jueves, 29 de septiembre de 2011

PARTE DE LA RELIGIÓN


PARTE DE LA RELIGIÓN

"Beber cerveza es fácil. Destrozar la habitación de un hotel es fácil. Pero ser cristiano, eso es duro. ¡Eso es una verdadera rebelión!". –
Alice Cooper

Cuando yo era chica, mi tío trabajaba en una empresa que comercializaba productos de amianto. El logo de la empresa (que yo solía ver en sobres y papeles varios) era un hombrecito vestido con un traje de amianto y rodeado de llamas que se alzaban más allá de su cabeza.
-¿Vos dónde trabajás, tío, que hay tanto fuego? – solía preguntar, obnubilada por las enormes llamaradas.
-En el Infierno. – contestaba el tío, que para esa época todavía era bastante jodón.
Así que yo crecí convencida de que existía el Infierno (¿cómo no iba a existir si mi tío trabajaba ahí?) y, por lo tanto, existía también su contraparte celestial.
A lo largo de mi vida creí, no creí, volví a creer, descreí, etc., etc. Hasta llegar a mi presente estado de gracia, tan bien descripto por Machado: “esta segunda inocencia que da el no creer en nada”.

 CATÓLICA – EL PESO DE LA TRADICIÓN

Tal como dice una vieja balada con la que solían atormentarme en mi infancia (a la vuelta de mi casa había una pizzería con una rockola alucinante que vomitaba canciones lastimosas) nací, como nace cualquiera, llorando, llorando. Enseguida papá y mamá procedieron a cristianizarme y tuve mi bautismo como Dios manda, en la sacrosanta Iglesia Católica. Creo que entré al mundo de la religión con la pata izquierda: la elección de los padrinos fue deplorable. A mi madrina la vi por última vez cuando tenía 19 años, en el velorio de mi abuelo. “¿Quién es esta chica?”, preguntó la gorda entre lágrimas más falsas que una moneda de goma. “Tu ahijada, boluda”, pensé yo, pero no dije nada porque en el código de convivencia que tengo incorporado desde pequeñita se aclara debidamente que no hay que hacer quilombo en los velorios. A mi padrino lo veo cada tanto por la calle, pero hace como que no me conoce (yo hago otro tanto, por supuesto).
La verdad es que no recuerdo haber ido a misa una sola vez en toda mi infancia. La Iglesia era el lugar donde uno aterrizaba en los bautismos, los casamientos y las comuniones de los primos. Y estaba bien así: una cosa es ser católico y, otra muy distinta, ser chupacirios. LaPrimera Comunión no la tomé, algo que lamenté en su momento, porque yo quería el vestidito.
De adolescente me di alguna vueltita por la parroquia del barrio, pero nunca terminé de sentirme cómoda en un templo donde podías llorar a los gritos sin que nadie te diera bola y en el que sólo existías para los otros creyentes cuando llegaba el momento del besito y de la paz sea contigo. Así que decidí que la Iglesia Católica no iba más y partí en busca de nuevos aires.

EVANGELISTA -  NOS GOZAMOS PORQUE DIOS ESTÁ AQUÍ

Mamá tenía una amiga (divina) que era evangelista. El marido se había deslomado trabajando, pero ella tenía su casa gracias a Dios. De chiquita me había llevado una vez a la escuelita dominical, una suerte de catequesis evangélica, y a mí me había encantado. Pero como rompí las bolas una semana seguida con Sansón y Dalila, mi vieja me prohibió volver (azuzada por mi abuela, claro; ya saben que mi abuela era la Reina Madre y de ella dependían todas las decisiones que se tomaban en la familia). Pero a los 16 años tuve libre albedrío para elegir la Iglesia donde quería quemarme el seso, así que empecé a ir al culto.
A favor de la Iglesia Evangélica tengo que decir que, en sus filas, uno no es un número más. Todo el mundo te conoce, todo el mundo sabe quién sos y nadie te deja llorar sola en un rincón sin preocuparse por lo que te pasa. La Iglesia Evangélica es una iglesia joven, que no lleva 2000 años dormida en sus laureles, y se ocupa de cada uno de sus fieles porque los necesita y no quiere perderlos.
Pensé que podía encajar en esta comunidad de aleluyas glorias a Dios. Quería encajar. Pero no había caso. Cuando había que arrodillarse para orar, puteaba por lo bajo porque me dolían las piernas y se me enganchaban las medias. Y en cuanto bajaba el  Espíritu Santo y todo el mundo entraba en trance y empezaba a hablar en lenguas desconocidas, me quedaba perpleja y desolada, porque a mí no me bajaba nada y lo único que podía decir en lenguas era “Bonjour Madame, Lundi! Comment va, Madame Mardi? Très bien, Madame Mercredi!”, y eso porque lo había aprendido en la escuela.
Me la banqué un tiempo, hasta que el culto entró en conflicto con el baile. No me interesaba tener tratos con Satanás, pero a bailar quería ir. Así que agradecí a todos su amable atención e hice mutis por el foro.

 CATÓLICA II – EL REGRESO

En realidad, yo no tenía intención de regresar a las filas de la Iglesia Católica. Pero la hija de una amiga muy querida se encajetó con que  fuera su madrina de Confirmación. Así que, para no decepcionar a la chiquita, hice un curso acelerado para tomar la Comunión y confirmarme el mismo día. No recuerdo mucho del cursito en cuestión, se ve que fue bastante intrascendente, pero lo que sí recuerdo fue mi primera (y única) confesión antes del cristianísimo evento. Como le tenía cagazo al Padre Osvaldo, traté de buscarme un curita que fuera un poco más piola. Ingenua como era a los 24 años, pensé que confesarse era decir la verdad y nada más que la verdad, lo juro, como en una serie yanqui  ambientada en un buffet de abogados. Y ahí fui, a confesarme alegremente, pensando que si en la década del ’70 salía cada tanto en el diario una foto de Videla comulgando, lo mío iba a ser coser y cantar.
Craso error: el cura me recontra cagó a pedos y me hizo sentir la más pecadora de las féminas después de Eva y la manzana. Así que me mantuve impoluta un par de días después de la confesión (y el consiguiente castigo), tomé la Comunión, me confirmé, fui madrina de la pequeñita que requería mis servicios, y juré que nunca más pisaba una iglesia.

 TENGO MIS DUDAS, TENGO MIS DUDAS – NO CREO EN ANGELITOS

Después de mis experiencias nada edificantes en las mentadas iglesias, decidí que no creía más en nada. Bueno, sí, creía. Creía en Dios como en una gran masa de energía cósmica que no intervenía para nada en la vida de las personas.
Los milagros siempre me parecieron lo más antidemocrático del mundo: ¿por qué a éste sí y a éste no? Jamás lo pude entender, así que descarté de plano la existencia de los sucesos prodigiosos orquestados por Dios y sus huestes angélicas.
En aquel entonces tenía una amiga que quería convencerme, a toda costa, de la existencia de los ángeles. Había leído un par de libros de Víctor Sueiro y esgrimía lo dicho por el resucitado escritor como una evidencia irrefutable de la presencia de los espíritus celestiales.
-Los ángeles existen. Todos tenemos un ángel que vela por nosotros y nos protege ante las situaciones de peligro.
-La verdad es que yo en los ángeles no creo.
-Mirá, yo leí sobre el caso de una chica que cruzó un parque de noche, donde había una patota. Y la patota no le hizo nada. A la chica que pasó después que ella, la violaron y la mataron. Y cuando le preguntaron a los delincuentes por qué no habían atacado a la primera chica, dijeron que era porque ella no estaba sola: estaba con un hombre alto que caminaba a su lado. ¡Era su ángel protector!, ¿entendés?
-¿Y me querés decir qué mierda estaba haciendo el ángel protector de la mina que amasijaron? ¿Estaba dormido o se estaba limando las uñas? ¡Dejate de joder con esas boludeces!

CATÓLICA III – Y SEGUIMOS CON LA TRADICIÓN

Aunque unos años antes había jurado no volver a pisar una iglesia, cuando nació mi hijo pesó más la tradición que el sentido común y decidí bautizarlo. Mi bebé, al que le faltaba un mes para cumplir un año cuando fue cristianizado, había aprendido por esos días a chistar pidiendo silencio. Así que se pasó toda la ceremonia haciendo chsssssssss como la lechuza e instando al párroco a que se dejara de decir huevadas.
Cumplido el trámite, me congratulé por no tener que volver a la bendita Iglesia Católica hasta que mi retoño tuviera que tomar su Primera Comunión.
De haber sido por mí, no hubiera tomado la Primera Comunión. Con el Bautismo alcanzaba y sobraba. Pero mi marido insistió, insistió e insistió y yo terminé aflojando (claro, fui yo y no él la que se comió dos años de Catequesis Familiar).
Todos los viernes a la nochecita tenía que ir a la Iglesia a recibir las clases de un matrimonio católico, que me ilustraba acerca de lo que tenía que enseñarle a mi hijo para que el domingo llegara preparado a su clase de catecismo. El matrimonio era bárbaro, pero yo soy una persona díscola. Me la pasaba buscándole el pelo al huevo y ponía en duda la mitad de las cosas que me decían.
Aunque suelo referirme al señor que duerme conmigo como mi marido, debo aclarar que vivo en alegre concubinato. Por lo tanto, me estaban vedados ciertos privilegios, como el de comulgar (cosa que no me interesaba demasiado, pero ya dije que soy una persona díscola).
-Fulano es un hijo de puta, maltrata a los viejos que atiende y les cobra cuando no debería hacerlo, porque para pagarle está PAMI (Fulano era médico, obviamente). Y sin embargo él y la mujer comulgan todos los domingos y hasta le sacan lustre a los zapatos del cura.
-Cada uno sabe lo que hace, Raquel. Y Dios sabe lo que hace cada uno.
-Sí, pero yo creo que a la Iglesia le importa un rábano si uno es buena o mala persona, si jode a los otros o no. A la Iglesia lo único que le importa es si uno fornica. Si viene un gordo de 200 kilos a nadie se le ocurre negarle la Comunión, aunque la gula es tan pecado capital como la lujuria. Es como yo digo: a la Iglesia sólo le interesa meterse debajo de tus sábanas.
-Cada uno sabe lo que hace, Raquel. Y Dios sabe lo que hace cada uno.
-Ok, ok.
Me banqué como una señorita inglesa los dos años de Catequesis Familiar. Al principio insistía con mis quijotadas y mis luchas estériles contra los molinos de viento, pero un día me di por vencida. Una de mis compañeras, una tipa de esas que son tan buenas que te hacen sospechar, propuso una cadena de oración a favor de una beba que necesitaba un transplante urgente de corazón.
-Rezar está bueno, pero también tendríamos que hacer algo más. Una campaña para concientizar a la gente que viene a la Iglesia de la importancia de donar órganos. Yo tengo mi carnet de INCUCAI, hace años que soy posible donante.
-¿Sabés que pasa, Raquel? Yo no estoy segura de querer ser donante porque hay tanta corrupción, ¿viste? ¿Y si los órganos los venden en lugar de dárselos a quienes los necesitan?
-Sí, ¿y si te marcan porque sos donante y tenés un accidente que no es tan accidente?
-A mí eso de que me mutilen, aún después de muerta, mucha gracia no me hace.
-Yo quiero que me entierren enterita. (Ésta tenía, por ahí, alguna inquietud ecológica: los gusanos también tienen que comer).
“Son todos una manga de chupa cirios hipócritas”, pensé yo, pero me puse a rezar para no desentonar con el resto.
Mi hijo tomó su Primera Comunión y otra vez volví a jurar que nunca más pisaba una iglesia. Por lo menos, hasta que el guacho se case.

