LA
ABUSADORA RELOADED
“¡Help!”
Lennon-McCartney
El
2009 fue un año medianamente tranquilo. Esto quiere decir que no me peleé con
nadie. Bueno, con mi marido sí, pero fueron peleítas que no pasaron a mayores.
Fue, además, un año de reencuentros. Condiscípulos de todas las escuelas por las
que pasé en mi vida reaparecieron, y cada reaparición fue celebrada como se
merecía. Soy tan emotiva que me pondría a lagrimear con sólo cruzarme con el
perro del portero.
Había
una sola y única persona que no debía reaparecer, pero, por una de esas cosas
de Mandinga, reapareció: la abusadora.
El
teléfono sonó como siempre; nada hizo sospechar que, del otro lado de la línea,
había una indeseable. Atendí ingenua y distraídamente, como es mi costumbre:
-Hola.
-Hola,
¿Raquel?
-Sí,
¿quién habla?
-¡Marcela!
(no me vi en el momento de escuchar el nombre nefasto, pero creo que debo
haberme puesto blanca como uno de esos papeles con los que envuelven el queso
en el almacén).
-¿De
dónde sacaste este número de teléfono?
-Lo
encontré en la “guía” (Susana Giménez no aparece en la “guía”,
¿por qué mierda tengo que aparecer yo?).
-Ahhhhhhhhhhh...
-¿Cómo
estás?
-Bien.
-¿Seguís
viviendo en Domínico?
-¡¡¡¡Nooooooooo!!!!
Ahora vivo en Wilde (soy lerda, a veces: no se me ocurrió decirle que vivía más
lejos).
-¿Me
das la dirección de tu casa?
-………………………………..
-¿No
tenés celular?
-No.
-Mirá,
te voy a ser sincera. Yo llamé el año pasado, para la Fiestas, a la casa de tu
mamá, y ella, bastante enojada, me dijo que te habías mudado. Que no sabía a
dónde y que no tenía tu teléfono (mi santa madre mintió cuando me puse de
rodillas y le pedí por favor, por favor, por favor, que le dijera
que me había ido a la Conchincilla).
-Ahhhhhhhhhhh…
-Te
paso mi celular, pero esta vez no lo pierdas.
…………………………………
Me
pasó un número que, obviamente no anoté, y me dijo, muy suelta de cuerpo:
-Tenemos
ganas de verte (el “tenemos” incluye a su chorreada de hijos,
porque ya dije que la abusadora es una coneja).
-Mirá,
yo trabajo. Trabajo muuuuuuuucho. Todo el día. No vuelvo a casa hasta la noche.
-No
importa, yo te llamo.
-Bueno,
chau. Estoy ocupada ahora.
-Te
llamo.
…………………………………..
Cuando
terminó la comunicación, no supe si ponerme a llorar o a gritar
destempladamente. Ahí estaba otra vez esa tipa que creía perdida para siempre.
Cuando
tenía 17 años era estúpidamente adolescente, como es de suponer, y
un mal día se me ocurrió que no quería ir más a la escuela. Ni los ruegos ni
las amenazas de mi progenitora pudieron con una voluntad que, ya para ese
entonces, era inquebrantable.
Retomé
mis estudios en una escuela nocturna, entrada la veintena, y ahí sellé mi
destino: conocí a quien hoy es mi marido y conocí a la abusadora.
Cabe
destacar que lo único que tengo en común con la susodicha es el apellido. Los
Fernández somos plaga. Pero también es Fernández la presidenta y, de verdad, no
me une a la Excelentísima señora ningún lazo de parentesco.
La
abusadora era rechazada por todos sus condiscípulos y a mí me dio lástima. Así
que empecé a contestarle cuando me hablaba y a permitir que se fumara el 70% de
mis cigarrillos. En ese entonces, ella tenía un solo hijo, al que no le daba
bola. Era soltera. Se me pegó como una lapa. Aparecía en mi casa todos los
santos días, se instalaba cómodamente y se comía cualquier cosa que hubiera a
mano. Mi vieja la miraba con una mezcla de odio y pelotas infladas. Pero la
tipa ni se enteraba.
Era
de suponer que, cuando terminaran las clases, la abusadora desaparecería de mi
vida, como desaparecen casi todos los compañeros de escuela cuando la carrera
que uno está cursando llega a su fin. Pero no. No, no, no. La abusadora siguió
firme como rulo de estatua. Con sus visitas inoportunas, su descaro y su
voracidad.
