lunes, 28 de febrero de 2011

YO, ARTISTA: ELOGIO DEL OCIO CREATIVO (DE LA VAGANCIA, BAH)



YO, ARTISTA: ELOGIO DEL OCIO CREATIVO (DE LA VAGANCIA, BAH)

“Trabajás, te cansás, ¿qué ganás?” 
Minguito

Aprovechando que ayer fue un hermoso día de sol, mi marido y yo salimos a caminar. Caminar es la única actividad física que puedo realizar sin desfallecer pero, por las dudas, a mitad del paseo, me tomé un helado en “El Piave”, cosa de no quedarme sin fuerzas.
Pero no es de las caminatas ni de los helados de lo que quiero hablar, sino de una pequeña conversación que tuvimos, y que no sé a cuenta de qué se desarrolló.
-A vos no te importa depender de alguien, ¿no?
-¿Económicamente hablando?
-Sí.
-No, no me importa. Para nada.
-Porque mi hija me contó que el novio le dijo que cuando se casen y él esté bien instalado en su trabajo, ella no iba a tener que trabajar más. Pero ella quiere seguir trabajando. Porque para eso estudió.
-Sorry, ¿vos me estás mandando a laburar?
-Nooooooooo. Sólo me preguntaba si no te jode estar todo el día en casa y, además, tener que depender económicamente de mí.
-¿Sabés qué pasa? Tu hija debe sentirse cómoda con su profesión. Debe disfrutar del trabajo que hace, sentir que en la actividad que desarrolla es ciento por ciento ella. Yo sólo me siento ciento por ciento yo escribiendo. Cualquier trabajo me frustra, porque no puedo hacer lo que realmente me colma y me hace feliz. Incluso el Jardín. Porque los pibes me encantan, pero yo soy poeta, ¿entendés? No maestra, aunque tenga un diplomita que así lo amerita. ¿Para qué voy a trabajar en algo que me frustra y me roba tiempo para hacer lo que amo, si no lo necesito? Es una boludez. Si vos te vas a la mierda (algunas veces me amenaza con mandarse a mudar, como decía mi abuela), trabajaré. Pero por ahora estoy bárbara instalada en el dolce far niente.
-…
-Además, los artistas tenemos muy incorporado el concepto de mecenas. Yo creo y vos me brindás tu apoyo material y espiritual.
-Ahhhhhhhhh.

-DE MIS PRIMERAS APROXIMACIONES AL ARTE:

Yo no nací con un pan bajo el brazo; yo nací con un lápiz en la mano. El mentado lapicito sirvió, en mis primeros años, para hacer mamarrachos y monigotes varios en cualquier superficie lisa que encontrara (papeles, paredes, puertas, pupitres). Con el paso del tiempo, mi afición por el dibujo se fue agudizando, e incluso se me dio por incursionar en la pintura.
A los siete u ocho años mis manifestaciones artísticas poco tenían que envidiarle a las de León Ferrari o Marta Minujin. Mi abuela tenía una curiosa costumbre: tiraba los restos del puchero en una pila de escombros que había en el fondo de su casa. Esta manía de la vieja me proveyó de la materia prima básica para mis bizarras creaciones: recolectaba los huesos de caracú y los decoraba con témperas, brillantinas y plasticotas de colores. Pero, con gran pesar en mi corazón, tuve que aceptar que, más allá de las Panteras Rosas mal dibujadas y los huesos de caracú psicodélicos, mi talento para las artes plásticas era nulo. Podría haberme metido mi lapicito natal en el culo, pero no. Era una niñita perseverante. Sabía que el arte era lo mío. Así que decidí explorar nuevos rumbos.

-DE MIS PRIMERAS APROXIMACIONES A LA LITERATURA:

A los nueve años escribí mi primer poema. Lamentablemente se perdió, como tantas otras cosas, gracias a mi desbole natural y a las repetidas mudanzas que padecí en mi niñez. Pero recuerdo el título, “La oreja sucia”, y también la primera estrofa de tan excelsa creación:
“La oreja está taponada,
tan sucia que no oye nada.
El dueño no la lavó,
de la oreja se olvidó”.
El poema en cuestión fue ampliamente festejado por parientes y amigos, y yo supe que por ahí venía la cosa. La poesía era lo mío, sin ninguna duda.
Seguí escribiendo poemas, generalmente jocosos, porque cuando uno tiene nueve o diez años, la vida es jocosa, se la mire por donde se la mire. Hasta que, a los once, encontré en la escuela un libro de poemas de Pablo Neruda.
Temperamento poético, hormonas revolucionadas y  “…mi cuerpo de labriego salvaje te socava…”, devinieron en un cóctel altamente explosivo. A partir de ahí todos mis poemas versaron sobre lo mismo: el amor, el amor, el amor, el amor… (Ya sé, parezco Julio Iglesias).
Mis primeros versos románticos fueron dedicados a cantantes, actores y señores bonitos varios que salían en la televisión. Estaba enfermizamente enamorada de David Cassidy y le escribía edulcorados versos que la Srta. María del Carmen, mi adorada maestra de 6º, leía complacida y orgullosa de su alumnita artista. Me acuerdo de una línea de uno de esos poemas que, obviamente, también se perdieron: “…sobre un vestido muy blanco un velo color distancia…” ¡Qué pedo! ¡Tener once años y usar la palabra velo! Siempre fui un aparato.
La adolescencia significó, entre muchas otras cosas, dejar de escribir poemas dedicados a señores inalcanzables y empezar a escribirlos para pendejos alcanzables (que, más de una vez, pa’ qué negarlo, no se dejaron alcanzar).

