PARTE DE LA RELIGIÓN
"Beber cerveza es
fácil. Destrozar la habitación de un hotel es fácil. Pero ser cristiano, eso es
duro. ¡Eso es una verdadera rebelión!". –
Alice Cooper
Cuando yo
era chica, mi tío trabajaba en una empresa que comercializaba productos de
amianto. El logo de la empresa (que yo solía ver en sobres y papeles varios)
era un hombrecito vestido con un traje de amianto y rodeado de llamas que se
alzaban más allá de su cabeza.
-¿Vos
dónde trabajás, tío, que hay tanto fuego? – solía preguntar, obnubilada por las
enormes llamaradas.
-En el
Infierno. – contestaba el tío, que para esa época todavía era bastante jodón.
Así que
yo crecí convencida de que existía el Infierno (¿cómo no iba a existir si mi
tío trabajaba ahí?) y, por lo tanto, existía también su contraparte celestial.
A lo
largo de mi vida creí, no creí, volví a creer, descreí, etc., etc. Hasta llegar
a mi presente estado de gracia, tan bien descripto por Machado: “esta
segunda inocencia que da el no creer en nada”.
CATÓLICA – EL PESO DE LA TRADICIÓN
Tal como
dice una vieja balada con la que solían atormentarme en mi infancia (a la
vuelta de mi casa había una pizzería con una rockola alucinante que vomitaba
canciones lastimosas) nací, como nace cualquiera, llorando, llorando. Enseguida
papá y mamá procedieron a cristianizarme y tuve mi bautismo como Dios manda, en
la sacrosanta Iglesia Católica. Creo que entré al mundo de la religión con la
pata izquierda: la elección de los padrinos fue deplorable. A mi madrina la vi
por última vez cuando tenía 19 años, en el velorio de mi abuelo. “¿Quién
es esta chica?”, preguntó la gorda entre lágrimas más falsas que una moneda
de goma. “Tu ahijada, boluda”, pensé yo, pero no dije nada porque
en el código de convivencia que tengo incorporado desde pequeñita se aclara
debidamente que no hay que hacer quilombo en los velorios. A mi padrino lo veo
cada tanto por la calle, pero hace como que no me conoce (yo hago otro tanto,
por supuesto).
La verdad
es que no recuerdo haber ido a misa una sola vez en toda mi infancia. La
Iglesia era el lugar donde uno aterrizaba en los bautismos, los casamientos y
las comuniones de los primos. Y estaba bien así: una cosa es ser católico y,
otra muy distinta, ser chupacirios. LaPrimera Comunión no la tomé, algo
que lamenté en su momento, porque yo quería el vestidito.
De
adolescente me di alguna vueltita por la parroquia del barrio, pero nunca
terminé de sentirme cómoda en un templo donde podías llorar a los gritos sin
que nadie te diera bola y en el que sólo existías para los otros creyentes cuando
llegaba el momento del besito y de la paz sea contigo. Así que
decidí que la Iglesia Católica no iba más y partí en busca de nuevos aires.
EVANGELISTA - NOS GOZAMOS PORQUE DIOS ESTÁ AQUÍ
Mamá
tenía una amiga (divina) que era evangelista. El marido se había deslomado
trabajando, pero ella tenía su casa gracias a Dios. De
chiquita me había llevado una vez a la escuelita dominical, una
suerte de catequesis evangélica, y a mí me había encantado. Pero como rompí las
bolas una semana seguida con Sansón y Dalila, mi
vieja me prohibió volver (azuzada por mi abuela, claro; ya saben que mi abuela
era la Reina Madre y de ella dependían todas las decisiones
que se tomaban en la familia). Pero a los 16 años tuve libre albedrío para
elegir la Iglesia donde quería quemarme el seso, así que empecé a ir al culto.
