domingo, 12 de agosto de 2012

ARRIVEDERCI, BABY!


ARRIVEDERCI, BABY!

“Se despidieron y en el adiós ya estaba la bienvenida.” -  Mario Benedetti

Y llegó el día, nomás. El nene se nos fue a Bariloche.

Cabe destacar, antes de continuar con esta crónica, que los genes son perversos y que mi hijo ha heredado mi talante lóbrego. Y que, además, está loco. Sigue siendo, tal como lo catalogó hace unos años una compañerita de escuela con  pretensiones de cool pero bruta como un arado, un marciano de Venus. Así que, lo que en cualquier hogar normal hubieran sido saltos de alegría descontrolada, en mi casa se convirtió en una retahíla de crueles quejas y lamentaciones.
-¿Por qué tengo que ir a ese viaje de mierda? Ojalá apareciera el Hombre Polilla e hiciera pelota el micro. Que no se muera nadie, pero que el micro quede destruido.
-El Hombre Polilla  no ataca. Anuncia catástrofes, nomás. Tendría que atacarlos… a ver… Jeepers Creepers.  Pero ahí si habría muertos, porque se morfaría a unos cuantos.
-Jeepers Creepers no existe.
-Ah, claro, el Hombre Polilla, sí. ¿Sabés qué estaría bueno? Que en algún punto del viaje se dieran cuenta de que el micro lo maneja Freddy  Krueger, como en “Pesadilla 2”.
A esta altura de la conversación, intervino mi marido:
-Raquel, ¿por qué no te dejás de decir estupideces?
-¡Empezó él!
-¡Pero él tiene 17 años!

El armado de la valija suscitó, como era de esperarse, algunos inconvenientes. Después de rogarle a mi vástago durante diez días que la armara, tuve que hacerlo yo, entre gallos y madrugadas.  No fuera cosa de que el chico manoteara  tres o cuatro cosas a último momento, partiera a Bariloche con dos shorts de baño y un par de ojotas, y se me muriera de frío.
-Mirá, nene, en la valija no entra nada más. Solamente te podés llevar un par de zapatillas de gamuza para salir en el bolso de mano. Y los borcegos puestos. Porque los borcegos son muy grandes y no entran en ningún lado.
-No. Yo no me llevo los borcegos puestos. Yo me llevo las zapatillas que tengo puestas ahora. Y los borcegos van a la valija, porque en el bolso de mano voy a llevar dos pares de zapatillas de gamuza.
-¡Esas zapatillas que tenés puestas están rotas y roñosas! Y los borcegos en la valija no entran.
-Vas a ver como entran.
Llegado a este punto, el nene empezó a desarmar la valija que yo había armado con tanto amor.
-¡Ya sé por qué no entran! ¡Porque llenaste la valija de porquerías! ¿Cuándo me viste a mí usar bufanda? ¿Y guantes? ¿Y gorro?
-Nene, te vas a Bariloche en agosto, no a Cancún. Si no llevás todo lo que puse te vas a cagar de frío.  En el bolso de mano va también la cámara de fotos.
-No voy a llevar cámara de fotos.
-¿Cómo que no vas a llevar cámara de fotos? ¡Yo me compré una cámara de fotos nueva para que vos te llevaras la vieja!
-Vos te compraste una cámara de fotos nueva porque tenías ganas. Yo no saco fotos. No me interesa.
-Cuando seas viejo te vas a arrepentir. Llevá la cámara, dale.
Al final, las zapatillas de gamuza fueron a la valija, los borcegos fueron al bolso de mano y la cámara de fotos nunca salió de casa. Eso sí, cuando el pibe se distrajo, volví a meter en la valija la bufanda, los guantes y el gorro hechos un bollo informe.

