viernes, 26 de febrero de 2010

¡OH LA LA, LES VACANCES!


¡OH  LA  LA,  LES VACANCES!

“Nadie necesita más unas vacaciones que el que acaba de tenerlas.” 
Elbert Hubbard

Llegaron los primeros calorcitos y, como es nuestra costumbre, nos embarcamos en la grata tarea de planificar las merecidas vacaciones. Dicen las malas lenguas (mi hijo, bah) que yo no las tengo tan merecidas porque estoy todo el año de joda. Pero no importa: igual me prendí en la planificación… que no fue tan planificada como en otras oportunidades porque, como gran novedad, esta vez decidimos archivar la camioneta y visitar las Cataratas del Iguazú (el único lugar de la República Argentina que nos faltaba conocer) formando parte de un  alegre contingente que incluía jubilados, maestras de más 30 desesperadas por desfogarse  (hablando en cristiano, darse un revolcón apoteótico con algún argentino/ brasileño dispuesto para tan lujurioso menester) y parejitas babosas.

DOCUMENTOS, POR FAVOR

Fiel a mi costumbre de dejar todito para último momento, armé las valijas a los trompicones el sábado a la tarde, cuando la salida estaba estipulada para el domingo al mediodía.  El sábado a la nochecita, mi consorte insinuó:
-¿No habrá que llevar la partida de nacimiento del “nene”? Porque si vamos a parar en Brasil, seguro que  la piden.
-¡Nooooooooooo! ¡No la piden! Alcanza con el documento. Vos sos el padre, yo soy la madre: con el documento es más que suficiente.
-¿Estás segura?
-¡Segurísima!
Dicen que a seguro se lo llevaron preso y tienen razón. Porque cuando estábamos a punto de subir al micro que transportaría nuestras acaloradas humanidades a las Cataratas, la coordinadora del viaje pidió los documentos… y la partida de nacimiento del “nene”.
-¡Ah, no! ¡A mí nadie me avisó que la tenía que traer! No la tengo.
-Sin la partida de nacimiento no pueden salir del país.
-¡Pero está el documento!
-Pero en el documento no se especifican los nombres de los padres.
-Pero el chico tiene 15 años, no 2. Le preguntan quiénes son los padres y listo.
-No, no es así. Tenés que presentar la documentación que te piden para que te dejen salir del país.
De más está decir que, mientras conversaba con la coordinadora, evitaba por todos los medios mirar a mi marido que, como un Nostradamus de mal agüero, había previsto la noche anterior el entuerto en el que estaba inmersa.
-Bueno, la vamos a buscar. ¿Cuánto tiempo nos pueden esperar? –preguntó mi benemérito esposo.
-Acá no los podemos esperar, tienen que ir para Liniers. Ahí los esperamos.
-Bueno, amor, vos subite con el “nene” al micro, que yo voy a buscar la partida de nacimiento y después me voy para Liniers.
-¿Segura?
-Sí, sí, voy yo. (Tanta buena disposición de mi parte respondía a una razón más que vil: no tenía ni la más puta idea de dónde estaba la partida de nacimiento de mi “chiquito”).
Salí corriendo y me trepé al primer remis que encontré. Llegué a mi casa con toditos los pelos de punta y me puse a llorar, porque así soy yo: cuando estoy en un quilombo del que no sé cómo salir, lloro.
Empecé a revolear libros, DVD’s, borradores de poemas, recortes de la revista “Predicciones”, dibujos de mis eventuales alumnitos y papeles varios, mientras repetía histéricamente: “Néstor me va a matar, Néstor me va a matar”. Mi hermana trataba de ayudarme y mi vieja me daba un sermón acerca de dónde y cómo había que guardar los papeles “importantes” (como si el ser una despelotada total no lo hubiera heredado de ella).
La partida de nacimiento no aparecía, pero al final apareció. La casa esconde pero no roba. Así que, con el valioso papelito en la mano y un dolor de cabeza atroz, consecuencia irrefutable de tanto llanto y tanto griterío, partí raudamente hacia Liniers (acompañada por mi santa hermana, porque la verdad verdadera es que yo no voy sola a Liniers ni en pedo).
El micro me estaba esperando. Baruch Atah Adonai.

