Porque estoy “platónicamente” enamorada de Simon Baker como una adolescente. A mi favor tengo para decir que este amor es “platónico” por pura y exclusiva decisión de él. Yo estaría más que dispuesta a  entregarme a la carnalidad más desenfrenada. Pero, en fin, hay motivos para que eso jamás suceda, y sospecho que los geográficos son los menos importantes.
Esto de enamorarme de la gente que aparece en la TV me pasa desde que era muy pequeña. Deduzco, entonces, que mi tontería viene de lejos. Aunque una niñita de 6 años prendada de Michael Landon en “Bonanza” es una ternurita, y una gansa de 42  baboseándose con “El Mentalista” es una ridiculez hecha y derecha.
Cuando me enamoro me pongo obsesiva. Así que la gente que me rodea ya está un poco harta del objeto de mi deseo.
Mi hijo me observa con conmiseración cuando estoy en Internet buscando fotos de Simon, que acumulo en mi PC, sin atreverme a imaginar para qué perverso fin.
-¿Ése es el tipo al que le tenés ganas?
-Eh… Sí. No ¡¡¡¡¡¡Nada!!!!!!
-¿Qué nada?
-Nada, dejate de joder.
Mi consorte, después de hacer un infructuoso piquete frente al televisor reclamando que el fondo de escritorio de la compu fuera una foto de él y no una de ese “australiano cipayo y no sé qué más”, se dio por vencido, y la única veta de rebeldía que aún exhibe es mascullar cada vez que enciendo la PC:
-Decile que las cuentas te las pague él. (Mi marido debería agradecer que no tenga una foto de Simon en la mesa de luz, porque aún queda en mi humanidad algún rastro de decoro y debería agradecer, además, que la calentura no me la haya agarrado con el sodero o con el carnicero de la esquina).
A veces me pregunto por qué soy tan hueca. Y no encuentro ninguna respuesta que me satisfaga. Pero sé, en el fondo, cómo saciar este fatal interrogante: soy hueca porque mi santa madre me parió para ser sólo una cara bonita y esa oquedad pasmosa que ostento  hace que, desde la más tierna edad, mi cabecita haya sido ocupada por pájaros de toda laya. Pájaros que, cómodamente instalados en mi cavidad craneana, se niegan a emprender el vuelo buscando nidos más lozanos. Debe ser por eso que muchísimas veces me porto como si tuviera 15 años. Y me siento, nomás, como si tuviera 15.
También me pregunto si, durante todos mis infructuosos años de vida, no acumulé suficientes amores “platónicos” como para seguir jorobando con este lastimoso asunto a la edad en la que otras son abuelas. Ya dije que, a los 6 años, mi sueño más caro era ir a vivir a “La Ponderosa”. A los 11, obnubilada por la belleza adolescente de David Cassidy, empecé a garrapatear mis primeros poemas. Creo recordar que, a los 13, tenía en la pared de mi dormitorio un poster de Erick Estrada en su rol de Poncharelo. Aunque, en ese momento, en la carrera hacia mi estúpido corazoncito, el morochazo estaba cabeza a cabeza con B. J., el camionero que siempre andaba  dando vueltas con un monito. O sea que, ya desde pequeña, no le hacía asco a nada: cowboys, cantantes, policías motorizados, camioneros… Y eso sin contar a Meteoro, porque haber estado enamorada de un dibujo animado ya roza la locura lisa y llana.
Era más grandecita cuando me encapriché con Carlos Mata. Esto lo confieso para desestimar a todas esas lenguas viperinas que me llaman “anglófila” y me acusan de vivir en una nube de “Flower By Kenzo”: en un momento de mi existencia también yo bregué por la unidad latinoamericana.
Con los años amplié mi panorama amoroso y pasé a pretender a algunas figuras cinematográficas. De chica no podría haberlo hecho, porque mi progenitora, haciendo gala de ese amor maternal que a veces degenera en odio, nos empachaba con engendros lamentables como “Los  superagentes no se rompen”, “Dos locos en el aire”, etc. (de sólo pensar en el “etc.”  se me ponen los pelos de punta).