-Manu,
mamá no va a atender más el teléfono. Ahora vas a atender vos, y antes de pasarme
cualquier comunicación, vas a preguntar religiosamente quién llama.
-¿Por
qué?
-Porque
hay alguien a quien no quiero atender.
-¿Quién?
-Marcela.
-¿La
tipa esa de la que te escondiste la última vez que vino? (la última vez que la
abusadora osó aparecer por mi morada cerré puertas y ventanas como si el jardín
de mi casa estuviera infestado de zombies de George Romero y me tiré panza
abajo en el dormitorio, prohibiéndole a mi pobre vástago que hiciera cualquier
ruido que delatara nuestra presencia, hasta que la susodicha se cansó de tocar
el timbre y se fue).
-¿Por
qué te escondiste, ma?
-Porque
no la soporto. Y porque viene con media docena de críos que se morfan todo como
si fueran termitas, me hacen un quilombo bárbaro y me sacan “Intrusos” para
ver “Cartoon Network”. Y porque después le tengo que dar plata
para que se vaya.
-¿Por
qué no le decís que no querés verla más?
-Porque me
da cosa.
-Mamá,
sos grande vos. Pero dejá: atiendo yo y le digo que no llame más.
-Pero…
-Pero
nada.
Después
de haber retozado alegremente por cuanta cama, catre y jergón que la mencionada
encontró en su erótico camino (incluyamos también el césped de todas las plazas
de Capital Federal y Conurbano Bonaerense), la abusadora sentó cabeza. Bah, se
fue a vivir con un tipo (y sí, siempre hay un roto para un descosido). Cuando
la chica quedó embarazada, ella y su enloquecido partenaire decidieron casarse.
Otra
vez me dio lástima. Una embarazada sin ropa que ponerse me pareció muy triste.
Así que le pedí a mi hermana, como préstamo, la ropa que ella había usado
durante su último embarazo. Ropa que jamás en la vida volví a ver, por
supuesto. Sospecho que la abusadora la vendió en una Feria
Americana.
La
abusadora se casó por civil
con un precioso vestido de seda de mi hermana y por iglesia con un vestido
blanco y radiante. La ceremonia fue de lo más pintoresca: el cura, con dos
litros de vino de misa encima y sin reparar en el bombo de cinco meses de la
novia, se la pasó repitiendo en un idioma cocolichesco (el Padre Nino era más
tano que los fideos del domingo) que “lo sexual” era
irrelevante en el matrimonio.
Le
regalé a la abusadora un precioso reloj de pared, un juego de ropa interior
blanca de encaje para usar la noche de la boda y las fotografías del evento
(¡qué ganas de tirar la plata, carajo!).
Ya
en la fiesta, la tipa me dice:
-¿Y
la torta?
-¿Qué
torta?
-Yo
pensé que la torta la ibas a hacer vos (soy una repostera medianamente decente,
pero nunca me animé a una torta de casamiento).
-Vos
estás en pedo.
-No
hay torta.
-Bueno,
nena, mandá a alguien a comprar una. Yo no voy.
A
partir de ese momento, toda su familia me odió porque yo, ¡qué mujer
desconsiderada!, no había hecho la torta.
-Hola,
Ra.
-Hola,
Silvia (Silvia es mi hermana). ¿Cómo te fue en el nuevo trabajo?
-Re-bien.
Me encantó. ¿Vos como estás?
-Bien…
Bah, más o menos. ¿Sabés quién llamó hoy? ¡Adivina!
-Fulano.
-No,
peor.
-La
mujer de Fulano.
-¡Fulano
era divorciado! Peor.
-La
novia de Fulano.
-Fulano
es lo suficientemente pelotudo como para hacer que la novia atienda el teléfono
si llamo yo, pero no creo que sea lo suficientemente pelotudo para hacer que la
novia me llame a mí. Además, ¿para qué? Esa historia tiene mil años. Peor.
-¿Quién?
-¡Marcela!
-¡Nooooooooooo!
¡Qué hija de puta! Vos dame el teléfono que yo la llamo y le digo que estás
haciendo un tratamiento psiquiátrico y que no podés ver a nadie.
La
abusadora tuvo
a su bebé y me enganchó para que fuera la madrina. No pude decirle que no: me
dio lástima. Compré cuna, cochecito y ajuar. Y oficié de niñera.
-¿Me
podés cuidar al bebé?
-Sí,
¿tenés que ir al médico?
-No,
tengo que ir al telo con un tipo.
