“El trabajo endulza siempre
la vida, pero los dulces no le gustan a todo el mundo.”
Victor Hugo
En el principio de los
tiempos, cuando Adán y Eva se zamparon la mentada manzana, después de que la
fémina fuera azuzada por la pérfida serpiente, las cosas quedaron bien
claritas: el castigo del tipo fue “ganarse
el pan con el sudor de su frente” y
el de la responsable directa del quilombo, que a las mujeres siempre nos echan
la culpa de todo, “parir con
dolor”.
El asunto marchó sobre ruedas
durante siglos, hasta que a una trasnochada se le ocurrió prender fuego
un corpiño y otras trasnochadas como ella adhirieron a su ataque de locura y
empezaron a patalear por los “Derechos
de la Mujer”. Resultado: los
tipos se hacen los dormidos en el colectivo para no darle el asiento a una
pobre chica con un bombo de seis meses, las cenas se pagan “a la romana” y las minas tuvimos que salir a
trabajar, que, para parir, nos quedaba tiempo.
Si la mujer es profesional,
la cosa no es tan grave: hace lo que le gusta y, encima, le pagan. Pero si se
trata de una improvisada, todo se complica.
A los diecisiete años, con
los pájaros de mi rizada cabecita trabajando a full, decidí abandonar la
escuela secundaria. Temía enloquecer con tanto logaritmo y teorema al pedo. Así
que planté los libros y me dispuse a buscar un trabajito para solventar mis
vicios (baile, cigarrillo y alguna que otra pilchita).
MI PRIMER TRABAJO: CORTAME
100 DE SALAME, PERO BIEN FINITO
Cual perdiz de vuelo corto,
aterricé en el supermercado de la esquina de mi casa. Necesitaban a alguien que
se hiciera cargo de la fiambrería, y ahí fui yo, a instalarme cómodamente entre
salchichones, mortadelas y fiambres de toda laya. El trabajo era sencillo, pero
la clientela, complicada. Que
cortame el salame finito, que cortámelo grueso, que este jamón no es jamón, que
las anchoas tienen espinas.
Lo bueno del trabajo fue que,
al tratarse de un supermercado barrial, las clientas, asiduas visitantes del
establecimiento, lo utilizaban como diván de psicoanalista. Así pude ponerme al
corriente de algunas cosas que, aunque no me sirvieron para nada, por lo menos
amenizaron la aburrida tarea de andar lidiando con las hormas de queso. Supe
que a la vieja de enfrente los hijos no le daban ni la hora y le habían puesto
la casa en venta sin consultarla, que al marido de la tana de la esquina hacía
rato que se le había humedecido la pólvora, por lo cual su love gun era prácticamente inútil, y me enteré,
además, de unos cuantos amantazgos barriales.
Pero me aburrí. Así que,
después de romper unos cuantos huevos (cosa para la que nunca necesité demasiado
entrenamiento) y comerme toneladas de sándwiches de jamón crudo, decidí buscar
nuevos horizontes.
EL VIDEOCLUB: ENTRE
“CASABLANCA” Y LA CICCIOLINA
A finales de los ’80 y con el
arribo de las hoy ya arcaicas videocaseteras, estalló en Argentina el boom de
los videoclubs. Y todo el mundo se puso a ver cine, aunque el cine no les
hubiera interesado jamás. Tuve la fortuna de conseguirme un laburito en uno de
estos fantásticos lugares y, lo sostengo siempre, ése fue mi mejor trabajo.
Los clientes llegaban al
videoclub mucho mejor predispuestos que al supermercado. La mayoría sabía lo
que quería, pero siempre había algunos despistados:
-No, señora, “Ángeles anales” no trata ningún tema religioso y si
lleva “Chocolate y bananas” va a aprender de todo, menos a
cocinar.
-No, señor, “La naranja mecánica” no es un documental sobre la selección
holandesa de fútbol.
-No, nene, “El tambor” no es una película infantil.
Disfruté mi rol de crítica de
cine improvisada hasta que una mañana llegué al mentado videoclub y lo encontré
vacío. Parece que a los amigos de lo ajeno también les gustaba “La guerra de las galaxias”.
En síntesis, se acabó el
videoclub y tuve que salir a buscar otra ocupación que me permitiera seguir
bailando, fumando y comiendo de vez en cuando.