VIAJAR, VIAJAR, VIAJAR… Y ENAMORARSE

El viaje hasta Cataratas fue largo como lengua de suegra. El lunes a las diez de la mañana, después de dieciocho horas de viaje, unas cuantas paradas “técnicas” y otras cuantas paradas “para comer” (¡Dios mío, cómo morfa la gente!), arribamos a las Ruinas de San Ignacio Miní, una misión jesuítica fundada por el padre  Roque González de Santa Cruz a comienzos del siglo XVII, con la finalidad de “evangelizar” a los nativos guaraníes.
Se supone que los padres jesuitas fueron buena gente, pero con sólo pensar que los guaraníes vivían contentos como perro con dos colas y estos gallegos chupacirios aparecieron para romperles los kinotos me deprimo.
A la tarde llegamos a Wanda, una zona con numerosos yacimientos de piedras semipreciosas.  Y a la nochecita, después de comernos un garrón de aquellos en las aduanas argentina y brasileña, nos instalamos por fin en el “Royal  Park Hotel”, en Foz do Iguaçu. No era el “Hilton”, pero por lo menos estaba limpito.
Martes y miércoles nos dedicamos a visitar las Cataratas, tanto del lado argentino como del brasileño. El paisaje es tan bello que me quedé literalmente sin habla (Believe It or Not!). Otra vez pensé en los guaraníes: los imaginé corriendo desnudos por la selva, extendiendo las manos para recoger los frutos de algún árbol, amándose en ese paraíso terrenal.  ¡Qué ganas de romper las bolas estos gallegos de miércoles!

MORO NUM PAÍS TROPICAL, ABENÇOADO POR DEUS…

Habíamos convenido con la  coordinadora del viaje y el resto de los pasajeros que el miércoles por la noche asistiríamos al  “Oba Oba, Bottega Samba Show”, un  animado show de samba, carnaval y cultura afrobrasileña que recrea un pedacito de Río de Janeiro en plena Triple Frontera. Dadas mis escasas salidas nocturnas, la perspectiva de una noche de jarana me emocionaba profundamente. Todo estaba planificado de antemano, como señalé más arriba, pero hete aquí que mi maridito cayó presa de una rara enfermedad a la que yo llamo “fobia social” y él, “me cayó mal algo que comí”.
-Mirá, Raquel, me duele mucho la cabeza. Andá vos con el nene al show.
-¿Seguro? ¿No querés que nos quedemos?
-No, no. Vayan.
Así que ahí fuimos, mi hijo y yo, huérfanos de padre y de marido, a “divertirnos”.
Mi hijo, de sanísimos 15, le dio a la “Pepsi” sin asco. Yo opté por la caipirinha. Cuando iba por la tercera y no podía dejar de sonreír como una idiota, el “nene” tomó cartas en el asunto:
-Mamá, no tomes más.
-¡Tengo 42! (es lo que le repito como una letanía a todos los miembros de mi familia cuando empiezan con que no haga algo, pero ninguno me da bola).
-Me da miedo.
-¡Ay, nene, dejate de joder! No pasa nada.
-¿Vos sos el hijo o el padre? –preguntó un jubilado abrumado por tanto guardabosquerío adolescente.
En ese momento, el simpático presentador del show comenzó a arengar a las damas presentes para que subieran al escenario a hacer gala de sus dotes de bailarinas. Es harto conocido por el mundo todo que yo NO bailo. Pero parece que la caipirinha sí.
Al lado de las mulatas que sacudían sus anatomías magramente emplumadas yo tenía más ropa que un cosaco y menos cintura que el Ogro Fabbiani, pero igual me mandé para el escenario: mi alma de bataclana nunca duerme y no siempre puedo contar con la ausencia de un marido convenientemente enfermo.
Después de demostrar mi absoluta falta de talento para la danza, volví a mi mesa lamentando que los garotos hubieran elegido a una rubiecita que pesaba 35 kilos para revolearla por los aires y no a mí.
Mi hijo atacó:
-Vos tenés menos baile que Robocop.
Opté por ignorar un comentario tan malintencionado.
Cuando el show terminó, mis compañeros y compañeras de ruta seguían con ánimos de joda:
-¡Vamos a bailar!
De más está decir que, aunque yo estaba encantada con la propuesta, consideré prudente poner al tanto de la misma a mi esposo convaleciente (además, el boliche quedaba en Puerto Iguazú y yo había dejado mis documentos en el hotel). Mi marido puso el grito en el cielo y tuve que explicarles a mis potenciales compañeros de juerga que no iban a poder contar con mi grata compañía.
-Bueno, no te vas a separar por ir a bailar… -me dijo Fernanda, la coordinadora del viaje.
Y no. Teniendo tantos motivos valederos para hacerlo, no me voy a separar por semejante huevada.