A favor
de la Iglesia Evangélica tengo que decir que, en sus filas, uno no es un número
más. Todo el mundo te conoce, todo el mundo sabe quién sos y nadie te deja
llorar sola en un rincón sin preocuparse por lo que te pasa. La Iglesia
Evangélica es una iglesia joven, que no lleva 2000 años dormida en sus
laureles, y se ocupa de cada uno de sus fieles porque los necesita y no quiere
perderlos.
Pensé que
podía encajar en esta comunidad de aleluyas y glorias
a Dios. Quería encajar. Pero no había caso. Cuando había que
arrodillarse para orar, puteaba por lo bajo porque me dolían las piernas y se
me enganchaban las medias. Y en cuanto bajaba el
Espíritu Santo y todo el mundo entraba en trance y empezaba a hablar en lenguas
desconocidas, me quedaba perpleja y desolada, porque a mí no me bajaba nada y
lo único que podía decir en lenguas era “Bonjour
Madame, Lundi! Comment va, Madame Mardi? Très bien, Madame Mercredi!”, y
eso porque lo había aprendido en la escuela.
Me la
banqué un tiempo, hasta que el culto entró en conflicto con el baile. No
me interesaba tener tratos con Satanás, pero a bailar quería ir. Así que
agradecí a todos su amable atención e hice mutis por el foro.
CATÓLICA II – EL REGRESO
En
realidad, yo no tenía intención de regresar a las filas de la Iglesia Católica.
Pero la hija de una amiga muy querida se encajetó con que fuera su
madrina de Confirmación. Así que, para no decepcionar a la chiquita, hice
un curso acelerado para tomar la Comunión y confirmarme el mismo día.
No recuerdo mucho del cursito en cuestión, se ve que fue bastante
intrascendente, pero lo que sí recuerdo fue mi primera (y única) confesión
antes del cristianísimo evento. Como le tenía cagazo al Padre Osvaldo, traté de
buscarme un curita que fuera un poco más piola. Ingenua como era a los 24 años,
pensé que confesarse era decir la verdad y nada más
que la verdad, lo juro, como en una serie yanqui ambientada en
un buffet de abogados. Y ahí fui, a confesarme alegremente, pensando que si en
la década del ’70 salía cada tanto en el diario una foto de Videla comulgando,
lo mío iba a ser coser y cantar.
Craso
error: el cura me recontra cagó a pedos y me hizo sentir la más pecadora de las
féminas después de Eva y la manzana. Así que me mantuve impoluta un par de días
después de la confesión (y el consiguiente castigo), tomé la Comunión, me
confirmé, fui madrina de la pequeñita que requería mis servicios, y juré que nunca
más pisaba una iglesia.
TENGO MIS DUDAS, TENGO MIS DUDAS – NO CREO EN ANGELITOS
Después
de mis experiencias nada edificantes en las mentadas iglesias, decidí que no
creía más en nada. Bueno, sí, creía. Creía en Dios como en una gran masa de
energía cósmica que no intervenía para nada en la vida de las personas.
Los milagros siempre
me parecieron lo más antidemocrático del mundo: ¿por qué a éste sí y a éste no?
Jamás lo pude entender, así que descarté de plano la existencia de los sucesos
prodigiosos orquestados por Dios y sus huestes angélicas.
En aquel
entonces tenía una amiga que quería convencerme, a toda costa, de la existencia
de los ángeles. Había leído un par de libros de Víctor Sueiro y esgrimía lo
dicho por el resucitado escritor como una evidencia irrefutable de la presencia
de los espíritus celestiales.
-Los
ángeles existen. Todos tenemos un ángel que vela por nosotros y nos protege
ante las situaciones de peligro.
-La
verdad es que yo en los ángeles no creo.
-Mirá, yo
leí sobre el caso de una chica que cruzó un parque de noche, donde había una
patota. Y la patota no le hizo nada. A la chica que pasó después que ella, la
violaron y la mataron. Y cuando le preguntaron a los delincuentes por qué no
habían atacado a la primera chica, dijeron que era porque ella no estaba sola:
estaba con un hombre alto que caminaba a su lado. ¡Era su ángel protector!,
¿entendés?
