¡OH LA LA, LES VACANCES!
“Nadie
necesita más unas vacaciones que el que acaba de tenerlas.”
Elbert
Hubbard
Llegaron
los primeros calorcitos y, como es nuestra costumbre, nos embarcamos en la
grata tarea de planificar las merecidas vacaciones. Dicen las malas lenguas (mi
hijo, bah) que yo no las tengo tan merecidas porque estoy todo el año de joda.
Pero no importa: igual me prendí en la planificación… que no fue tan
planificada como en otras oportunidades porque, como gran novedad, esta vez
decidimos archivar la camioneta y visitar las Cataratas del Iguazú (el único
lugar de la República Argentina que nos faltaba conocer) formando parte de un
alegre contingente que incluía jubilados, maestras de más 30 desesperadas por
desfogarse (hablando en cristiano, darse un revolcón apoteótico con algún
argentino/ brasileño dispuesto para tan lujurioso menester) y parejitas
babosas.
DOCUMENTOS,
POR FAVOR
Fiel
a mi costumbre de dejar todito para último momento, armé las valijas a los
trompicones el sábado a la tarde, cuando la salida estaba estipulada para el
domingo al mediodía. El sábado a la nochecita, mi consorte insinuó:
-¿No
habrá que llevar la partida de nacimiento del “nene”? Porque si
vamos a parar en Brasil, seguro que la piden.
-¡Nooooooooooo!
¡No la piden! Alcanza con el documento. Vos sos el padre, yo soy la madre: con
el documento es más que suficiente.
-¿Estás
segura?
-¡Segurísima!
Dicen
que a seguro se lo llevaron preso y tienen razón. Porque cuando estábamos a
punto de subir al micro que transportaría nuestras acaloradas humanidades a las
Cataratas, la coordinadora del viaje pidió los documentos… y la partida de
nacimiento del “nene”.
-¡Ah,
no! ¡A mí nadie me avisó que la tenía que traer! No la tengo.
-Sin
la partida de nacimiento no pueden salir del país.
-¡Pero
está el documento!
-Pero
en el documento no se especifican los nombres de los padres.
-Pero
el chico tiene 15 años, no 2. Le preguntan quiénes son los padres y listo.
-No,
no es así. Tenés que presentar la documentación que te piden para que te dejen
salir del país.
De
más está decir que, mientras conversaba con la coordinadora, evitaba por todos
los medios mirar a mi marido que, como un Nostradamus de mal agüero, había
previsto la noche anterior el entuerto en el que estaba inmersa.
-Bueno,
la vamos a buscar. ¿Cuánto tiempo nos pueden esperar? –preguntó mi benemérito
esposo.
-Acá
no los podemos esperar, tienen que ir para Liniers. Ahí los esperamos.
-Bueno,
amor, vos subite con el “nene” al micro, que yo voy a buscar
la partida de nacimiento y después me voy para Liniers.
-¿Segura?
-Sí,
sí, voy yo. (Tanta buena disposición de mi parte respondía a una razón más que
vil: no tenía ni la más puta idea de dónde estaba la partida de nacimiento de
mi “chiquito”).
Salí
corriendo y me trepé al primer remis que encontré. Llegué a mi casa con toditos
los pelos de punta y me puse a llorar, porque así soy yo: cuando estoy en un
quilombo del que no sé cómo salir, lloro.
Empecé
a revolear libros, DVD’s, borradores de poemas, recortes de la revista “Predicciones”, dibujos
de mis eventuales alumnitos y papeles varios, mientras repetía histéricamente: “Néstor
me va a matar, Néstor me va a matar”. Mi hermana trataba de ayudarme y mi
vieja me daba un sermón acerca de dónde y cómo había que guardar los papeles “importantes” (como
si el ser una despelotada total no lo hubiera heredado de ella).
La
partida de nacimiento no aparecía, pero al final apareció. La casa esconde pero
no roba. Así que, con el valioso papelito en la mano y un dolor de cabeza
atroz, consecuencia irrefutable de tanto llanto y tanto griterío, partí
raudamente hacia Liniers (acompañada por mi santa hermana, porque la verdad
verdadera es que yo no voy sola a Liniers ni en pedo).
El
micro me estaba esperando. Baruch
Atah Adonai.
