EL PARAÍSO PERDIDO
“No hay sueño más grande en la vida que
el sueño del regreso. El mejor camino es el camino de vuelta, que es también el
camino imposible.”
Alejandro Dolina
Cuando yo era chica había mariposas,
había luciérnagas (¿dónde corno se metieron las luciérnagas?) y había potreros
con zanjas donde se podía “cazar
renacuajos”. Había cumpleaños
que se festejaban en las casas y no en saloncitos con peloteros y
castillos inflables, y se sabía a qué hora empezaban esas fiestas pero nunca a
qué hora terminaban (siempre me chocaron esas tarjetitas que dicen: “Te invito a mi cumple – De 17 a
19:30 hs”). Había vacaciones de verano que eran eternas, y Carnavales donde
se jugaba con bombitas de agua, y partidos de fútbol “Solteros contra Casados” que se disputaban en el medio de la
calle.
Ya sé que estarán pensando. Que yo fui
chica hace mil años. Pero tampoco es para tanto.
SALAMINCITOS Y MORTADELITAS: ¿LOS
EMBUTIDOS NO SE COMPRABAN EN LA FIAMBRERÍA?
Siempre tuve una memoria elefantina.
Todavía no decido si eso es bueno o malo, pero, gracias a este don, mis
primeros recuerdos de infancia se remontan a mis tres añitos.
Yo era la segunda de dos hermanas, así
que tenía los privilegios inherentes a los más pequeñitos. Hasta que un día,
mamá y papá nos sentaron y nos dieron la gran noticia: había un hermanito en
camino.
“Bueno, entonces yo me voy de casa”, dije convencida. Y, en cuanto los mayores
se distrajeron un poco, salí a la calle, di media vuelta manzana y me escondí
en el galpón de la casa de mi abuela. Mientras me buscaban, yo me reía como el Perro Patán de Pierre Nodoyuna, y me imagino que, cuando me encontraron, me habrán dado un
buen chirlo en el culo (de esa parte no me acuerdo).
La panza de mamá fue
creciendo, ante mi evidente disgusto, y la gente empezó a preguntarme
boludeces, algo clásico en los mayores, que se dirigen a los chicos con un
lenguaje idiota y una condescendencia repulsiva:
-¿Qué querés que tenga tu
mamá? ¿Una mortadelita o un salamincito?
A mí me confundía bastante
esta estúpida pregunta (no se olviden que tenía tres años). Y, cuando nació mi
hermano, lo fui a ver esperando encontrarme con un salchichón primavera. Pero,
en lugar del mentado salchichón, me encontré con un bebé rojo y arrugado al que
odié inmediatamente. Después lo quise y, además, lo adopté como mascota.
LAS “PEPONAS”: CORTITA
COMO PATADA DE CHANCHO
Mi hermana Cristina y mi
prima Vivi tenían casi la misma edad. Las dos eran altas y tenían el pelo largo
y lacio. Mi mamá y mi tía tenían la enfermiza costumbre de vestirlas igual, así
que cuando yo heredaba la ropa que ya no les iba, tenía dos pantalones rojos,
dos remeras azules, dos vestidos verdes…
Mi viejo tenía muchos primos
y cada tanto aparecía alguno de visita trayéndonos regalos. Cierta vez, uno de
estos primos apareció con tres “peponas” (esas muñecas de trapo que estuvieron
tan en boga en una época). Las de mi hermana y mi prima tenían el pelo y las
patas largas (dos muñecas iguales, para seguir con la estúpida tradición
familiar de las mellizas paridas por distintas madres). La mía, en cambio, era
cortita como patada de chancho, tenía unas patitas minúsculas y cuatro rulos
chotos en la cabeza.
Siempre odié a esa muñeca.
Para mí era insultante. En esa época, yo todavía conservaba la ilusión de pegar
el estirón milagroso, pero la guacha fue premonitoria: así quedé, redondita
como un oso de peluche, con las patitas cortas y cuatro rulos chotos en la
cabeza.
Pasaron algunos años y regalé la muñeca.
Cosa de la que ahora me arrepiento. Tampoco era Chucky.
EL PECULIAR GUSTO
CINEMATOGRÁFICO DE MI MAMÁ: TIBURÓN, DELFÍN Y MOJARRITA
Cuando éramos chicos mi vieja
nos llevaba muy seguido al cine. No hacía falta llegarse hasta la Capital; por
aquel entonces todavía existían los entrañables cines de barrio, esos que
fueron desapareciendo para dar lugar en sus instalaciones a dudosas iglesias
que le ordenan a uno “Pare de
sufrir”, como si fuera tan
fácil.
Mamá nos llevaba al cine,
pero sus gustos en cuestión de películas eran deplorables: nos comimos tres o
cuatro de los superagentes Tiburón,
Delfín y Mojarrita y nos
cuantos bodrios insoportables con Palito Ortega, Carlitos Balá y Las Trillizas de Oro. La verdad, con esta primera
aproximación al séptimo arte, no sé como no salimos más tarados.
