EVERYBODY LOVES SIMON
“¡No
se puede ser tan lindo!”
Yo
Se
supone que después de lo 40 una no se enamora. “Platónicamente”, digo.
En realidad, se supone que una no se enamora “platónicamente” después de
los 25. Tener más de 25 y una foto de Leonardo Di Caprio en la mesa de luz
tiene dos lecturas: o estás arruinada o sos una pavota. Aunque una foto en la
mesa de luz es más fácil de camuflar que un poster en la pared, en el caso de
recibir la hipotética –y añorada- visita de un ente masculino en nuestra
alcoba.
Yo
me inclino a pensar que soy una pavota. Porque estoy “platónicamente”
enamorada de Simon Baker como una adolescente. A mi favor tengo para decir que
este amor es “platónico” por pura y exclusiva decisión de él. Yo estaría
más que dispuesta a entregarme a la carnalidad más desenfrenada. Pero, en
fin, hay motivos para que eso jamás suceda, y sospecho que los geográficos son
los menos importantes.
Esto
de enamorarme de la gente que aparece en la TV me pasa desde que era muy
pequeña. Deduzco, entonces, que mi tontería viene de lejos. Aunque una niñita
de 6 años prendada de Michael Landon en “Bonanza” es una ternurita, y una gansa
de 42 baboseándose con “El Mentalista” es una ridiculez hecha y derecha.
Cuando
me enamoro me pongo obsesiva. Así que la gente que me rodea ya está un poco
harta del objeto de mi deseo.
Mi
hijo me observa con conmiseración cuando estoy en Internet buscando fotos de
Simon, que acumulo en mi PC, sin atreverme a imaginar para qué perverso fin.
-¿Ése
es el tipo al que le tenés ganas?
-Eh…
Sí. No ¡¡¡¡¡¡Nada!!!!!!
-¿Qué
nada?
-Nada,
dejate de joder.
Mi
consorte, después de hacer un infructuoso piquete frente al televisor
reclamando que el fondo de escritorio de la compu fuera una foto de él y no una
de ese “australiano cipayo y no sé qué más”, se dio por vencido, y la única veta
de rebeldía que aún exhibe es mascullar cada vez que enciendo la PC:
-Decile
que las cuentas te las pague él. (Mi marido debería agradecer que no tenga una
foto de Simon en la mesa de luz, porque aún queda en mi humanidad algún rastro
de decoro y debería agradecer, además, que la calentura no me la haya agarrado
con el sodero o con el carnicero de la esquina).
A
veces me pregunto por qué soy tan hueca. Y no encuentro ninguna respuesta que
me satisfaga. Pero sé, en el fondo, cómo saciar este fatal interrogante: soy
hueca porque mi santa madre me parió para ser sólo una cara bonita y esa
oquedad pasmosa que ostento hace que, desde la más tierna edad, mi
cabecita haya sido ocupada por pájaros de toda laya. Pájaros que, cómodamente
instalados en mi cavidad craneana, se niegan a emprender el vuelo buscando
nidos más lozanos. Debe ser por eso que muchísimas veces me porto como si
tuviera 15 años. Y me siento, nomás, como si tuviera 15.
También
me pregunto si, durante todos mis infructuosos años de vida, no acumulé
suficientes amores “platónicos” como para seguir jorobando con este
lastimoso asunto a la edad en la que otras son abuelas. Ya dije que, a los 6
años, mi sueño más caro era ir a vivir a “La Ponderosa”. A los 11,
obnubilada por la belleza adolescente de David Cassidy, empecé a garrapatear
mis primeros poemas. Creo recordar que, a los 13, tenía en la pared de mi
dormitorio un poster de Erick Estrada en su rol de Poncharelo.
Aunque, en ese momento, en la carrera hacia mi estúpido corazoncito, el
morochazo estaba cabeza a cabeza con B. J., el camionero que
siempre andaba dando vueltas con un monito. O sea que, ya desde pequeña,
no le hacía asco a nada: cowboys, cantantes, policías motorizados, camioneros…
Y eso sin contar a Meteoro, porque haber estado enamorada de un
dibujo animado ya roza la locura lisa y llana.
Era
más grandecita cuando me encapriché con Carlos Mata. Esto lo confieso para
desestimar a todas esas lenguas viperinas que me llaman “anglófila”
y me acusan de vivir en una nube de “Flower By Kenzo”: en un momento de
mi existencia también yo bregué por la unidad latinoamericana.