-…………………………………………
-La
última vez que fui lo llevé y se pasó todo el tiempo llorando.
-¿Lo
llevaste a un telo? ¿Y dónde lo pusiste?
-En
el piso (no puedo imaginarme ningún tipo de actividad sexual con un bebé de
tres meses tirado en el piso, llorando a los gritos).
-Bueno,
dale, te lo cuido.
Cuando
llegó el momento de cambiarle los pañales al pobre crío, empecé a los gritos:
-¡Mamá!
¡Este bebé tiene todo el culo lastimado! ¿Qué le pongo?
Mi
mamá se acercó a examinar a la criatura y soltó indignada:
-¡Qué
tipa hija de puta! ¡Cinco hijos tuve yo y ninguno se me escaldó! Esta no le
cambia los pañales nunca.
-Pobrecito.
-Sí,
pobrecito.
Al
poco tiempo, la abusadora tuvo otro bebé con el cornudo
marido, que, a esta altura, ya se había dado cuenta de la cagada grosa que
había hecho al casarse con ella y tenía muchas ganas de estampillarle el culo y mandarla lo más lejos posible.
Un
día la susodicha apareció en mi
casa y me dijo:
-Mi
marido quiere que me devuelvas los dólares que te presté.
-¿Qué
dólares, nena? ¡Vos a mí no me prestaste nada!
-No,
ya sé. Lo que pasa es que él los tenía ahorrados, yo los encontré y los gasté
y, como se dio cuenta de que faltaban, le dije que te los había prestado a vos.
-¡Pero vos estás en pedo! –grité– Vas y arreglás este quilombo ya. Le decís la verdad a tu marido y no aparecés más por acá.
-¡Pero vos estás en pedo! –grité– Vas y arreglás este quilombo ya. Le decís la verdad a tu marido y no aparecés más por acá.
Pero
siguió apareciendo, separada y con dos críos que, ¡sí, adivinaron!, me daban
lástima y a los que les guardaba en el freezer cualquier resto de comida que
sobraba en mi casa. Eso sí: ella no renunciaba a sus cigarrillos y a la
quiniela, aunque los pibes se murieran de hambre.
-Pa,
¿sabés quién llamó hoy?
-¿Quién?
-¡Marcela!
¡Me buscó en la “guía”!
-¡Qué
yegua cara rota!
-Seeeeeeeeeeeeeee.
La
abusadora consiguió otro gil
que la mantuviera. Y tuvo dos hijos más. Y se separó, claro.
-Raquel,
¿no me prestás el vestidito verde?
-¿El
vestidito verde? Te va a quedar muy cortito.
-Es
que tengo que hacer de la Chilindrina en el Jardín de los
nenes, por eso pensé en el vestidito verde.
-Marcela,
el vestidito verde me lo regaló Víctor. Ya no lo uso más porque me va corto y
chico, pero lo guardo de recuerdo (yo adoraba ese vestido y mi novio me lo
había regalado para una Navidad, cuando yo pesaba, más o menos, treinta kilos).
-Es
un día, nada más.
-Jurame
que si te lo presto me lo vas a devolver.
-¡Claro!
¿Cómo no te lo voy a devolver?
-Bueno,
tomá. Cuidalo, por favor.
Como
es de suponer, el vestidito verde jamás volvió a mi guardarropa. La culpa la
tengo yo, por habérselo prestado.
A
esta altura yo ya tenía las bolas por el piso. Y empecé a negarme cada vez que
me llamaba por teléfono y a esconderme cada vez que osaba aparecer por mi
hogar.
Cualquier
persona normal se hubiera percatado de que no era bienvenida. Pero ella no.
Siguió llamando por teléfono, siempre en fechas estratégicas, cuando había una
comilona cerca, a ver si podía morfar de arriba (no es casualidad que me haya
llamado ayer, cuando faltan sólo dos días para mi cumpleaños).
-Pa,
¿tendrá más hijos?
-Seguro.
-Ella
es diez años más grande que yo. Tiene 52. ¿A los 52 ya “se te retiró”?
-¡Qué
se yo, Raquel!
-……………………….
-Porque
si no “se le retiró”, seguro que sigue teniendo
más hijos…
-¿Y
ahora qué hago?
-Mandala
a cagar.
-¡Ay,
Dios!
Así
están las cosas el día de hoy. La abusadora volvió, recargada. Juro
que ya no le tengo más lástima. Pero mandarla a cagar me da cosita, ¿viste?
Sí,
ya sé. Soy una tarada.
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