-¿Y me
querés decir qué mierda estaba haciendo el ángel protector de la mina que
amasijaron? ¿Estaba dormido o se estaba limando las uñas? ¡Dejate de joder con
esas boludeces!
CATÓLICA III – Y SEGUIMOS CON LA TRADICIÓN
Aunque
unos años antes había jurado no volver a pisar una iglesia, cuando nació mi
hijo pesó más la tradición que el sentido común y decidí bautizarlo. Mi bebé,
al que le faltaba un mes para cumplir un año cuando fue cristianizado, había
aprendido por esos días a chistar pidiendo silencio. Así que se pasó toda la
ceremonia haciendo chsssssssss como la lechuza e instando al
párroco a que se dejara de decir huevadas.
Cumplido
el trámite, me congratulé por no tener que volver a la bendita Iglesia Católica
hasta que mi retoño tuviera que tomar su Primera Comunión.
De haber
sido por mí, no hubiera tomado la Primera Comunión. Con el Bautismo
alcanzaba y sobraba. Pero mi marido insistió, insistió e insistió y yo terminé
aflojando (claro, fui yo y no él la que se comió dos años de Catequesis
Familiar).
Todos los
viernes a la nochecita tenía que ir a la Iglesia a recibir las clases de un
matrimonio católico, que me ilustraba acerca de lo que tenía que enseñarle a mi
hijo para que el domingo llegara preparado a su clase de catecismo. El
matrimonio era bárbaro, pero yo soy una persona díscola. Me la pasaba
buscándole el pelo al huevo y ponía en duda la mitad de las cosas que me
decían.
Aunque
suelo referirme al señor que duerme conmigo como mi marido, debo
aclarar que vivo en alegre concubinato. Por lo tanto, me estaban vedados
ciertos privilegios, como el de comulgar (cosa que no me interesaba demasiado,
pero ya dije que soy una persona díscola).
-Fulano
es un hijo de puta, maltrata a los viejos que atiende y les cobra cuando no
debería hacerlo, porque para pagarle está PAMI (Fulano era médico, obviamente).
Y sin embargo él y la mujer comulgan todos los domingos y hasta le sacan lustre
a los zapatos del cura.
-Cada uno
sabe lo que hace, Raquel. Y Dios sabe lo que hace cada uno.
-Sí, pero
yo creo que a la Iglesia le importa un rábano si uno es buena o mala persona,
si jode a los otros o no. A la Iglesia lo único que le importa es si uno
fornica. Si viene un gordo de 200 kilos a nadie se le ocurre negarle la
Comunión, aunque la gula es tan pecado capital como la lujuria. Es como yo
digo: a la Iglesia sólo le interesa meterse debajo de tus sábanas.
-Cada uno
sabe lo que hace, Raquel. Y Dios sabe lo que hace cada uno.
-Ok, ok.
Me banqué
como una señorita inglesa los dos años de Catequesis Familiar. Al principio
insistía con mis quijotadas y mis luchas estériles contra los molinos de
viento, pero un día me di por vencida. Una de mis compañeras, una
tipa de esas que son tan buenas que te hacen sospechar, propuso una cadena
de oración a favor de una beba que necesitaba un transplante urgente
de corazón.
-Rezar
está bueno, pero también tendríamos que hacer algo más. Una campaña para
concientizar a la gente que viene a la Iglesia de la importancia de donar
órganos. Yo tengo mi carnet de INCUCAI, hace años que soy posible
donante.
-¿Sabés
que pasa, Raquel? Yo no estoy segura de querer ser donante porque hay tanta
corrupción, ¿viste? ¿Y si los órganos los venden en lugar de dárselos a quienes
los necesitan?
-Sí, ¿y
si te marcan porque sos donante y tenés un accidente que no es tan accidente?
-A mí eso
de que me mutilen, aún después de muerta, mucha gracia no me hace.