Con
los años amplié mi panorama amoroso y pasé a pretender a algunas figuras
cinematográficas. De chica no podría haberlo hecho, porque mi progenitora,
haciendo gala de ese amor maternal que a veces degenera en odio, nos empachaba
con engendros lamentables como “Los superagentes no se rompen”, “Dos
locos en el aire”, etc. (de sólo pensar en el “etc.” se
me ponen los pelos de punta).
El
primero es atraer mis atenciones fue Mickey Rourke. Quien me conoce bien sabe
que amé locamente a Mickey Rourke y que, aún hoy, lloro sobre sus despojos.
Coqueteé luego con los clásicos: Brad Pitt (con el que rompí toda
relación cuando dejó a Jennifer Aniston por Angelina), Di Caprio, Ewan McGregor
y, por supuesto, Johnny Depp, que, hoy por hoy, todavía me pone la piel de
pollo. Haciendo gala de mi espíritu transgresor, hasta me permití un flirteo
con Jack Black. Pero lo de Simon es otra cosa.
El
giro hacia los bellos hollywoodenses no atemperó mi pasión por los chicos
bonitos de la TV. Era una pavota con 20 años largos cuando lo primero que le
preguntaba a cada niña, mujer o anciana que se cruzaba en mi camino era: “¿A
vos quién te gusta, Brandon o Dylan?” La verdad, a mí me gustaban los
dos. Me perdí un capítulo crucial de “Beverly Hills 90210” cuando
parí a mi hijo y a cada sujeto que se acercaba a conocer al crío le preguntaba
ansiosa: “¿Y? ¿Se mató Dylan cuando se cayó con el auto por el
barranco? ¡No me mientas! ¡Hace dos horas que salí de la sala de partos pero
estoy en condiciones de soportar el golpe!”.
Los
chicos de “Friends” me gustaron, cómo no, pero como no se me
paraba el corazón cada vez que veía a David Schwimmer o a Matt Le Blanc
creí, ilusa de mí, que el tiempo de los amores frenéticos había pasado. Que
había sentado cabeza. Que alguno de los pájaros atrincherados debajo de mi
ondeada melena había decidido migrar hacia huecos más prometedores. Que mis
neuronas habían salido del estado comatoso en el que habían estado inmersas
durante años.
Pero
no. Tuvo que aparecer el bello australiano para que arrojara mi pundonor
por la borda. Los lunes a las 22 hs. me siento frente a la TV a tejer un
pullover con mi propia baba, mientas balbuceo vergonzosamente: “¡Papito,
mentalizame toda!”. A veces me doy asco a mí misma.
Que
a nadie se le ocurra coparme la TV en ese glorioso momento. La puede pasar muy,
pero muy mal. A mi marido ya le avisé:
-Tratá
de que Boca no juegue los lunes a la noche porque está “El Mentalista”.
-Quedate
tranquila que ya hablé con la AFA.
Fácilmente
podría culpar a mis genes de esta calamitosa tara. Mamá tuvo amores con James
Dean y el tío todavía conserva alguna foto de Marilyn. Pero no
voy a caer tan bajo. Hasta donde sé, el tío está retirado,
pero mamá sigue teniendo buen ojo: fue ella la que me marcó a
Simon.
Aún
no me atreví a dialogar con mi psiquiatra acerca del tema aquí expuesto... Qué
se yo, parece que el chaleco de fuerza este verano no se usa. Y una quiere
estar a la moda.
Sé
que cualquier fémina sin mi marcada tendencia a la cháchara escrita resumiría
este engorroso texto diciendo, simplemente, “Me encanta Simon Barker”. Sé
también que esto que escribí es una reverenda pavada. Me dirán ustedes
que siempre escribo pavadas. Se los concedo. Pero esta es la pavada más
pava que escribí en mi toda vida.
Porque
sólo es una excusa burda excusa para regodearme con las fotos.
¡Es
lindo el guacho!
Quien me conoce bien sabe que amé locamente a Mickey Rourke y que, aún hoy, lloro sobre sus despojos.
ResponderEliminarY Simon es un bombonazo.
Hace rato que te leo (cuando entro a un blog aprovecho a leerlo completo, pero vos sos muy prolífica y eso es imposible) y tengo que ir a desayunar. Encendí la compu mecánicamente porque es lo que hago para ir escuchando la música que quiero durante el día (aguante el Youtube). Dejo porque no desayuné. Me encantó esta veta humorística de tu escritura. Te mando un beso y aprovecho para que si la, le mandes mi cariñoso recuerdo a Claudia, otra genia.
Gracias, LLu! Claudia también te manda muchos cariños. Beso grande!
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