LA OFICINITA DE CUARTA:
FULANO NO ESTÁ, ¿QUIERE QUE LE DEJE ALGO DICHO?
Uno de mis clientes del
videoclub tenía una módica empresa de transportes: cuatro o cinco camiones que
viajaban al sur con materiales electrónicos y volvían con artefactos ya
ensamblados, listos para poner a la venta. Me ofreció trabajar con él,
atendiendo el teléfono en una oficinita de mala muerte y ocupándome de algunos
papeles.
Este trabajo también
sencillo. Lo que no era sencillo era que me pagaran. Cada vez que llegaba fin
de mes, caía sobre mí una lluvia de excusas y ningún billete.
Aguanté un par de meses en la
oficinita trucha, hasta que mi vieja, que no es mucho más viva que yo pero
tiene más kilómetros recorridos y, además, era la que me pagaba los viáticos,
me espetó con muy poco tacto: “¡Vos
sos la única boluda que trabaja sin cobrar!”
Así que se acabaron los
teléfonos y los papeles y, otra vez a patear la calle para ver qué se consigue.
SUPERMERCADO II: MÁS
SALCHICHONES Y EL GORDITO ENAMORADO
Otra vez caí en un
supermercado. Pero, esta vez, la que batallaba con los salames era otra (la que
hoy en día, después de veinte años, sigue siendo mi amiga del alma y una de las
mejores personas que conocí en mi vida). A mí me tocó atender la caja.
Tuve todo tipo de clientes,
que esperaban pacientemente que yo terminara de pintarme las uñas para
cobrarles, y, entre toda esa fauna barrial, apareció un gordito enamorado.
Venía a comprar los fósforos de a uno y me escribía poemas edulcorados,
alabando mis ojos, mi pelo y alguna que otra parte de mi anatomía. Me esperaba
todas las noches, cuando salía del supermercado, con un chocolate en la mano
que yo agradecía entre harta y halagada.
Una mañana, cuando estaba a
punto de salir de mi casa para cumplir con mis obligaciones laborales, encontré
a mi vieja histérica:
-¡Mirá lo que hay en la
ventana! ¡Eso es un trabajo!
¡Alguien nos quiere joder! Yo no lo toco ni loca. Hoy voy a ver a Mery (la
bruja de la esquina) para que me diga lo que tengo que hacer.
Salí a la puerta de mi casa y
me topé con una variopinta cantidad de flores enroscadas artísticamente en las
rejas de la ventana. Ningún trabajo:
el gordo había tenido un ataque de romanticismo. De pedo no me mandó unos
mariachis.
De este laburo me echaron.
Reducción de personal (la pobre piba que batallaba con los salames tuvo que
hacerse también cargo de la caja).
Y otra vez en la vía, tirada
en la silla de un viejo café…
LA BOUTIQUE NO SÉ
CUANTO: ELEGANTE Y CON PIOJOS
Una de mis clientas del
supermercado (sí, la historia se repite) tenía una “boutique” y me ofreció trabajar con ella.
Siempre deliré por la ropa, así que estaba en mi salsa. Pero había un pequeño
inconveniente: en el fondo de la “boutique” estaba la casa de la susodicha, madre
de dos hijitos preciosos, de 2 y 5 años, que dejaba a mi cuidado, cuando se
empilchaba y salía por ahí, vaya uno a saber con qué oscuras intenciones.
Los nenes llegaban del
colegio (privado) en micro, al mediodía, y la mina no estaba. Y encima no
dejaba nada para que los pobres angelitos comieran. Los pibes lloraban de
hambre y yo salía a comprarles (con plata de mi bolsillo, claro) galletitas y
gaseosa.
Como era de esperar, los
chicos se encariñaron mucho conmigo. Los tenía todo el día encima, abrazándome
y besándome.
Un día descubro que tengo una
erupción en el cuello. Molesta y picosa erupción que yo achaco a una vaga
alergia. Esa noche, en un coqueto hotel, acompañada por mi pareja de entonces y
en pleno escarceo amoroso, noto que me empieza a picar la cabeza. Mucho, mucho.
Muy poco sensualmente, me rasco y me rasco.
-¿Qué te pasa?-pregunta el
galán.
-Tengo alergia -contestó yo,
que, para autodiagnosticarme soy una fiera.