VIAJAR,
VIAJAR, VIAJAR… Y ENAMORARSE
El
viaje hasta Cataratas fue largo como lengua de suegra. El lunes a las diez de
la mañana, después de dieciocho horas de viaje, unas cuantas paradas “técnicas” y
otras cuantas paradas “para comer” (¡Dios mío, cómo morfa la
gente!), arribamos a las Ruinas de San Ignacio Miní, una misión jesuítica fundada
por el padre Roque González de Santa Cruz a comienzos del siglo
XVII, con la finalidad de “evangelizar” a los nativos guaraníes.
Se
supone que los padres jesuitas fueron buena gente, pero con sólo pensar que los
guaraníes vivían contentos como perro con dos colas y estos gallegos
chupacirios aparecieron para romperles los kinotos me deprimo.
A
la tarde llegamos a Wanda, una zona con numerosos yacimientos de piedras
semipreciosas. Y a la nochecita, después de comernos un garrón de
aquellos en las aduanas argentina y brasileña, nos instalamos por fin en el “Royal
Park Hotel”, en Foz
do Iguaçu. No era el “Hilton”, pero por lo menos estaba limpito.
Martes
y miércoles nos dedicamos a visitar las Cataratas, tanto del lado argentino
como del brasileño. El paisaje es tan bello que me quedé literalmente sin habla (Believe It or Not!).
Otra vez pensé en los guaraníes: los imaginé corriendo desnudos por la selva,
extendiendo las manos para recoger los frutos de algún árbol, amándose en ese
paraíso terrenal. ¡Qué ganas de romper las bolas estos gallegos de
miércoles!
MORO NUM PAÍS TROPICAL, ABENÇOADO POR
DEUS…
Habíamos
convenido con la coordinadora del viaje y el resto de los pasajeros que
el miércoles por la noche asistiríamos al “Oba Oba, Bottega Samba Show”, un animado show de samba,
carnaval y cultura afrobrasileña que recrea un pedacito de Río de Janeiro en
plena Triple Frontera. Dadas mis escasas salidas nocturnas, la perspectiva de
una noche de jarana me emocionaba profundamente. Todo estaba planificado de
antemano, como señalé más arriba, pero hete aquí que mi maridito cayó presa de
una rara enfermedad a la que yo llamo “fobia social” y él, “me
cayó mal algo que comí”.
-Mirá,
Raquel, me duele mucho la cabeza. Andá vos con el nene al show.
-¿Seguro?
¿No querés que nos quedemos?
-No,
no. Vayan.
Así
que ahí fuimos, mi hijo y yo, huérfanos de padre y de marido, a “divertirnos”.
Mi
hijo, de sanísimos 15, le dio a la “Pepsi” sin asco. Yo opté
por la caipirinha. Cuando iba
por la tercera y no podía dejar de sonreír como una idiota, el “nene” tomó
cartas en el asunto:
-Mamá,
no tomes más.
-¡Tengo
42! (es lo que le repito como una letanía a todos los miembros de mi familia
cuando empiezan con que no haga algo, pero ninguno me da bola).
-Me
da miedo.
-¡Ay,
nene, dejate de joder! No pasa nada.
-¿Vos
sos el hijo o el padre? –preguntó un jubilado abrumado por tanto
guardabosquerío adolescente.
En
ese momento, el simpático presentador del show comenzó a arengar a las damas
presentes para que subieran al escenario a hacer gala de sus dotes de
bailarinas. Es harto conocido por el mundo todo que yo NO bailo. Pero parece
que la caipirinha sí.
Al
lado de las mulatas que sacudían sus anatomías magramente emplumadas yo tenía
más ropa que un cosaco y menos cintura que el Ogro Fabbiani, pero igual me
mandé para el escenario: mi alma de bataclana nunca duerme y no siempre puedo
contar con la ausencia de un marido convenientemente enfermo.
Después
de demostrar mi absoluta falta de talento para la danza, volví a mi mesa
lamentando que los garotos hubieran elegido a una rubiecita que pesaba 35 kilos
para revolearla por los aires y no a mí.
Mi
hijo atacó:
-Vos
tenés menos baile que Robocop.
Opté
por ignorar un comentario tan malintencionado.
Cuando
el show terminó, mis compañeros y compañeras de ruta seguían con ánimos de
joda:
-¡Vamos
a bailar!
De
más está decir que, aunque yo estaba encantada con la propuesta, consideré
prudente poner al tanto de la misma a mi esposo convaleciente (además, el
boliche quedaba en Puerto Iguazú y yo había dejado mis documentos en el hotel).
Mi marido puso el grito en el cielo y tuve que explicarles a mis potenciales
compañeros de juerga que no iban a poder contar con mi grata compañía.
-Bueno,
no te vas a separar por ir a bailar… -me dijo Fernanda, la coordinadora del
viaje.
Y
no. Teniendo tantos motivos valederos para hacerlo, no me voy a separar por
semejante huevada.
PIEL
NARANJA
El
jueves por la mañana rumbeamos para Ciudad del Este, Paraguay, la tercera mayor zona de libre comercio
del mundo, después de Miami y Hong Kong. No teníamos intención
de realizar grandes adquisiciones, pero hicimos la excursión con el fin de
conocer la ciudad.
Cuando
bajé del micro, dije jubilosamente: “Esto es como una feria de los
miércoles gigante, ¡está buenísimo!” Lo que no tuve en cuenta cuando
solté esta exclamación optimista es que a la feria de los miércoles voy sin
marido.
Comprar
con mi cónyuge es algo así como salir de caravana con Freddy Krueger:
absolutamente de terror. Porque el tipo tiene una costumbre lamentable que yo
achaco a sus genes italianos y que a mí, más gallega que un “pulpo a la
feria”, me fastidia sobremanera: regatea. Regatea todo el tiempo. Para
comprar un mísero par de zapatillas (bah, dos) estuvo 45 minutos peleando el
precio. Los paraguayos que nos atendían se miraban entre ellos e intercambiaban
frases en guaraní; para mí que lo que decían era algo así como “¡Qué
viejo hincha pelotas!” De haber sabido guaraní hubiera secundado la
moción sin titubeos.
La
verdad es que entre los regateos de mi consorte, las conversaciones en guaraní
a grito pelado y la insistente manía de las paraguayas de ofrecerme planchitas
para el pelo mientras señalaban acusadoramente mi cabellera mota, Ciudad del
Este me hartó enseguida. Cuando subí al micro para volver a Foz do Iguaçu suspiré aliviada.
EN
EL PAÍS DE LOS SORDOS HASTA EL REY ESCUCHA CUMBIA
Pero
el micro, señores, también tenía lo suyo. Y lo suyo era el absoluto mal gusto
en cuestiones musicales de sus eventuales disc jockeys (compartido, escandalosamente, por
el 90 % de los pasajeros).
Al
principio la cosa se podía pilotear. Si bien éramos impíamente bombardeados con
farragosas tandas de cumbia, reggaeton y melódico baboso del año del pedo, el
volumen de la música era bastante tolerable. Pero el viaje de regreso a Buenos
Aires se convirtió en una verdadera tortura.
La
gente estaba cebada. Con la ingenua esperanza de estirar un poquito más las
vacaciones convirtieron el micro en una suerte de bailanta claustrofóbica. Y, a
pedido de la “mayoría” (ese “monstruo grande que pisa
fuerte”) el volumen de la música alcanzó niveles insospechados.
La
cumbia me hace mal. Me hace muy mal. Pero escuchar “La bestia pop” asesinada
por “Los Palmeras” superó el malestar para convertirse en una
abierta incitación al suicidio.
Abrumada
por tanto meneo, tanta cinturita y tanto “bombón asesino” estuve
tentada de ponerme de pie, alzar los brazos al cielo, poner los ojos en blanco
y proclamar con voz de predicadora: “Hermanos, hermanas: sepan que hubo
un hombre que dio su guitarra por todos vosotros. Su nombre era John Lennon.
Alabado sea. Gloria a Dios. Aleluya.”
Cansado
de la cumbia, un gordito bastante piola se amotinó en la cabina de los
conductores, exigiendo que el menú musical fuera renovado. Y se renovó. Disco
setentoso para todo el mundo. Si bien es indiscutidamente preferible escuchar a
Donna Summer que a “Néstor en Bloque”, el volumen de la música
seguía siendo insufrible.
Cuando
Anita Ward iba por la mitad de “Ring my bell”, un cincuentón
tirando a sesentón me miró cancherito y me soltó un irrespetuoso: “Esto
era de nuestra época”. Podría haberle explicado que cuando “Ring my
bell” sonaba hasta en el baño yo todavía iba a la escuela primaria,
pero estaba tan agotada que me limité a mirarlo con odio.
Llegué
a Buenos Aires sin idea de dónde estaba mi “gozadera” (imagino
que a la altura de los oídos no) y con el cerebro hecho una bola espejada
(rota). Pero llegué. Y aquí estoy.
Lista
para volver a rajarme en cualquier momento, si se da el caso.
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