Además, mi vieja (despelotada
como ella sola) jamás se fijaba a qué hora empezaban las películas, así que
caíamos en el cine a la mitad de uno de estos engendros, veíamos el final y
después veíamos el principio. Nos íbamos del cine cuando la película llegaba al
punto exacto donde la habíamos empezado a ver. Y después teníamos que armar la
historia como si fuera un rompecabezas.
EL FUNERAL DE JUAN BONDIOLA:
LLOREN, CHICOS, LLOREN
Yo tenía, alrededor de los
seis años, un muñeco bastante feo al que había bautizado Juan Bondiola (no sé por qué le había puesto ese
nombre, quizás porque había quedado traumatizada con las mortadelitas y los salamincitos). Era un monigote
algo tétrico, parecido a esos muñecos de ventrílocuo que aparecen en las
películas de terror y cobran vida propia. Pero a mí me gustaba Juan Bondiola. El espantajo
tenía su encanto.
Vale aclarar que nunca jugué
a las muñecas de forma tradicional. Nunca fui mamá ni maestra, pero sí
peluquera sádica (les cortaba el pelo hasta dejarlas prácticamente calvas) y
cirujana sádica también (les abría la panza con un cuchillo para ver qué tenían
adentro, desilusionándome, casi siempre, porque la mayoría eran huecas).
Un día dictaminé que Juan Bondiola había muerto. Con anterioridad,
había dado por muerto a un monito a cuerda que tocaba los platillos, pero ese
juguete había tenido un entierro absolutamente privado. Para Juan Bondiola yo quería algo grandioso, así que
organicé un funeral con todas las de la ley. Invité a mis amiguitos del barrio
y le di al muñeco cristiana sepultura en un tanque de agua lleno de arena, al
que previamente le había pegado en el frente una figurita de San Martín para
que se pareciera más a una tumba (Juan Bondiola no tenía nada que ver con San Martín,
pero ese era un detalle menor).
Los chicos observaban la
ceremonia fúnebre en silencio, pero yo no quería silencio:
-Lloren, chicos, lloren.
A los pibes, pobres, no les
salía llorar por la muerte de un muñeco ajeno que, además, nunca había estado
vivo, así que se escupían las yemas de los dedos y se pasaban la saliva por la
cara para simular un llanto desconsolado. Un asco, ya sé, pero cuando uno es
chico hace esas cosas.
ENTRE DRÁCULA Y EL ENTIERRO
PREMATURO: EN DEFENSA PROPIA
Alrededor de los ocho años
comencé a ver películas de terror, vicio que mantengo hasta hoy en día. Y,
aunque siempre me hago la cancherita, tengo que reconocer que, en ese tiempo,
me impresionaban bastante. Pero no podía dejar de verlas, eran algo así como la
atracción del vacío.
Hubo una película de Roger
Corman, interpretada por Ray Milland, “El
entierro prematuro”, que era una
adaptación bastante libre de un cuento de Edgar Allan Poe. El protagonista
estaba obsesionado con ir a la tumba estando vivo, víctima de una enfermedad
llamada catalepsia. Para mí, ser enterrada viva era el
mayor de todos los horrores. Rezaba todas las noches para no contagiarme la catalepsia. Esa película me dejó una secuela
de por vida: en una escena, Milland se levanta de su ataúd y deambula por una
bóveda que había acondicionado especialmente por si se daba el terrible
contratiempo del entierro prematuro. Cuando se lleva a la boca una copa en la
que, supuestamente debía haber agua, descubre que lo que hay en el recipiente
son unos gusanos gordos, cortitos y anillados. Desde ese día no pude volver a
comer ñoquis.
Con “Drácula” (vaya uno a saber con qué versión)
también me quedé muy impresionada. Tenía miedo de que el Conde me atacara cuando estaba
durmiendo. Así que, cuando me iba a dormir y, a escondidas de mi abuela que dormía
en la misma habitación que yo, me llevaba un cuchillo que escondía debajo de la
almohada. Una ristra de ajo o un crucifijo hubieran sido mucho más efectivos,
pero mi razonamiento era: “Si
aparece un murciélago, lo corto en dos con el cuchillo y ya está”.
MUNDIAL ’78: QUEMÁ ESAS
CARTAS
A la mayoría de las nenas no
nos gustaba el fútbol. Pero en 1978 había tal exaltación con el asunto del
Mundial que terminamos viendo todos los partidos y hasta aprendiéndonos los
nombres de los jugadores. Incluso teníamos un cantito, con música de Raffaella
Carrá que decía más o menos así: “Aaaaaa,
Marito Kempes qué bien que está; eeeeee, de Tarantini me enamoré…”, y no me
acuerdo más. Todas teníamos nuestro favorito, el que nos gustaba (ninguno se
parecía a David Beckham, la verdad, pero era lo que
había).
