¿TE ACORDÁS, HERMANO, QUÉ
TIEMPOS AQUELLOS?
"Tere que te tere que
te uha uha uha".
El Boxitracio
Cada vez
que comento con una de mis amigas cholulas (“cholula”, entrañable
palabra que nos legó Mariano de La Torre, creador de “Cholula, loca por
los astros”, tira cómica que apareció en la revista “Canal TV”,
desde 1958 a 1968 y cuyo personaje principal era una jovencita que se la
pasaba persiguiendo a los famosos para conseguir autógrafos, y era capaz de
montar guardia veinticuatro horas, con tal de ver en persona a su ídolo
favorito) alguno de los quilombetes de Ricky Fort termino, invariablemente,
metiéndome en un tema que me obsesiona: los chocolatines “Jack” y
sus codiciados muñequitos sorpresa. Nunca pude completar una colección de
muñequitos “Jack” y creo que el asunto me dejó secuelas
psicológicas que perduran hasta el día de hoy. A tal punto que, hace un par de
años (a la vejez, viruela), me embarqué en la engorrosa empresa de completar la
colección de superhéroes y villanos que acompañaba las “Cajitas
sorpresa Jack”.
Juro que
la idea inicial era comprar dos o tres cajitas hasta que apareciera la ansiada “Mujer
Maravilla”, pero todo se desbandó.
La
primera cajita que compré traía como sorpresa al “Pingüino”.
-Ah,
¡mirá qué lindo el “Pingüino”!
Otra
cajita.
-Ah,
¡mirá qué lindo “Wolverine”!
Otra
cajita.
-Ah,
¡mirá qué linda “Supergirl”!
A esta
altura de los acontecimientos, la “Mujer Maravilla” seguía sin
aparecer y las “cajitas sorpresa” se habían convertido en un
vicio imparable.
-Raquel,
¿por qué no dejás de comprar “cajitas”? Tenés un montón de
muñequitos repetidos. (Mi marido no dice ni mu frente a mis desenfrenos
económicos, pero el asunto de las “cajitas” ya era
preocupante).
-No
puedo.
-¿Por?
-Porque
me falta uno.
-¡Dejate
de joder!
-¡Me
falta uno, me falta uno, me falta uno! ¡Me falta uno malo con capa verde!
(Conozco bastante bien a los personajes de “DC”, pero alguno
de “Marvel” se me escapa).
-“Dr. Doom”. (La cara de mi hijo era
una mezcla de conmiseración y fastidio).
-¡Ése!
¡Me falta ése!
Ustedes
no pueden imaginarse lo insoportable que puede llegar a ser una marmota de
cuarenta años a la que “le falta uno”.
Al final,
conseguí “el que me faltaba” en Parque Rivadavia y pude dormir
en paz.
Cada vez
que miro, orgullosamente, mi colección completa de superhéroes y villanos, no
sé por qué, me retrotraigo a mi infancia. A mi viejo comprando pizza y
merengues cada vez que ganaba Boca (hoy en día viviríamos a pan y agua) y a mi
abuelito trajinando en la quinta. Y a una serie de eventos, objetos y
personajes que extraño terriblemente.
“EL CHUPETRÓMETRO”
Hay
algunas madres incomprensibles que se jactan de que sus vástagos no usan
chupete, como si semejante hazaña significara un alto coeficiente intelectual o
les augurara un futuro brillante como físicos nucleares. Yo usé chupete hasta
los tres. No, hasta los cuatro. Bah, mientras pude.
Pero
llegó un día aciago en el que tuve que dejar el chupete. Situación que hubiera
sido altamente traumática de no haber existido el querido “chupetómetro”.
El “chupetómetro” era
un cilindro transparente y enorme, con el cual contaba Carlitos Balá en
su exitosísimo programa de televisión, que poco a poco se iba llenando con el aporte de los pequeños
televidentes. Aporte de chupetes, obvio. Allí fueron a parar los míos (porque
tenía varios), lo que me permitió superar de manera fácil y divertida el
abandono de tan preciado adminículo.
Tengo
entendido que el “chupetómetro” volvió a la TV argentina de la mano de Julián
Weich y su programa “Justo a tiempo”. Pero no es lo mismo, no es lo
mismo, ¡no es lo mismo! Qué se yo, será porque hace rato que no uso chupete.
LA REVISTA “ANTEOJITO” Y LAS MARAVILLOSAS CRIATURAS DE
GARCÍA FERRÉ
La
revista “Anteojito” apareció el 8 de octubre de 1964 y,
durante años, acompañó a los chicos argentinos al colegio. Fue una de las
tantas creaciones de Manuel García Ferré. Traía artículos con temas escolares,
pero también historietas encantadoras: “Pelopincho y Cachirula”,
del uruguayo Fola, y otras con personajes de García Ferré: “la bruja
Cachavacha”, “el hada Patricia”, “Hijitus”, “Larguirucho” (que nunca
supe qué corno de bicho era, aunque sí recuerdo que era bastante acomodaticio:
a veces estaba de parte de los malos y a veces, de parte de los buenos),
“Oaky”, “el Profesor Neurus” (tampoco supe jamás qué corno de bicho era “Pucho”, el
fiel acompañante del malvado Profesor). Otro misterio para mis pocas luces fue
el “Boxitracio”.
La “Anteojito” traía
también muñequitas de papel (que siempre fueron mi delirio) y algunos juguetes
de cartón para armar con las cajitas de los quesitos “Adler”, las “Comiditas” de
Blanca Cotta, recetas fáciles para que los pibes hiciéramos despelote
en la cocina.
Lamentablemente,
debido a la crisis tremenda que sufrió la Argentina en el año 2001, “Anteojito” dejó
de publicarse, después de 1925 números, que, durante 37 años, acompañaron a
generaciones de chicos argentinos.
Lloré
mucho cuando desapareció la revista. Sentí que desaparecía un pedacito de mi
infancia.
LAS GOLOSINAS
Ya me he
referido varias veces a los entrañables chocolatines “Jack”. Venían
con una sorpresa, un juguetito diminuto pero muy bien logrado, y, cada tanto,
se lanzaba al mercado una nueva colección de muñequitos. Nadie completaba las
colecciones, siempre había algún muñequito “difícil” que nos cagaba la vida.
Otras
golosinas populares por aquel entonces eran las “gallinitas” y
los “heladitos calientes” (¿?). Las “gallinitas” tenían
una base de oblea sobre la que aparecía una figura de azúcar un tanto
sospechosa que, con bastante buena voluntad, podía ser una gallina. Los “heladitos
calientes” tenían un cucurucho y otra figura de azúcar de colores
oficiaba de helado.
Los
caramelos “Sugus”, que aún hoy se comercializan, eran los más
famosos en esa época. La gracia era comprar un puñado de caramelos de distintos
colores, quitarles las envolturas y hacer una torre, bastante difícil de morder
pero muy pintoresca. Los “Sugus” confitados eran lo máximo.
También estaban las “mielcitas” y una golosina que sólo yo
recuerdo, el “Angelito Negro”, bastante parecido a la “Kremokoa”,
pero más rica.
Otra
golosina que venía con “sorpresa” era el chupetín “Topolino”.
Eso sí, las sorpresas eran bastante más humildes que las que traían los “Jack”.
En la
puerta del Cementerio de Avellaneda (vaya lugar para estas lides) se vendía el
codiciado “turrón japonés”, un fardo de distintos colores, que se
comercializaba en un carrito, como los maníes y las garrapiñadas. Era una mole
bastante grande y, cuando comprabas, te cortaban un pedazo y te lo envolvían en
papel encerado.
Otras
golosinas que se vendían en carrito eran el “algodón de azúcar” y
las “manzanas acarameladas”. Y los helados. Esperar al carro
del heladero era toda una aventura.
“TITANES EN EL RING”
“Titanes en el Ring” era un programa
televisivo argentino de lucha libre, creado por Martín Karadagián en 1962. Los
luchadores eran una serie de personajes, muchos de ellos sumamente
carismáticos, que hacían las delicias de los pibes de las décadas del ’60 y del
’70. Los más destacados eran “El Caballero Rojo”, “Gengis Khan”,
“Yolanka”(que promocionaba un yogurt), “Ulises el griego”,
“Pepino el payaso” y “El ancho Rubén Peucelle” (eso
en mis tiempos, porque mi marido, que es algunos años mayor que yo, se acuerda
de “Jean Pierre, el beatle francés”). Y estaba, obviamente, “La
Momia”. Se suponía que “La Momia”, tal como rezaba la
cancioncita con la cual este atípico gladiador entraba en escena, “castigaba
a los malos y defendía a los buenos”. Se ve que yo no debía tener la
conciencia muy tranquila que digamos, porque le tenía un cagazo bárbaro. Más
tarde apareció “La Momia Negra” y esa era mala en serio.
Además de
los luchadores había en el programa una serie de personajes que le daban una
nota de color, como “La Viudita Misteriosa”, que le llevaba
flores a Martín Karadagián y “El Hombre de la Barra de Hielo”, que
no sé qué carajo hacía (disculpen mi ignorancia).
El
árbitro más famoso era William Boo, que era malo, malo, malo. Los chicos lo
odiábamos. Y él parecía disfrutar de ese odio infantil.
La última
pelea del programa era la de Martín Karadagián que, como era el “dueño” del
circo, ganaba siempre.
¡Qué
lindo era “Titanes en el Ring”! Cada vez que veo un atisbo de “100 %
Lucha” me deprimo.
LOS CARNAVALES
Carnaval,
hoy en día, es sinónimo de gente en pelotas. No entiendo cómo se puede tardar
tanto tiempo como dicen elaborando un traje que tiene dos lentejuelas, cuatro
plumas y deja al descubierto la mayor parte de la anatomía humana.
Carnavales eran los de antes. Bien
tempranito empezaba en el barrio la “guerra de agua”. Los más
recatados te mojaban con un pomo (el “Bombero Loco” era el más promocionado).
Los desenfrenados te liquidaban con un baldazo de agua. Y los dañinos te
tiraban “bombitas”, pequeños globitos que llenaban con agua y
que, cuando te golpeaban, dolían como la puta madre.
La “guerra
de agua” tenía un principio y un fin, aunque nunca faltaba algún
descolgado que te mojaba a las 8 de la noche, cuando ya estabas cambiadita e
ibas, contenta y feliz, a tomarte un helado.
Los pibes
del barrio también solíamos disfrazarnos. No con dos lentejuelas y cuatro
plumas, que en esa época no se usaba mostrar el culo, sino con disfraces
altamente elaborados: las bolsas de arpillera en las que venían las papas se
convertían, con bastante maña y algo de pintura o hilos de bordar en trajes
indígenas al estilo Pocahontas. Las polleras, blusas y
collares sustraídos a las madres, tías y abuelas, servían para convertir a
cualquier pibita en una gitana hecha y derecha. Había remeras rayadas para los
presos y pantalones viejos desflecados para los linyeras. Ya he hablado en otra
ocasión de mi fabuloso atuendo de “Mujer Maravilla”: una
bombacha de streech azul y un retazo de cortina roja, convenientemente
aderezados con papel glasé metalizado, y unas botas de lluvia pintadas con
témpera. También había caretas de plástico: a los cuatro años tuve una de
Cleopatra, y creo que ahí empezaron mis delirios de grandeza.
En
Domínico había un corso bastante modesto. A mí nunca me gustó demasiado el
corso (cuando era muy chiquita mi papá me llevó al de la Boca y un psicópata me
pegó con un martillo de plástico en la cabeza, cosa que me dejó traumada para
toda la cosecha), pero cada tanto me daba una vueltita por el del barrio,
corriendo el riesgo de que algún otro psicópata carnavalesco me pegara en el
lomo con un pañuelo mojado. La gran atracción del corso de Domínico era la
comparsa de travestis “Los Mimosos de Villa Corina”. Cabe
destacar que en esa época los travestis eran otra cosa: los “mimosos” no
tenían siliconas y alguno hasta podía aparecer con un atisbo de bigote.
El Carnaval de
entonces tenía una nota trágica: cuando llegaba febrero y nadie te mojaba
sabías, aunque no quisieras aceptarlo, que te habías convertido en un adulto.
LOS PARTIDOS “SOLTEROS
CONTRA CASADOS”
Los
partidos “Solteros contra Casados” se disputaban en medio de
la calle. Se cortaba la mentada callecita de esquina a esquina y allá iban los
atletas del barrio a correr detrás de la pelota. Las mujeres y los chicos
oficiábamos de tribuna. Por razones obvias, siempre alentábamos a los casados
que, además de su condición de futbolistas, eran padres y maridos.
Estos
eventos deportivos se celebraban en fechas especiales, generalmente los 1º de
enero o los 25 de diciembre. Y eran todo un espectáculo.
A pesar
del aliento con el que contaban los casados, siempre ganaban los solteros. Los
casados podían ser muy habilidosos, pero llevaban consigo una buena dosis de
ravioles domingueros y vino con soda, así que su estado físico era, en la mayor
parte de los casos, bastante deplorable. Los solteros no tenían panza y,
aunque, a Dios gracias, en esa época los patovicas brillaban por su ausencia,
estaban en mejor forma.
Los
partidos “Solteros contra Casados” fueron desapareciendo poco
a poco. Como todo lo que tiene que ver con esa etapa maravillosa que es la
infancia.
LOS “SEA MONKEYS”
Las
estafas son deplorables, pero la estafa a la niñez es la más deplorable de
todas. En la década del ’70 todos los chicos argentinos fuimos estafados por un
vivillo que tuvo la genial ocurrencia de promocionar a las artemias salinas
como pequeños monitos de agua que vivían en un castillitos encantadores y
formaban familias tradicionales, con papás, mamás y simpáticos hijitos.
En un
sobre de papel o cartón o qué se yo, se vendían los huevecitos de las artemias
en estado latente. Había que ponerlos en una pecera y esperar a que crecieran.
En realidad, nunca crecían demasiado (para verlos se necesitaba una lupa) y
tampoco utilizaban ni la montaña rusa que venía en el “Parque de
diversiones” ni corrían carreras en la pista “Derby”. Eran
unos bichitos de mierda parecidos a los camarones o a “Plancton”,
el malo de “Bob Esponja”. Pero yo era tan boluda cuando era chica
que pensaba que iban a crecer, con la coronita con las que se los veía en las
publicidades y todo (mi hijo dice que no eran coronitas, que eran tres
prolongaciones que tenían en la cabeza, pero para mí eran coronitas y
sanseacabó).
Todos los
chicos queríamos tener “Sea Monkeys”. Todos llorábamos y
pataleábamos cuando nuestros padres se resistían a comprarnos los huevecitos de
los mentados monos. Y todos esperamos sentados a que los bichos crecieran.
Todavía
seguimos esperando.
LAS FIGURITAS
Hoy en
día siguen existiendo las figuritas: figuritas de “Puka”, de “Tinker
Bell” (se llamaba “Campanita” en ese tiempo en el que
nadie osaba dudar de la sexualidad del “Ratón Mickey”, del
mismo modo que “Goofy” se llamaba “Tribilín”) y de
cuanta huevada aparece en televisión. Pero figuritas eran las de antes.
Por
ignorar olímpicamente el tema, no voy a hablar de las figuritas “de los
varones”. Recuerdo, sí, que había “cuadradas” y “redondas” y
que, en su mayoría, estaban relacionadas con el deporte.
Las
figuritas “de las nenas” eran bellísimas. Había unas grandes
como tarjetas postales, que representaban a distintas damas con trajes típicos
de diferentes lugares. Los vestidos eran aterciopelados. Un sueño. Y estaban,
por supuesto, las figuritas “con brillantina” (como maestra
jardinera doy fe de que no hay nada que seduzca tanto a una pibita como la
brillantina). Comprábamos álbumes e intentábamos completarlos, pero las
figuritas eran como los muñequitos del “Jack”. Siempre había
alguna “difícil”. Y los álbumes quedaban siempre con algún
hueco que delataba que nos habíamos dado por vencidas o que las figuritas se
habían dejado de fabricar.
Podría
seguir horas y horas enumerando todo aquello que formó parte de mi infancia: el “Segelín”, que
servía para cortar figuras de telgopor (el juguete que nunca pude tener y me
quedó como una de las tantas asignaturas pendientes de mi vida), los “Calquitos” (que
servían para que, aquellos niñitos brutos para el dibujo, adornaran decentemente
sus cuadernos), el “Yo-Yo”, el “Tiki Taka”, las
galletitas que venían en latas de 5 kg y se vendían sueltas (no tenían ni
comparación con los paquetitos de morondanga que venden ahora), el “Ital
Park”, el “Rasti”…
Pero paro
acá. Porque soy una maricona y ya me puse a llorar.
Y porque tengo que ir a lavar la ropa.
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