RELIGIONES ORIENTALES – REENCARNEMOS QUE SE ACABA EL MUNDO

Siempre me atrajeron las religiones brahmánicas (supongo que por afinidad con George Harrison) y un día concluí que, de todas las propuestas religiosas, la más coherente (¿?) era la que postulaba la existencia de la reencarnación (bueno, no sé si la más coherente, pero sí la más justa: tenés esto porque hiciste esto y sanseacabó).
Practicar disciplinas orientales en Occidente es tan fácil como cantar loas a Fidel Castro sentado en una pizzería de la calle Corrientes, con una porción de mozzarella en una mano y un vaso de moscato en la otra. Se pasteurizan para que se adapten a nuestra mentalidad y se les suprime todo lo incómodo, todo lo desagradable y todo lo que implique cierto sacrificio (de eso se trata la New Age, después de todo). Es así como los occidentales adoptamos la teoría de la reencarnación, sin comprometernos con su carga punitiva, y, como para esta parte del planeta la reencarnación no puede ser jamás una involución, hacemos meditación trascendental y después nos comemos un sándwich de jamón sin ninguna culpa, porque no concebimos que el cerdito que nos estamos devorando tenía un alma que, por algún oscuro propósito de aprendizaje, había ido a parar al cuerpo de la bestia sandwichera. Aprendizaje que nuestra gula desenfrenada dejó trunco (y ahora, esa pobre almita, va a tener que volver a la vida nuevamente en el cuerpo de un chancho).
Las religiones que se basan en la creencia de la reencarnación, promueven el desapego, no sólo a lo material, sino también a los afectos. La finalidad del creyente es la supresión del deseo. ¿Cómo se  explica entonces que den cátedra sobre reencarnación psiquiatras multimillonarios que organizan sus cursos en yates y hoteles de lujo? Cursos a los que asisten señoras gordas que, por supuesto, no suprimieron su deseo de comer. Misterios de Occidente.
Me metí de cabeza en el asunto de la reencarnación occidentalizada, leí de punta a punta todos los libros de Brian Weiss y hasta arrastré a mi pobre marido a una conferencia que el mentado psiquiatra (arrolladoramente carismático) dio en la Feria del Libro. La conferencia era gratuita, pero si uno quería seguir indagando en el asunto de las vidas pasadas, podía anotarse para un seminario de dos días en el Hotel Sheraton, que se pagaba, obviamente, en dólares.
-¿Querés ir? – preguntó mi marido, que, a veces, es un santo.
-No, dejá. ¡Es muy caro! – contesté, en uno de los pocos ataques de lucidez que tuve en mi vida.
Pero seguí rompiendo las bolas con el asunto de las vidas pasadas hasta que inicié una “Terapia de Regresión” y, después de haberme paseado por todos los decorados de Hollywood de los años ’50 (yo no estuve en Roma, estuve en el plató de “Quo Vadis?”), llegué a la conclusión de que todo era un gran camelo. Se acabó la reencarnación. Otra vez en bolas.

¿Y ahora? Ahora me declaré agnóstica. Supongo que el mío es un agnosticismo débil, una postura personal relacionada con el escepticismo. Qué se yo.
Por el momento no pienso incursionar en ninguna otra corriente religiosa. Pero, además de ser una persona díscola, soy una almita sumamente volátil. 

Así que, ¡quién sabe! Por ahí el año que viene estoy celebrando Hannukah.

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