DE CHIQUILINA TE MIRABA DE AFUERA
“¡Fuerza, canejo!
¡Sufra y no llore, que un hombre macho
no debe llorar!”
“Tomo y obligo”, Manuel Romero
“Si llorás...¡dicen que es el champán!”
“Milonguita”, Samuel Linnig
“En tu mezcla milagrosa de sabihondos y suicidas,
yo aprendí filosofía, dados,
timba
y la poesía cruel
de no pensar más en mí…”
,“Cafetín de Buenos Aires”, Enrique
Santos Discépolo
“Tango, tango,
vos que estás en todas partes,
esta noche es la ocasión,
de que llegue hasta su reja
el eco de una queja
de un triste bandoneón.”
“Lo han visto con otra”, Horacio
Pettorossi
El tango, esa música
entrañablemente nuestra, apareció en los suburbios bonaerenses a fines del
siglo XIX. Al principio, las canciones eran instrumentales y se ejecutaban con
guitarra, violín y flauta. Más tarde se incorporó el acordeón, importado de
Alemania, que terminó de darle a este género musical su sello tan particular.
En sus inicios, el tango se tocaba y se bailaba en los prostíbulos, así que
cuando aparecieron las primeras letras versaban sobre temas picarescos. Hasta
que a fines de la década del ’10, Pascual Contursi se despachó con “Mi
noche triste” y dio origen al tango canción. A partir
de “Mi noche triste” cambió la temática de las letras de
tango. Según Horacio Salas, Contursi “sensibilizó al tango, lo despojó
de máscaras, lo humanizó.” Para eso están los poetas: para subvertir,
para cambiar el rumbo de las cosas, para revolucionar mediante la palabra.
Hace algunos años,
cuando conducía un programa de radio, llamado “En mi vida” (sé
que suena bastante egocéntrico, pero fue un homenaje a The Beatles),
tenía un compañero bastante mayor que hacía uno de tango, el Gardeliano,
a quien le encantaba mi nombre. Me decía siempre que Raquel era
la mujer que volvía loco (que le cagaba la vida, bah) a Carlos Gardel en la
película “Cuesta abajo”, de 1934. En el mentado film había dos
chicas, una buena y una mala. La buena era Rosa, la modesta
muchachita de barrio. La mala era Raquel, la vampiresa que le
chupaba la sangre al pobre Carlitos y yiraba con él por Europa
y Nueva York. Hasta que el tipo se daba cuenta de que lo turra que era la mina,
comprendía que había perdido el tiempo de una forma escandalosa y cantaba “Mi
Buenos Aires querido”, con la esperanza de volver a su terruño y, por
supuesto, reencontrarse con Rosa, que, por lo visto, era más
buena que Lassie con dos cajas de Rivotril encima.
Ya se sabe, siempre se vuelve al primer amor.
A mí me parecía simpático
eso de ser la mala de la película. Mi nombre me había traído
más de un dolor de cabeza cuando a Los Auténticos Decadentes se
les ocurrió la feliz idea de grabar “Vení, Raquel”, una
canción que me persiguió durante años. La Raquel de los Decadentes era
una gorda culona (cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia). La Raquel de “Cuesta
abajo”, mala y todo, era otra cosa.
Para ese entonces, yo
escuchaba muy poco tango. Había sido mortificada en mi niñez con algunos de los
más terribles y no quería saber nada de malevos, papusas, percantas y ranas. A
los cuatro años, vuestra servidora entonaba de punta a punta “Sus ojos
se cerraron” y se daba la cabeza contra la pared tratando de
comprender cómo a un señor al que se le moría la novia se le ocurría ponerse a
cantar. Además, ese tango me asustaba un poco: cuando Gardel cantaba yo
sé que ahora vendrán caras extrañas, conjeturaba caras realmente
extrañas o decididamente monstruosas. Caras gigantes. Con el tiempo
comprendí de qué caras hablaba Carlitos (a los cuatro años era viva, pero no
tanto). Y supe que eran más indeseables que las que yo imaginaba.