PIEL NARANJA

El jueves por la mañana rumbeamos para Ciudad del Este, Paraguay, la tercera mayor zona de libre comercio del mundo, después de Miami y Hong Kong. No teníamos intención de realizar grandes adquisiciones, pero hicimos la excursión con el fin de conocer la ciudad.
Cuando bajé del micro, dije jubilosamente: “Esto es como una feria de los miércoles gigante, ¡está buenísimo!” Lo que no tuve en cuenta cuando solté esta exclamación optimista es que a la feria de los miércoles voy sin marido.
Comprar con mi cónyuge es algo así como salir de caravana con Freddy Krueger: absolutamente de terror. Porque el tipo tiene una costumbre lamentable que yo achaco a sus genes italianos y que a mí, más gallega que un “pulpo a la feria”, me fastidia sobremanera: regatea. Regatea todo el tiempo. Para comprar un mísero par de zapatillas (bah, dos) estuvo 45 minutos peleando el precio. Los paraguayos que nos atendían se miraban entre ellos e intercambiaban frases en guaraní; para mí que lo que decían era algo así como “¡Qué viejo hincha pelotas!” De haber sabido guaraní hubiera secundado la moción sin titubeos.
La verdad es que entre los regateos de mi consorte, las conversaciones en guaraní a grito pelado y la insistente manía de las paraguayas de ofrecerme planchitas para el pelo mientras señalaban acusadoramente mi cabellera mota, Ciudad del Este me hartó enseguida. Cuando subí al micro para volver a Foz do Iguaçu suspiré aliviada.

EN EL PAÍS DE LOS SORDOS HASTA EL REY ESCUCHA CUMBIA

Pero el micro, señores, también tenía lo suyo. Y lo suyo era el absoluto mal gusto en cuestiones musicales de sus eventuales disc jockeys (compartido, escandalosamente, por el 90 % de los pasajeros).
Al principio la cosa se podía pilotear. Si bien éramos impíamente bombardeados con farragosas tandas de cumbia, reggaeton y melódico baboso del año del pedo, el volumen de la música era bastante tolerable. Pero el viaje de regreso a Buenos Aires se convirtió en una verdadera tortura.
La gente estaba cebada. Con la ingenua esperanza de estirar un poquito más las vacaciones convirtieron el micro en una suerte de bailanta claustrofóbica. Y, a pedido de la “mayoría” (ese “monstruo grande que pisa fuerte”) el volumen de la música alcanzó niveles insospechados.
La cumbia me hace mal. Me hace muy mal. Pero escuchar “La bestia pop” asesinada por “Los Palmeras” superó el malestar para convertirse en una abierta incitación al suicidio.
Abrumada por tanto meneo, tanta cinturita y tanto “bombón asesino” estuve tentada de ponerme de pie, alzar los brazos al cielo, poner los ojos en blanco y proclamar con voz de predicadora: “Hermanos, hermanas: sepan que hubo un hombre que dio su guitarra por todos vosotros. Su nombre era John Lennon. Alabado sea. Gloria a Dios. Aleluya.”
Cansado de la cumbia, un gordito bastante piola se amotinó en la cabina de los conductores, exigiendo que el menú musical fuera renovado. Y se renovó. Disco setentoso para todo el mundo. Si bien es indiscutidamente preferible escuchar a Donna Summer que a “Néstor en Bloque”, el volumen de la música seguía siendo insufrible.
Cuando Anita Ward iba por la mitad de “Ring my bell”, un cincuentón tirando a sesentón me miró cancherito y me soltó un irrespetuoso: “Esto era de nuestra época”. Podría haberle explicado que cuando “Ring my bell” sonaba hasta en el baño yo todavía iba a la escuela primaria, pero estaba tan agotada que me limité a mirarlo con odio.
Llegué a Buenos Aires sin idea de dónde estaba mi “gozadera” (imagino que a la altura de los oídos no) y con el cerebro hecho una bola espejada (rota). Pero llegué. Y aquí estoy.

Lista para volver a rajarme en cualquier momento, si se da el caso.

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