domingo, 19 de junio de 2011

EL PARAÍSO PERDIDO


EL PARAÍSO PERDIDO

“No hay sueño más grande en la vida que el sueño del regreso. El mejor camino es el camino de vuelta, que es también el camino imposible.” 
Alejandro Dolina

Cuando yo era chica había mariposas, había luciérnagas (¿dónde corno se metieron las luciérnagas?) y había potreros con zanjas donde se podía “cazar renacuajos”. Había cumpleaños que se festejaban en las casas y  no en saloncitos con peloteros y castillos inflables, y se sabía a qué hora empezaban esas fiestas pero nunca a qué hora terminaban (siempre me chocaron esas tarjetitas que dicen: “Te invito a mi cumple – De 17 a 19:30 hs”). Había vacaciones de verano que eran eternas, y Carnavales donde se jugaba con bombitas de agua, y partidos de fútbol “Solteros contra Casados” que se disputaban en el medio de la calle.
Ya sé que estarán pensando. Que yo fui chica hace mil años. Pero tampoco es para tanto.

SALAMINCITOS Y MORTADELITAS: ¿LOS EMBUTIDOS NO SE COMPRABAN EN LA FIAMBRERÍA?

Siempre tuve una memoria elefantina. Todavía no decido si eso es bueno o malo, pero, gracias a este don, mis primeros recuerdos de infancia se remontan a mis tres añitos.
Yo era la segunda de dos hermanas, así que tenía los privilegios inherentes a los más pequeñitos. Hasta que un día, mamá y papá nos sentaron y nos dieron la gran noticia: había un hermanito en camino.
“Bueno, entonces yo me voy de casa”, dije convencida. Y, en cuanto los mayores se distrajeron un poco, salí a la calle, di media vuelta manzana y me escondí en el galpón de la casa de mi abuela. Mientras me buscaban, yo me reía como el Perro Patán de Pierre Nodoyuna, y me imagino que, cuando me encontraron, me habrán dado un buen chirlo en el culo (de esa parte no me acuerdo).
La panza de mamá fue creciendo, ante mi evidente disgusto, y la gente empezó a preguntarme boludeces, algo clásico en los mayores, que se dirigen a los chicos con un lenguaje idiota y una condescendencia repulsiva:
-¿Qué querés que tenga tu mamá? ¿Una mortadelita o un salamincito?
A mí me confundía bastante esta estúpida pregunta (no se olviden que tenía tres años). Y, cuando nació mi hermano, lo fui a ver esperando encontrarme con un salchichón primavera. Pero, en lugar del mentado salchichón, me encontré con un bebé rojo y arrugado al que odié inmediatamente. Después lo quise y, además, lo adopté como mascota.

LAS “PEPONAS”: CORTITA COMO PATADA DE CHANCHO

Mi hermana Cristina y mi prima Vivi tenían casi la misma edad. Las dos eran altas y tenían el pelo largo y lacio. Mi mamá y mi tía tenían la enfermiza costumbre de vestirlas igual, así que cuando yo heredaba la ropa que ya no les iba, tenía dos pantalones rojos, dos remeras azules, dos vestidos verdes…
Mi viejo tenía muchos primos y cada tanto aparecía alguno de visita trayéndonos regalos. Cierta vez, uno de estos primos apareció con tres “peponas” (esas muñecas de trapo que estuvieron tan en boga en una época). Las de mi hermana y mi prima tenían el pelo y las patas largas (dos muñecas iguales, para seguir con la estúpida tradición familiar de las mellizas paridas por distintas madres). La mía, en cambio, era cortita como patada de chancho, tenía unas patitas minúsculas y cuatro rulos chotos en la cabeza.
Siempre odié a esa muñeca. Para mí era insultante. En esa época, yo todavía conservaba la ilusión de pegar el estirón milagroso, pero la guacha fue premonitoria: así quedé, redondita como un oso de peluche, con las patitas cortas y cuatro rulos chotos en la cabeza.
Pasaron algunos años y regalé la muñeca. Cosa de la que ahora me arrepiento. Tampoco era Chucky.

EL PECULIAR GUSTO CINEMATOGRÁFICO DE MI MAMÁ: TIBURÓN, DELFÍN Y MOJARRITA

Cuando éramos chicos mi vieja nos llevaba muy seguido al cine. No hacía falta llegarse hasta la Capital; por aquel entonces todavía existían los entrañables cines de barrio, esos que fueron desapareciendo para dar lugar en sus instalaciones a dudosas iglesias que le ordenan a uno “Pare de sufrir”, como si fuera tan fácil.
Mamá nos llevaba al cine, pero sus gustos en cuestión de películas eran deplorables: nos comimos tres o cuatro de los superagentes Tiburón, Delfín y Mojarrita y nos cuantos bodrios insoportables con Palito Ortega, Carlitos Balá y Las Trillizas de Oro. La verdad, con esta primera aproximación al séptimo arte, no sé como no salimos más tarados.
Además, mi vieja (despelotada como ella sola) jamás se fijaba a qué hora empezaban las películas, así que caíamos en el cine a la mitad de uno de estos engendros, veíamos el final y después veíamos el principio. Nos íbamos del cine cuando la película llegaba al punto exacto donde la habíamos empezado a ver. Y después teníamos que armar la historia como si fuera un rompecabezas.

