ARRIVEDERCI, BABY!
“Se despidieron y en el
adiós ya estaba la bienvenida.” - Mario Benedetti
Y llegó
el día, nomás. El nene se nos fue a Bariloche.
Cabe
destacar, antes de continuar con esta crónica, que los genes son perversos y
que mi hijo ha heredado mi talante lóbrego. Y que, además, está loco. Sigue
siendo, tal como lo catalogó hace unos años una compañerita de escuela
con pretensiones de cool pero bruta como un arado, un
marciano de Venus. Así que, lo que en cualquier hogar normal hubieran
sido saltos de alegría descontrolada, en mi casa se convirtió en una retahíla
de crueles quejas y lamentaciones.
-¿Por qué
tengo que ir a ese viaje de mierda? Ojalá apareciera el Hombre Polilla e
hiciera pelota el micro. Que no se muera nadie, pero que el micro quede
destruido.
-El Hombre
Polilla no ataca. Anuncia catástrofes, nomás. Tendría que atacarlos…
a ver… Jeepers Creepers. Pero ahí si habría muertos,
porque se morfaría a unos cuantos.
-Jeepers
Creepers no existe.
-Ah,
claro, el Hombre Polilla, sí. ¿Sabés qué estaría bueno? Que en
algún punto del viaje se dieran cuenta de que el micro lo maneja Freddy
Krueger, como en “Pesadilla 2”.
A esta
altura de la conversación, intervino mi marido:
-Raquel,
¿por qué no te dejás de decir estupideces?
-¡Empezó
él!
-¡Pero él
tiene 17 años!
El armado
de la valija suscitó, como era de esperarse, algunos
inconvenientes. Después de rogarle a mi vástago durante diez días que la
armara, tuve que hacerlo yo, entre gallos y madrugadas. No fuera cosa de
que el chico manoteara tres o cuatro cosas a último momento, partiera a
Bariloche con dos shorts de baño y un par de ojotas, y se me muriera de frío.
-Mirá,
nene, en la valija no entra nada más. Solamente te podés llevar un par de
zapatillas de gamuza para salir en el bolso de mano. Y los borcegos puestos.
Porque los borcegos son muy grandes y no entran en ningún lado.
-No. Yo
no me llevo los borcegos puestos. Yo me llevo las zapatillas que tengo puestas
ahora. Y los borcegos van a la valija, porque en el bolso de mano voy a llevar
dos pares de zapatillas de gamuza.
-¡Esas zapatillas
que tenés puestas están rotas y roñosas! Y los borcegos en la valija no entran.
-Vas a
ver como entran.
Llegado a
este punto, el nene empezó a desarmar la valija que yo había
armado con tanto amor.
-¡Ya sé
por qué no entran! ¡Porque llenaste la valija de porquerías! ¿Cuándo me viste a
mí usar bufanda? ¿Y guantes? ¿Y gorro?
-Nene, te
vas a Bariloche en agosto, no a Cancún. Si no llevás todo lo que puse te vas a
cagar de frío. En el bolso de mano va también la cámara de fotos.
-No voy a
llevar cámara de fotos.
-¿Cómo
que no vas a llevar cámara de fotos? ¡Yo me compré una cámara de fotos nueva
para que vos te llevaras la vieja!
-Vos te
compraste una cámara de fotos nueva porque tenías ganas. Yo no saco fotos. No
me interesa.
-Cuando
seas viejo te vas a arrepentir. Llevá la cámara, dale.
Al final,
las zapatillas de gamuza fueron a la valija, los borcegos fueron al bolso de
mano y la cámara de fotos nunca salió de casa. Eso sí, cuando el pibe se
distrajo, volví a meter en la valija la bufanda, los guantes y el gorro hechos
un bollo informe.
Ya en la
puerta de la escuela, esperando al micro que llevaría a mi pequeño a Bariloche,
tuve que insistir (pero mucho) para que el susodicho se dejara sacar alguna
mísera foto, cosa de que quedara un testimonio de que sí, de que había ido a su
viaje de egresados y de que, milagrosamente, no le había exigido a la policía
un cerco perimetral que prohibiera mi acercamiento con respecto a su persona,
en un radio de 200 metros.
-Sacate
una foto con mamá.
-Sacate
una foto con papá.
-Sacate
una foto con los chicos.
-Sacate
una foto con el micro de fondo.
Ante cada
una de mis sugerencias fotográficas, el nene me echaba unas
miradas de odio dignas del Anticristo.
-¡Raquel,
dejá al chico en paz!
-¡Pero
los otros pibes se sacan!
En cuanto el
nene se distrajo, me acerqué sigilosamente a uno de sus amigos y le
pregunté entre susurros:
-Che,
¿vos llevás cámara de fotos?
-Sí.
-Bueno,
haceme un favor. Si se deja sacale dos o tres fotos a mi hijo. Para
tener un recuerdo, ¿viste?
Cada vez
que quiero llamar la atención de mi marido sobre algo o alguien, lo pellizco
sin piedad, vaya uno a saber por qué. Si con decirle “Mirá” es
más que suficiente. En medio del tumulto de chicos que querían huir y padres
que no los dejaban, el primer pellizcón del día no tardó en llegar.
-Mirá esa
mina. Tiene botas de sadomasoquista.
-¿Qué?
-Botas de sadomasoquista. Botas ajustadas hasta
la rodilla, con tajo aguja y ojales de metal a lo largo. Son botas de
sadomasoquista. ¡A las nueve de la mañana!
-Ay,
Raquel, por ahí después se va a trabajar.
-¿Y dónde
trabaja con botas de dominatrix? ¿En un prostíbulo?
Otro
pellizcón.
-Mirá la
linda (la linda es una que se parece a Graciela Alfano o a
Adriana Aguirre o a Zulema Yoma o a cualquiera que esté lo
suficientemente tuneada como para que sus rasgos faciales
originales hayan desaparecido por completo). Minifalda y botitas de
piel. ¡A las nueve de la mañana! El marido debe ser un cornudo. Eso sí, ¡el
pelo lo tiene hecho un desaste!
Nuevo
pellizcón:
-¿Y esta
tipa qué se puso? Esas vinchas en la frente tipo “Un día de paseo en
Santa Fe” se dejaron de usar a fines de los ’70. Le faltan los
pantalones anchos y la camisa bordada color té. No los
habrá encontrado. ¿Ésta también se va a trabajar? ¿A qué se dedica? ¿A bailar
en “Música en libertad”?
Mientras
yo criticaba los looks desafortunados de las madres de los
condiscípulos del nene, uno de los coordinadores del viaje
prevenía a los pibes acerca de la portación de drogas y alcohol, argumentando
que la policía paraba a los micros y que si llegaba a encontrar alguna
sustancia non sancta entre sus pertenencias, los devolvía a
Avellaneda con una estampilla en el culo. Fue a mitad de la arenga cuando una madre con
aspecto de “Yo me visto en 47 Street, ¿y qué?”, que no paraba de
dar saltitos histéricos, empezó a gritar (feliz o drogada, no sé): “¡La
falopa está en el bolsillo! ¡La falopa está en el bolsillo!” Mi
indignación ante semejante corso a contramano no tenía
límites.
-¿A vos
te parece? ¡Mirá lo que son estas minas y este hijo de puta se avergüenza de mí
porque soy poeta!
Al final,
los chicos se fueron y los padres nos quedamos en la vereda con caras de “Los
vamos a extrañar”. La madre de Fulana lloraba. Ahí le
tocó criticar a mi marido.
-¿Y ésta
dónde la mandó a la piba? ¿A África?
-Callate,
¿querés? Vos no sabés lo que siente una madre. Yo no lloro porque
el pibe me tiene harta, ¡pero vos no sabés lo que siente una madre!
Recién al
otro día, cuando mi hijo ya estaba instalado en Bariloche harto de recibir
mensajitos que decían: “Llamame, llamame, llamame”, pude
hablar con él.
-¡Hola, mi
amor! ¿Cómo estás?, pregunté ansiosa
-Para el
orto, contestó el nene con su proverbial alegría.
-¡Ah,
bueno, si estás para el orto estás bien!
Me quedo más tranquila.
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