El tío escuchaba
mucho tango. Mamá también. Y, además, cantaba. Así que yo, que lloro cuando
piso a una hormiga por accidente, me la pasaba largando el trapo. La
solterona que se había quedado sin ilusión y sin fe y la fea
que iba procurando que el mundo no la viera, me partían el corazón. Ni
hablar de la cieguita o del último organito y la
vecina muerta. Mi familia es buena gente, no me torturó a sabiendas.
Pero me torturó. Me pasé media niñez llorando por Madame Ivonne,
Malena, María, Grisel, la rubia Mireya, Estercita y la pobre Estrella, la
muchacha de la que hablaba todo el barrio y se tuvo que morir para que el
chusmerío se dejara de joder. Eso no se hace.
Recuerdo que mamá
cantaba insistentemente qué ganas de llorar en esta tarde gris y
yo estaba convencida de que se lo cantaba a papá, que había muerto cuando
éramos muy chiquitos. Ese tango también me ponía triste. Igual que el de la
pobre viejita de canas muy blancas que se ha quedado sola con cinco medallas
que por cinco héroes le entregó la Patria (debo confesar que éste en
particular todavía me hace gemir). Otro de los tangos favoritos de mi vieja era “Nieve”, con lobos
aullando de hambre, caravanas que parten a Siberia y Olga que no viene. Los
rusos que vivían al lado de casa se asomaban por la medianera para pedirle
educadamente que cantara algo más alegre.
Para ser justa, debo
declarar también que las letras de tango ayudaron a estimular mi imaginación y
me permitieron sacar conclusiones impensables para una mocosa, por muy precoz
que fuera: había una evidente putona entre la gente de mi entorno y yo no tenía
ninguna duda acerca de que el almita que habían arrastrado por el fango era
la suya. Además, no todo era llanto. Había cosas que me parecían divertidas: me
regocijaba con “Justo el 31” y el mono loco que el
cantor chicato había encontrado en un árbol. También me gustaban “Chorra”,
“A media luz”, “Que vachaché” y “Garufa”. Eso, hasta
que descubrí a The Beatles y Madame Ivonne fue
tristemente desplazada por Lady Madonna.
En la adolescencia,
obviamente, huí del tango. Me parecía un bajón. A mis pocos
años no entendía la nostalgia y los señores que lloraban por viejitas
santas y novias muertas me ponían los pelos de punta.
El complejo de Edipo tanguero me resultaba insoportable. Ni
hablar de los chitrulos que querían con el alma a una mujer y un negro
día la abandonban. De los muchachos de antes no me
interesaba ni medio. Estaba demasiado ocupada con los muchachos de ahora.
Después de que el
Gardeliano celebrara cada semana que me llamara Raquel, aflojé
un poquito. Descubrí tangos cuyas letras no tenían nada que envidiarle al verso
más exquisito. Así que, cada tanto, me agasajaba con alguno. Había conocido a
demasiados pavotes engrupidos hacedores de poemas ininteligibles y estaba harta
de las palabras grandilocuentes. La sencilla y profunda poesía del tango me
sedujo sin remedio.
Ahora, señores,
derrapé y escucho tango a mansalva. Será porque me estoy poniendo vieja y,
según mi mamá, a todos los viejos les gusta el tango. Será porque ahora sí
comprendo la nostalgia y porque de cada amor que tuve tengo heridas. Será
porque uno busca lleno de esperanzas y nunca encuentra
demasiado. No sé. La cosa es que, para mi grata sorpresa, descubrí que Madame
Ivonne y Lady Madonna son capaces de convivir
armoniosamente. De eso se trata la vida, después de todo. La Biblia y
el calefón.
Si
esto es un cambalache.
Obra Pictórica: Tango en el patio II, Sigfredo Pastor
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