Con las chicas de la escuela habíamos
tomado la delirante costumbre de escribirnos cartas de amor y firmarlas con los
nombres de los jugadores. Cartas bastante pavotas. Yo tenía un fajo bastante
importante de esas misivas en mi cartera (en esa época no se usaban las
mochilas) y mi vieja, como era su costumbre, me revisó todo y las encontró.
Azuzada por mi abuela, que era una asturiana de lo más jodida, me rompió todo y
me cagó a pedos: “A ver si te
dejás de tantas boludeces y te ponés a estudiar”.
Mi mamá todavía tiene la pérfida
costumbre de revisar los papeles ajenos. ¡Hay que tener un cuidado!
WONDER WOMAN: LA MARAVILLA DE
TENER DIEZ AÑOS
A los diez años colapsó mi
cordura, que ya venía bastante enclenque y me convertí en la Mujer Maravilla. Rompía las
pelotas todo el día con el lazo de la verdad, el avión invisible y los
brazaletes antibalas. Me la pasaba haciendo tiaras de cartón y papel brillante
y no tenía otro tema de conversación que no fuera Lynda Carter.
Llegó febrero, y con febrero,
los Carnavales. Y yo me encajeté con disfrazarme de Mujer Maravilla (en aquel entonces los chicos
todavía se disfrazaban para Carnaval;
Halloween no existía y todos
tan contentos). Obviamente, no nos daba el cuero para comprar o alquilar un
disfraz, así que mi hermana Cristina, que tenía doce años, me lo armó como
pudo: una bombacha de streech azul (¡qué antigüedad!) y un pedazo de cortina
roja que andaba tirado por ahí. Todo aderezado con estrellitas y firuletes de
papel glasé metalizado. El cinturón, la tiara y los brazaletes fueron lo más
fácil de lograr: cartón y papel brillante. Para el calzado, hubo que pintar de
rojo un par de botas de lluvia y adornarlas también con papelitos plateados.
El traje era bastante trucho,
pero yo estaba exultante. Ese fue, sin duda, el mejor disfraz que tuve en mi
vida.
Han pasado muchos años desde
aquellos días, y, ¡adivinen qué colecciono! ¡Muñequitas de la Mujer Maravilla!
LOS SANTOS SACRAMENTOS:
CRISTIANA COMO LA HOSTIA
Poco tiempo después, me
percaté de que la lora no había tomado su Primera
Comunión (¡ni siquiera había
sido bautizada!). El perro se encontraba en la misma condición de herejía, pero
lo que a mí me obsesionaba era cristianizar a la lora. Así que organicé todo
para que el solemne evento se llevara a cabo. Dibujé unas cuantas estampitas
surrealistas: loros con cálices, hostias y sospechosos ángeles de la guarda
velando por ellos. Invité a un par de amigas de la escuela a lo que fue una ceremonia
de lo más bizarra: primero salpiqué a la lora con agua (que, obviamente, no era
bendita), a modo de bautismo, y después le hice tragar una hostia hecha con
girasol machacado. El bicho no se resistió, pobre.
Más tarde, mis amigas y yo
comimos un bizcochuelo preparado por mi mamá, y me quedé tranquila: ante
cualquier evento desgraciado, la lora tenía asegurada su entrada al Paraíso.
EL BESO QUE NO FUE: SIGA
PARTICIPANDO
Éramos un poquito más
grandecitos cuando empezamos con el asunto de los “asaltos” (no, no salíamos a afanar a nadie; los “asaltos”, como muchos de ustedes recordarán,
eran reuniones en casas de familia a las que las chicas llevaban la comida y
los chicos la bebida y se bailaba y se morfaba lindo).
Recuerdo especialmente uno de
esos “asaltos”. Yo “salía” (en realidad no “salíamos” a ningún lado, pero era una forma de
decir) con un compañerito de grado, y estábamos en la terraza a punto de
concretar el ansiado primer beso. Mucho nervio, mucho tembleque, y, de repente,
un grito: “Los varones se van
porque rompieron una silla (en
realidad no me acuerdo si era una silla, pero algo rompieron) y el papá de Claudia se enojó.”
Y ahí se fue mi galán, con
todos los otros muchachitos expulsados, y yo me quedé sin beso y maldiciendo a
los desubicados que habían roto el mentado mueble.
TRECE AÑOS: FIN DE FIESTA
Los trece años llegaron casi
sin que me diera cuenta. Cuando me quise acordar, estaba en el patio de la
escuela llorando y abrazando a esos compañeros con los que había compartido los
mejores años de mi vida. A la mayoría de ellos no los volví a ver. Con otros me
reencontré ahora, gracias a las maravillas de Internet.
Todo lo que vino después tuvo su encanto, pero la niñez, señores, (y esto se lo discuto a cualquiera) es, sin duda, el auténtico Paraíso perdido.
Me despido de ustedes
con una preciosa frase de Tom
Stoppard: "Si
llevas tu infancia contigo, nunca envejecerás."
Buenas tardes.
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