-DE POR QUÉ NO PUEDO ESCRIBIR SI TRABAJO Y NO PUEDO TRABAJAR SI ESCRIBO:

Grandes escritores aseguran que, para escribir, es necesario cierto método. Dedicar unas horas fijas a diario para desarrollar esta actividad. Comportarse como si uno trabajara, bah.
No sé cómo será para el resto de los mortales que se dedican a estas lides, pero yo, como no podía ser de otra manera, carezco de cualquier atisbo de disciplina. No planifico nada: estoy preparando una ensalada (que lo mío no es el bœuf bourguignon) y, de pronto, revoleo los tomates y pego un gritito histérico: “¡Quiero escribir!”. Debido a este procedimiento literario poco ortodoxo, se me pasa el arroz, se me derrama la leche en la hornalla y se me queman las papas fritas. Me levanto a las tres de la mañana y me encierro en el baño a garrapatear poemas en el rollo de papel higiénico. Me olvido de que mi hijo llega a cierta hora de la escuela y tiene que comer. Pero escribo. Escribo cuando quiero.
Probablemente, hay ciertos trabajos en los que uno puede tomarse cinco minutitos y escribirse un soneto. Se podría hacer esto laburando en una oficina, por ejemplo. O en la caja de un supermercado (de barrio, que en los grandes supermercados las cajeras no tienen tiempo ni para ir a mear). Pero las oficinas me descomponen: aumentan hasta niveles insospechados mi natural claustrofobia. Y no quiero saber nada más con las cajas de supermercado, que ya tuve mi dosis -casi mortal- de jabón en polvo y tapas de pascualina.
Sé que muchos de ustedes, queridos lectores, estarán pensando que soy una vaga. Y, por supuesto, tienen razón. A mi favor tengo para decir que este año intenté retomar el Jardín de Infantes. Durante un par de meses piloteé la “Salita Rosa”, pero terminé  estresada  y frustrada. Me resultaba imposible responder en tiempo y forma al llamado de la poesía: intenten ustedes escribir una línea con quince pendejitos trepándose a las mesas y colgándose de las cortinas.

-DE POR QUÉ DISFRUTO DEL “DOLCE FAR NIENTE”:

-Me levanto a la hora que quiero. Me despierto a las siete de la mañana, beso a mi hijo y a mi marido, les acomodo un poco las corbatas, me doy vuelta y sigo durmiendo. Si hace frío me quedo en la cama hasta las once.
-Me acuesto a la hora que quiero. Como no tengo que madrugar, me quedo hasta altas horas de la noche boludeando en Facebook o mirando en la tele películas de zombies y asesinos seriales varios.
-Fumo cuando quiero. No tengo que andar escondiéndome en el baño para darle una pitadita anémica a un Marlboro y echar después cantidades industriales de desodorante de ambientes para que nadie se entere del desliz.
-Salgo al patio cuando quiero. Miro el cielo, miro los pájaros, miro mis cactus y juego con las perras. No me pierdo la luz del día encerrada en una oficina, un aula o un negocito de mala muerte. Disfruto del sol como la Storni (“…Inútil soy, pesada, torpe, lenta. Mi cuerpo, al sol tendido, se alimenta…”).
-Escucho a “The Beatles” cuando quiero. Y a Mozart, a los “Redondos”, a “Virus”, a Rodrigo y a Julio Sosa. Yo no quiero un silencio perfecto: quiero tomar una canción triste y mejorarla, y hacerle un sitio en mi corazón. Y cantar “Hey Jude” a los gritos.
-Miro la tele cuando quiero. Me entero de los quilombos en “Vedettísima” y aprendo sobre  la vida de las belugas.
-Leo cuando quiero. A Kundera o a Stephen King, tiradita en la cama y envuelta en un ponchito catamarqueño que me obsequió mi consorte cuando tuvo que visitar la mentada provincia por cuestiones laborales (me trajo también un frasco gigante de duraznos cuaresmillos y otro de limas en almíbar, pero duraron bien poco, porque son mi debilidad).
-Y, sobre todo, ESCRIBO CUANDO QUIERO. Soy ciento por ciento yo. Así de simple.

No faltará alguna emancipada que se horrorice ante mi falta de vocación laboral. No importa: no gano un mango con lo que hago pero, por lo menos, tuve la viveza de conseguirme un mecenas. Que, además, es lindo y me compra flores para el “Día de la Primavera”.

¿Qué más se puede pedir?

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