El primero es atraer mis atenciones fue Mickey Rourke. Quien me conoce bien sabe que amé locamente a Mickey Rourke y que, aún hoy, lloro sobre sus despojos. Coqueteé luego con los clásicos: Brad Pitt (con el que rompí toda relación cuando dejó a Jennifer Aniston por Angelina), Di Caprio, Ewan McGregor y, por supuesto, Johnny Depp, que, hoy por hoy, todavía me pone la piel de pollo. Haciendo gala de mi espíritu transgresor, hasta me permití un flirteo con Jack Black. Pero lo de Simon es otra cosa.
El giro hacia los bellos hollywoodenses no atemperó mi pasión por los chicos bonitos de la TV. Era una pavota con 20 años largos cuando lo primero que le preguntaba a cada niña, mujer o anciana que se cruzaba en mi camino era: “¿A vos quién te gusta, Brandon o Dylan?” La verdad, a mí me gustaban los dos. Me perdí un capítulo crucial de “Beverly Hills 90210” cuando parí a mi hijo y a cada sujeto que se acercaba a conocer al crío le preguntaba ansiosa: “¿Y? ¿Se mató Dylan cuando se cayó con el auto por el barranco? ¡No me mientas! ¡Hace dos horas que salí de la sala de partos pero estoy en condiciones de soportar el golpe!”.
Los chicos de “Friends” me gustaron, cómo no, pero como no se me paraba el corazón cada vez que veía a David Schwimmer o a Matt Le Blanc creí, ilusa de mí, que el tiempo de los amores frenéticos había pasado. Que había sentado cabeza. Que alguno de los pájaros atrincherados debajo de mi ondeada melena había decidido migrar hacia huecos más prometedores. Que mis neuronas habían salido del estado comatoso en el que habían estado inmersas durante años.
Pero no. Tuvo que aparecer el  bello australiano para que arrojara mi pundonor por la borda. Los lunes a las 22 hs. me siento frente a la TV  a tejer un pullover con mi propia baba, mientas balbuceo vergonzosamente: “¡Papito, mentalizame toda!”. A veces me doy asco a mí misma.
Que a nadie se le ocurra coparme la TV en ese glorioso momento. La puede pasar muy, pero muy mal. A mi marido ya le avisé:
-Tratá de que Boca no juegue los lunes a la noche porque está “El Mentalista”.
-Quedate tranquila que ya hablé con la AFA.
Fácilmente podría culpar a mis genes de esta calamitosa tara. Mamá tuvo amores con James Dean y el tío todavía conserva alguna foto de Marilyn. Pero no voy a caer tan bajo. Hasta donde sé, el tío está retirado, pero mamá sigue teniendo buen ojo: fue ella la que me marcó a Simon.
Aún no me atreví a dialogar con mi psiquiatra acerca del tema aquí expuesto... Qué se yo, parece que el chaleco de fuerza este verano no se usa. Y una quiere estar a la moda.
Sé que cualquier fémina sin mi marcada tendencia a la cháchara escrita resumiría este engorroso texto diciendo, simplemente, “Me encanta Simon Barker”. Sé también que  esto que escribí es una reverenda pavada. Me dirán ustedes que siempre escribo pavadas. Se los concedo. Pero esta es la pavada  más pava que escribí en mi toda vida.
Porque sólo es una excusa burda excusa para regodearme con las fotos.

¡Es lindo el guacho! 










2 comentarios:

  1. Quien me conoce bien sabe que amé locamente a Mickey Rourke y que, aún hoy, lloro sobre sus despojos.
    Y Simon es un bombonazo.

    Hace rato que te leo (cuando entro a un blog aprovecho a leerlo completo, pero vos sos muy prolífica y eso es imposible) y tengo que ir a desayunar. Encendí la compu mecánicamente porque es lo que hago para ir escuchando la música que quiero durante el día (aguante el Youtube). Dejo porque no desayuné. Me encantó esta veta humorística de tu escritura. Te mando un beso y aprovecho para que si la, le mandes mi cariñoso recuerdo a Claudia, otra genia.

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    1. Gracias, LLu! Claudia también te manda muchos cariños. Beso grande!

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