-Yo
quiero que me entierren enterita. (Ésta tenía, por ahí, alguna inquietud
ecológica: los gusanos también tienen que comer).
“Son todos una manga de chupa cirios hipócritas”, pensé yo, pero me puse a rezar para no desentonar con el resto.
Mi hijo
tomó su Primera Comunión y otra vez volví a jurar que nunca
más pisaba una iglesia. Por lo menos, hasta que el guacho se case.
RELIGIONES ORIENTALES – REENCARNEMOS QUE SE ACABA EL MUNDO
Siempre
me atrajeron las religiones brahmánicas (supongo que por afinidad con George
Harrison) y un día concluí que, de todas las propuestas religiosas, la más coherente (¿?)
era la que postulaba la existencia de la reencarnación (bueno, no sé si la más coherente,
pero sí la más justa: tenés esto porque hiciste esto y
sanseacabó).
Practicar
disciplinas orientales en Occidente es tan fácil como cantar loas a Fidel
Castro sentado en una pizzería de la calle Corrientes, con una porción de
mozzarella en una mano y un vaso de moscato en la otra. Se pasteurizan para que
se adapten a nuestra mentalidad y se les suprime todo lo incómodo, todo lo
desagradable y todo lo que implique cierto sacrificio (de eso se trata la New
Age, después de todo). Es así como los occidentales adoptamos la
teoría de la reencarnación, sin comprometernos con su carga punitiva, y, como
para esta parte del planeta la reencarnación no puede ser jamás una involución,
hacemos meditación trascendental y después nos comemos un sándwich de jamón sin
ninguna culpa, porque no concebimos que el cerdito que nos estamos devorando
tenía un alma que, por algún oscuro propósito de aprendizaje, había ido a parar
al cuerpo de la bestia sandwichera. Aprendizaje que nuestra gula desenfrenada
dejó trunco (y ahora, esa pobre almita, va a tener que volver a la vida
nuevamente en el cuerpo de un chancho).
Las
religiones que se basan en la creencia de la reencarnación, promueven el
desapego, no sólo a lo material, sino también a los afectos. La finalidad del
creyente es la supresión del deseo. ¿Cómo se explica entonces que den
cátedra sobre reencarnación psiquiatras multimillonarios que organizan sus cursos en
yates y hoteles de lujo? Cursos a los que asisten señoras gordas que, por
supuesto, no suprimieron su deseo de comer. Misterios de Occidente.
Me metí
de cabeza en el asunto de la reencarnación occidentalizada, leí de
punta a punta todos los libros de Brian Weiss y hasta arrastré a mi pobre
marido a una conferencia que el mentado psiquiatra (arrolladoramente
carismático) dio en la Feria del Libro. La conferencia era gratuita, pero
si uno quería seguir indagando en el asunto de las vidas pasadas,
podía anotarse para un seminario de dos días en el Hotel Sheraton,
que se pagaba, obviamente, en dólares.
-¿Querés
ir? – preguntó mi marido, que, a veces, es un santo.
-No,
dejá. ¡Es muy caro! – contesté, en uno de los pocos ataques de lucidez que tuve
en mi vida.
Pero
seguí rompiendo las bolas con el asunto de las vidas pasadas hasta
que inicié una “Terapia de Regresión” y, después de haberme
paseado por todos los decorados de Hollywood de los años ’50 (yo no estuve en
Roma, estuve en el plató de “Quo Vadis?”), llegué a la conclusión
de que todo era un gran camelo. Se acabó la reencarnación. Otra vez en bolas.
¿Y ahora? Ahora me declaré agnóstica. Supongo
que el mío es un agnosticismo débil, una postura personal
relacionada con el escepticismo. Qué se yo.
Por el
momento no pienso incursionar en ninguna otra corriente religiosa. Pero, además
de ser una persona díscola, soy una almita sumamente volátil.
Así que, ¡quién sabe! Por ahí el año que viene estoy celebrando
Hannukah.
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