EL FUNERAL DE JUAN BONDIOLA: LLOREN, CHICOS, LLOREN

Yo tenía, alrededor de los seis años, un muñeco bastante feo al que había bautizado Juan Bondiola (no sé por qué le había puesto ese nombre, quizás porque había quedado traumatizada con las mortadelitas y los salamincitos). Era un monigote algo tétrico, parecido a esos muñecos de ventrílocuo que aparecen en las películas de terror y cobran vida propia. Pero a mí me gustaba Juan Bondiola. El espantajo tenía su encanto.
Vale aclarar que nunca jugué a las muñecas de forma tradicional. Nunca fui mamá ni maestra, pero sí peluquera sádica (les cortaba el pelo hasta dejarlas prácticamente calvas) y cirujana sádica también (les abría la panza con un cuchillo para ver qué tenían adentro, desilusionándome, casi siempre, porque la mayoría eran huecas).
Un día dictaminé que Juan Bondiola había muerto.  Con anterioridad, había dado por muerto a un monito a cuerda que tocaba los platillos, pero ese juguete había tenido un entierro absolutamente privado. Para Juan Bondiola yo quería algo grandioso, así que organicé un funeral con todas las de la ley. Invité a mis amiguitos del barrio y le di al muñeco cristiana sepultura en un tanque de agua lleno de arena, al que previamente le había pegado en el frente una figurita de San Martín para que se pareciera más a una tumba (Juan Bondiola no tenía nada que ver con San Martín, pero ese era un detalle menor).
Los chicos observaban la ceremonia fúnebre en silencio, pero yo no quería silencio:
-Lloren, chicos, lloren.
A los pibes, pobres, no les salía llorar por la muerte de un muñeco ajeno que, además, nunca había estado vivo, así que se escupían las yemas de los dedos y se pasaban la saliva por la cara para simular un llanto desconsolado. Un asco, ya sé, pero cuando uno es chico hace esas cosas.

ENTRE DRÁCULA Y EL ENTIERRO PREMATURO: EN DEFENSA PROPIA

Alrededor de los ocho años comencé a ver películas de terror, vicio que mantengo hasta hoy en día. Y, aunque siempre me hago la cancherita, tengo que reconocer que, en ese tiempo, me impresionaban bastante. Pero no podía dejar de verlas, eran algo así como la atracción del vacío.
Hubo una película de Roger Corman, interpretada por Ray Milland, “El entierro prematuro”, que era una adaptación bastante libre de un cuento de Edgar Allan Poe. El protagonista estaba obsesionado con ir a la tumba estando vivo, víctima de una enfermedad llamada catalepsia. Para mí, ser enterrada viva era el mayor de todos los horrores. Rezaba todas las noches para no contagiarme la catalepsia. Esa película me dejó una secuela de por vida: en una escena, Milland se levanta de su ataúd y deambula por una bóveda que había acondicionado especialmente por si se daba el terrible contratiempo del entierro prematuro. Cuando se lleva a la boca una copa en la que, supuestamente debía haber agua, descubre que lo que hay en el recipiente son unos gusanos gordos, cortitos y anillados. Desde ese día no pude volver a comer ñoquis.
Con “Drácula” (vaya uno a saber con qué versión) también me quedé muy impresionada. Tenía miedo de que el Conde me atacara cuando estaba durmiendo. Así que, cuando me iba a dormir y, a escondidas de mi abuela que dormía en la misma habitación que yo, me llevaba un cuchillo que escondía debajo de la almohada. Una ristra de ajo o un crucifijo hubieran sido mucho más efectivos, pero mi razonamiento era: “Si aparece un murciélago, lo corto en dos con el cuchillo y ya está”.

MUNDIAL ’78: QUEMÁ ESAS CARTAS

A la mayoría de las nenas no nos gustaba el fútbol. Pero en 1978 había tal exaltación con el asunto del Mundial que terminamos viendo todos los partidos y hasta aprendiéndonos los nombres de los jugadores. Incluso teníamos un cantito, con música de Raffaella Carrá que decía más o menos así: “Aaaaaa, Marito Kempes qué bien que está; eeeeee, de Tarantini me enamoré…”, y no me acuerdo más. Todas teníamos nuestro favorito, el que nos gustaba (ninguno se parecía a David Beckham, la verdad, pero era lo que había).
Con las chicas de la escuela habíamos tomado la delirante costumbre de escribirnos cartas de amor y firmarlas con los nombres de los jugadores. Cartas bastante pavotas. Yo tenía un fajo bastante importante de esas misivas en mi cartera (en esa época no se usaban las mochilas) y mi vieja, como era su costumbre, me revisó todo y las encontró. Azuzada por mi abuela, que era una asturiana de lo más jodida, me rompió todo y me cagó a pedos: “A ver si te dejás de tantas boludeces y te ponés a estudiar”.
Mi mamá todavía tiene la pérfida costumbre de revisar los papeles ajenos. ¡Hay que tener un cuidado!