Ma qué alergia ni alergia:
¡estaba llena de piojos! La nena, que tenía una preciosa y ondulada melena, me
había contagiado. Después de despiojarme concienzudamente, decidí tomar el toro
por las astas:
-Cristina, Adrianita tiene
piojos.
-Sí, ya sé. Pero no se los
sacó porque, total, después se vuelve a contagiar.
“Yo a esta gorda la mato”, pensé. Pero no la maté. Eso sí, esperé a que desapareciera, como
de costumbre, senté a la piba en una silla, y le puse en la cabeza todo lo que
pude encontrar: alcohol, vinagre, kerosene y vaya
Dios a saber qué más.
De regreso, la madre
desalmada me preguntó:
-¿No sabés qué le pasó en el
pelo a Adrianita, que lo tiene tan opaco?
-No, yo no sé nada.
De este trabajo también me
fui porque la gorda era bastante reacia a la remuneración en efectivo por las
tareas realizadas. Eso sí, me llevé un montón de pilchas y me renové el
guardarropa.
EL JARDÍN DE INFANTES: YO
TENGO UN ELEFANTE QUE SE LLAMA TROMPITA
Al final, después de tanto
trabajo tercermundista, me puse a estudiar. Terminé el secundario y me metí en
un instituto de formación docente del cual salí, orgullosamente, con un diploma
de “Profesora de Nivel
Inicial”. ¿Por qué elegí esta
carrera? Ni yo lo sé; me gustan los chicos, pero tampoco es para tanto. Creo
que mi inconsciente buscó algo que tuviera poco que ver con la matemática (“Hasta
diez sé contar”, especulé. “No creo que en el Jardín me pidan
mucho más”).
Pero me pidieron mucho más:
casi sin darme cuenta me vi envuelta en un torbellino de gritos, peleas, mocos,
colas sucias y chichones varios. Más de una vez llegué a mi casa totalmente
disfónica y con ganas de tirar la plastilina y los papelitos de colores en el
inodoro.
Los chicos son encantadores.
Los padres son directamente insoportables. Si ustedes quieren conocer el colmo
de la estupidez, asistan a una “Reunión
de Padres” (que, en general,
son madres) y pónganse del lado del maestro.
Cierto día, después de media
hora de concluido el horario escolar y, con llamado telefónico de por medio a
la casa del inocente que había quedado de clavo en el Jardín, con la consabida cara de culo de todas
las maestras, apareció una madre con el pelo mojado y aspecto de retoce feliz y
reciente, que largó, muy suelta de cuerpo:
-¡Me olvidé de venir a
buscarlo!
¿Alguien se puede olvidar de
que tiene que ir a buscar a un chico al Jardín?
Sí, se pueden olvidar, y se pueden olvidar de pagar la cooperadora, de mandar
los materiales que se necesitan para trabajar (que una tiene que costear de su
bolsillo), de aplicarles las vacunas y, en el más extremo de los casos, hasta
de darles de comer.
Y ni les cuento si entre
padre y madre arde Troya:
una se ve envuelta en un quilombo con el cual no tiene nada que ver, y hasta
corre el riesgo de que le armen “La
guerra de los Roses” en la Sala.
Soporté el Jardín hasta que
mis nervios me dijeron “¡BASTA!”. Y aquí estoy, un miércoles a las
once de la mañana, cómodamente instalada en mi casa escribiendo boludeces.
¿Y AHORA?
Ahora sigo trabajando, cómo
no. Lavo, plancho, barro un poco y preparo puré instantáneo “Chef” o fideos con manteca. Y me río a
carcajadas cuando algún empleadito de “McDonald’s” dice que lo explotan. Yo,
laburando, perdí más plata de la que gané. Me comí feriados enteros, que nunca
me pagaron, acomodando tapas de pascualina y jamás tuve vacaciones.
Y, cuando ejercí la docencia (cobrando unas chirolas) me llené de piojos
cincuenta veces, me contagié gripes y resfriados, y vi amenazada mi integridad
física cuando alguna madre alterada me vino a increpar porque
el nene perdió un juguete o porque Fulanita fue a la bandera en lugar de
Menganita.
Así que, aquellas malas
lenguas que sostienen que yo no trabajé nunca y que “el dolce far niente” está en mis genes, no saben de qué
están hablando.
Espero regalos para el 1º de
Mayo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario