miércoles, 2 de mayo de 2012

DE CHIQUILINA TE MIRABA DE AFUERA


DE CHIQUILINA TE MIRABA DE AFUERA

“¡Fuerza, canejo! 
¡Sufra y no llore, que un hombre macho no debe llorar!”  
“Tomo y obligo”, Manuel Romero

“Si llorás...¡dicen que es el champán!”
 “Milonguita”, Samuel Linnig

“En tu mezcla milagrosa de sabihondos y suicidas, 
yo aprendí filosofía, dados, timba 
y la poesía cruel 
de no pensar más en mí…” 
,“Cafetín de Buenos Aires”, Enrique Santos Discépolo

“Tango, tango, 
vos que estás en todas partes, 
esta noche es la ocasión, 
de que llegue hasta su reja 
el eco de una queja 
de un triste bandoneón.” 
“Lo han visto con otra”, Horacio Pettorossi

El tango, esa música entrañablemente nuestra, apareció en los suburbios bonaerenses a fines del siglo XIX. Al principio, las canciones eran instrumentales y se ejecutaban con guitarra, violín y flauta. Más tarde se incorporó el acordeón, importado de Alemania, que terminó de darle a este género musical su sello tan particular. En sus inicios, el tango se tocaba y se bailaba en los prostíbulos, así que cuando aparecieron las primeras letras versaban sobre temas picarescos. Hasta que a fines de la década del ’10, Pascual Contursi se despachó con “Mi noche triste” y dio origen al tango canción. A partir de “Mi noche triste” cambió la temática de las letras de tango. Según Horacio Salas, Contursi “sensibilizó al tango, lo despojó de máscaras, lo humanizó.” Para eso están los poetas: para subvertir, para cambiar el rumbo de las cosas, para revolucionar mediante la palabra.
Hace algunos años, cuando conducía un programa de radio, llamado “En mi vida” (sé que suena bastante egocéntrico, pero fue un homenaje a The Beatles), tenía un compañero bastante mayor que hacía uno de tango, el Gardeliano, a quien le encantaba mi nombre. Me decía siempre que Raquel era la mujer que volvía loco (que le cagaba la vida, bah) a Carlos Gardel en la película “Cuesta abajo”, de 1934. En el mentado film había dos chicas, una buena y una mala. La buena era Rosa, la modesta muchachita de barrio. La mala era Raquel, la vampiresa que le chupaba la sangre al pobre Carlitos y yiraba con él por Europa y Nueva York. Hasta que el tipo se daba cuenta de que lo turra que era la mina, comprendía que había perdido el tiempo de una forma escandalosa y cantaba “Mi Buenos Aires querido”, con la esperanza de volver a su terruño y, por supuesto, reencontrarse con Rosa, que, por lo visto, era más buena que Lassie con dos cajas de Rivotril encima. Ya se sabe, siempre se vuelve al primer amor.
A mí me parecía simpático eso de ser la mala de la película. Mi nombre me había traído más de un dolor de cabeza cuando a Los Auténticos Decadentes se les ocurrió la feliz idea de grabar “Vení, Raquel”, una canción que me persiguió durante años. La Raquel de los Decadentes era una gorda culona (cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia). La Raquel de “Cuesta abajo”, mala y todo, era otra cosa.
Para ese entonces, yo escuchaba muy poco tango. Había sido mortificada en mi niñez con algunos de los más terribles y no quería saber nada de malevos, papusas, percantas y ranas. A los cuatro años, vuestra servidora entonaba de punta a punta “Sus ojos se cerraron” y se daba la cabeza contra la pared tratando de comprender cómo a un señor al que se le moría la novia se le ocurría ponerse a cantar. Además, ese tango me asustaba un poco: cuando Gardel cantaba yo sé que ahora vendrán caras extrañas, conjeturaba caras realmente extrañas o decididamente monstruosas. Caras gigantes. Con el tiempo comprendí de qué caras hablaba Carlitos (a los cuatro años era viva, pero no tanto). Y supe que eran más indeseables que las que yo imaginaba.
El tío escuchaba mucho tango. Mamá también. Y, además, cantaba. Así que yo, que lloro cuando piso a una hormiga por accidente, me la pasaba largando el trapo. La solterona que se había quedado sin ilusión y sin fe y la fea que iba procurando que el mundo no la viera, me partían el corazón. Ni hablar de la cieguita o del último organito y la vecina muerta. Mi familia es buena gente, no me torturó a sabiendas. Pero me torturó. Me pasé media niñez llorando por Madame Ivonne, Malena, María, Grisel, la rubia Mireya, Estercita y la pobre Estrella, la muchacha de la que hablaba todo el barrio y se tuvo que morir para que el chusmerío se dejara de joder. Eso no se hace.
Recuerdo que mamá cantaba insistentemente qué ganas de llorar en esta tarde gris y yo estaba convencida de que se lo cantaba a papá, que había muerto cuando éramos muy chiquitos. Ese tango también me ponía triste. Igual que el de la pobre viejita de canas muy blancas que se ha quedado sola con cinco medallas que por cinco héroes le entregó la Patria (debo confesar que éste en particular todavía me hace gemir). Otro de los tangos favoritos de mi vieja era “Nieve”, con lobos aullando de hambre, caravanas que parten a Siberia y Olga que no viene. Los rusos que vivían al lado de casa se asomaban por la medianera para pedirle educadamente que cantara algo más alegre.
Para ser justa, debo declarar también que las letras de tango ayudaron a estimular mi imaginación y me permitieron sacar conclusiones impensables para una mocosa, por muy precoz que fuera: había una evidente putona entre la gente de mi entorno y yo no tenía ninguna duda acerca de que el almita que habían arrastrado por el fango era la suya. Además, no todo era llanto. Había cosas que me parecían divertidas: me regocijaba con “Justo el 31” y el mono loco que el cantor chicato había encontrado en un árbol. También me gustaban “Chorra”, “A media luz”, “Que vachaché” y “Garufa”. Eso, hasta que descubrí a The Beatles y Madame Ivonne fue tristemente desplazada por Lady Madonna.
En la adolescencia, obviamente, huí del tango. Me parecía un bajón. A mis pocos años no entendía la nostalgia y los señores que lloraban por viejitas santas y novias muertas me ponían los pelos de punta. El complejo de Edipo tanguero me resultaba insoportable. Ni hablar de los chitrulos que querían con el alma a una mujer y un negro día la abandonban. De los muchachos de antes no me interesaba ni medio. Estaba demasiado ocupada con los muchachos de ahora.
Después de que el Gardeliano celebrara cada semana que me llamara Raquel, aflojé un poquito. Descubrí tangos cuyas letras no tenían nada que envidiarle al verso más exquisito. Así que, cada tanto, me agasajaba con alguno. Había conocido a demasiados pavotes engrupidos hacedores de poemas ininteligibles y estaba harta de las palabras grandilocuentes. La sencilla y profunda poesía del tango me sedujo sin remedio.
Ahora, señores, derrapé y escucho tango a mansalva. Será porque me estoy poniendo vieja y, según mi mamá, a todos los viejos les gusta el tango. Será porque ahora sí comprendo la nostalgia y porque de cada amor que tuve tengo heridas. Será porque uno busca lleno de esperanzas y nunca encuentra demasiado. No sé. La cosa es que, para mi grata sorpresa, descubrí que Madame Ivonne y Lady Madonna son capaces de convivir armoniosamente. De eso se trata la vida, después de todo. La Biblia y el calefón.
Si esto es un cambalache.


Obra Pictórica: Tango en el patio II, Sigfredo Pastor 

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