WONDER WOMAN: LA MARAVILLA DE TENER DIEZ AÑOS

A los diez años colapsó mi cordura, que ya venía bastante enclenque y me convertí en la Mujer Maravilla. Rompía las pelotas todo el día con el lazo de la verdad, el avión invisible y los brazaletes antibalas. Me la pasaba haciendo tiaras de cartón y papel brillante y no tenía otro tema de conversación que no fuera Lynda Carter.
Llegó febrero, y con febrero, los Carnavales. Y yo me encajeté con disfrazarme de Mujer Maravilla (en aquel entonces los chicos todavía se disfrazaban para Carnaval; Halloween no existía y todos tan contentos). Obviamente, no nos daba el cuero para comprar o alquilar un disfraz, así que mi hermana Cristina, que tenía doce años, me lo armó como pudo: una bombacha de streech azul (¡qué antigüedad!) y un pedazo de cortina roja que andaba tirado por ahí. Todo aderezado con estrellitas y firuletes de papel glasé metalizado. El cinturón, la tiara y los brazaletes fueron lo más fácil de lograr: cartón y papel brillante. Para el calzado, hubo que pintar de rojo un par de botas de lluvia y adornarlas también con papelitos plateados.
El traje era bastante trucho, pero yo estaba exultante. Ese fue, sin duda, el mejor disfraz que tuve en mi vida.
Han pasado muchos años desde aquellos días, y, ¡adivinen qué colecciono! ¡Muñequitas de la Mujer Maravilla!

LOS SANTOS SACRAMENTOS: CRISTIANA COMO LA  HOSTIA 

Poco tiempo después, me percaté de que la lora no había tomado su Primera Comunión (¡ni siquiera había sido bautizada!). El perro se encontraba en la misma condición de herejía, pero lo que a mí me obsesionaba era cristianizar a la lora. Así que organicé todo para que el solemne evento se llevara a cabo. Dibujé unas cuantas estampitas surrealistas: loros con cálices, hostias y sospechosos ángeles de la guarda velando por ellos. Invité a un par de amigas de la escuela a lo que fue una ceremonia de lo más bizarra: primero salpiqué a la lora con agua (que, obviamente, no era bendita), a modo de bautismo, y después le hice tragar una hostia hecha con girasol machacado. El bicho no se resistió, pobre.
Más tarde, mis amigas y yo comimos un bizcochuelo preparado por mi mamá, y me quedé tranquila: ante cualquier evento desgraciado, la lora tenía asegurada su entrada al Paraíso.

EL BESO QUE NO FUE: SIGA PARTICIPANDO

Éramos un poquito más grandecitos cuando empezamos con el asunto de los “asaltos” (no, no salíamos a afanar a nadie; los “asaltos”, como muchos de ustedes recordarán, eran reuniones en casas de familia a las que las chicas llevaban la comida y los chicos la bebida y se bailaba y se morfaba lindo).
Recuerdo especialmente uno de esos “asaltos”. Yo “salía” (en realidad no “salíamos” a ningún lado, pero era una forma de decir) con un compañerito de grado, y estábamos en la terraza a punto de concretar el ansiado primer beso. Mucho nervio, mucho tembleque, y, de repente, un grito: “Los varones se van porque rompieron una silla (en realidad no me acuerdo si era una silla, pero algo rompieron) y el papá de Claudia se enojó.”
Y ahí se fue mi galán, con todos los otros muchachitos expulsados, y yo me quedé sin beso y maldiciendo a los desubicados que habían roto el mentado mueble.

TRECE AÑOS: FIN DE FIESTA

Los trece años llegaron casi sin que me diera cuenta. Cuando me quise acordar, estaba en el patio de la escuela llorando y abrazando a esos compañeros con los que había compartido los mejores años de mi vida. A la mayoría de ellos no los volví a ver. Con otros me reencontré ahora, gracias a las maravillas de Internet.

Todo lo que vino después tuvo su encanto, pero la niñez, señores, (y esto se lo discuto a cualquiera) es, sin duda, el auténtico Paraíso perdido.
Me despido de ustedes con una preciosa frase de Tom Stoppard: "Si llevas tu infancia contigo, nunca envejecerás."

Buenas tardes.

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