Ya en la puerta de la escuela, esperando al micro que llevaría a mi pequeño a Bariloche, tuve que insistir (pero mucho) para que el susodicho se dejara sacar alguna mísera foto, cosa de que quedara un testimonio de que sí, de que había ido a su viaje de egresados y de que, milagrosamente, no le había exigido a la policía un cerco perimetral que prohibiera mi acercamiento con respecto a su persona, en un radio de 200 metros.
-Sacate una foto con mamá.
-Sacate una foto con papá.
-Sacate una foto con los chicos.
-Sacate una foto con el micro de fondo.
Ante cada una de mis sugerencias fotográficas, el nene me echaba unas miradas de odio dignas del Anticristo.
-¡Raquel, dejá al chico en paz!
-¡Pero los otros pibes se sacan!
En cuanto el nene se distrajo, me acerqué sigilosamente a uno de sus amigos y le pregunté entre susurros:
-Che, ¿vos llevás cámara de fotos?
-Sí.
-Bueno, haceme un favor. Si se deja sacale dos o tres fotos a mi hijo. Para tener un recuerdo, ¿viste?

Cada vez que quiero llamar la atención de mi marido sobre algo o alguien, lo pellizco sin piedad, vaya uno a saber por qué. Si con decirle “Mirá” es más que suficiente. En medio del tumulto de chicos que querían huir y padres que no los dejaban, el primer pellizcón del día no tardó en llegar.
-Mirá esa mina. Tiene botas de sadomasoquista.
-¿Qué?
-Botas de sadomasoquista. Botas ajustadas hasta la rodilla, con tajo aguja y ojales de metal a lo largo. Son botas de sadomasoquista. ¡A las nueve de la mañana!
-Ay, Raquel, por ahí después se va a trabajar.
-¿Y dónde trabaja con botas de dominatrix? ¿En un prostíbulo?
Otro pellizcón.
-Mirá la linda (la linda es una que se parece a Graciela Alfano o a Adriana Aguirre o a Zulema Yoma  o a cualquiera que esté lo suficientemente tuneada como para que sus rasgos faciales originales hayan desaparecido por completo). Minifalda y botitas de piel. ¡A las nueve de la mañana! El marido debe ser un cornudo. Eso sí, ¡el pelo lo tiene hecho un desaste!
Nuevo pellizcón:
-¿Y esta tipa qué se puso? Esas vinchas en la frente tipo “Un día de paseo en Santa Fe” se dejaron de usar a fines de los ’70. Le faltan los pantalones anchos y la camisa bordada color té. No los habrá encontrado. ¿Ésta también se va a trabajar? ¿A qué se dedica? ¿A bailar en “Música en libertad”?
Mientras yo criticaba los looks desafortunados de las madres de los condiscípulos del nene, uno de los coordinadores del viaje prevenía a los pibes acerca de la portación de drogas y alcohol, argumentando que la policía paraba a los micros y que si llegaba a encontrar alguna sustancia non sancta entre sus pertenencias, los devolvía a Avellaneda con una estampilla en el culo. Fue a mitad de la arenga cuando una madre con aspecto de “Yo me visto en 47 Street, ¿y qué?”, que no paraba de dar saltitos histéricos, empezó a gritar (feliz o drogada, no sé): “¡La falopa está en el bolsillo! ¡La falopa está en el bolsillo!” Mi indignación ante semejante corso a contramano no tenía límites.
-¿A vos te parece? ¡Mirá lo que son estas minas y este hijo de puta se avergüenza de mí porque soy poeta!

Al final, los chicos se fueron y los padres nos quedamos en la vereda con caras de “Los vamos a extrañar”. La madre de Fulana lloraba. Ahí le tocó criticar a mi marido.
-¿Y ésta dónde la mandó a la piba? ¿A África?
-Callate, ¿querés? Vos no sabés lo que siente una madre. Yo no lloro porque el pibe me tiene harta, ¡pero vos no sabés lo que siente una madre!

Recién al otro día, cuando mi hijo ya estaba instalado en Bariloche harto de recibir mensajitos que decían: “Llamame, llamame, llamame”,  pude hablar con él.
-¡Hola, mi amor! ¿Cómo estás?, pregunté ansiosa
-Para el orto, contestó el nene con su proverbial alegría.
-¡Ah, bueno, si estás para el orto estás bien!

 Me quedo más tranquila.

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