martes, 19 de julio de 2011

SER FLACA


SER FLACA

“La grasa frita no puede mentir, su verdad esta escrita en tus piernas.” 
 Una descolgada que no sabe lo que es bueno

La primera vez que me abordó una empleada de SLIM, yo estaba embarazada. A pesar de que siempre fui culona como una araña pollito, llegué a los 27 años con una figurita más o menos respetable, considerando que siempre me gustó comer porquerías y que aborrezco cualquier tipo de actividad física. Es cierto que, dado mis bajadas y subidas emocionales, alternaba grandes comilonas con días de ayuno deprimido, y eso, más allá de minarme la salud, me ayudaba a no cruzar jamás el umbral de los 55 kilos. Pero con el embarazo me desbandé. Y llegué a los 70.
Durante los tres primeros meses de embarazo, vomitaba todas las mañanas. Lo que no impedía que, cumplido el engorroso trámite, me lavara la cara, me acomodara más o menos el pelo, saliera corriendo hasta la panadería más cercana, comprara una docena de facturas (con dulce de leche) y me las zampara sin ninguna culpa. Una docena de facturas por día durante tres meses es más de lo que un fisiquito de 1,54 puede tolerar, con embarazo de por medio o no. Así que, cuando andaba por el quinto mes, ya era una pequeña aberdeen angus. “Piñata”, me llamaba mi hermanito cariñosamente. Y el médico que me atendía, cansado de sugerencias y ruegos, llegó a amenazarme para que cerrara la boca.
Tal como les decía, embarazadísima estaba cuando una de las señoritas SLIM me paró en la calle para ofrecerme un tratamiento para desinflarme.
-¿No te parece que tendría que parir primero? –le ladré a la pobre piba que, después de todo, se estaba ganando el mango.
-Ah, discúlpeme. No me di cuenta de que estaba embarazada.
-¿Qué pensaste, que me había tragado un ternero entero? (Cabe destacar que, por lo general soy una persona educadísima y sumamente paciente. Cierta vez estuve dos horas escuchando, con una sonrisa en los labios, a una Testigo de Jehová que intentaba convencerme de que el rock era satánico, y hasta me quedé con un par de números de “La Atalaya”. Pero las empleadas de SLIM sacan afuera lo peor de mí).
Seguí mi camino INDIGNADA y seguí mi embarazo tragando cuanto se me ponía a tiro, cual glamorosa avestruz. Tuve un bello niñito que pesó bastante menos de lo que podía esperarse dadas mis dimensiones de “futura mamá” y ahí comenzó la lucha para volver a mi peso normal (lucha que, hasta el día de hoy continúa y en la que –no nos engañemos- llevo todas las de perder).

 ¿Y AHORA QUÉ PASA, EH? – PASA QUE NO ME ENTRA NI UNA SOLA PILCHA

Los dos o tres primeros meses después del feliz acontecimiento estaba tan obnubilada con mi bebé que no me di cuenta de que seguía tan gorda como antes de pasar por la sala de partos. Me vestía con remerones gigantescos y calzas, o con los vestiditos que había usado durante el embarazo. Pero un día decidí que ya era hora de volver a usar la ropa que siempre había usado: jeans más o menos ajustados, minifaldas y vestidos entubados. Un salchichón primavera hubiera lucido mejor que yo dentro de tales prendas (y seguro que al salchichón le cerraban los pantalones). Cualquier mujer en sus cabales se hubiera tomado las cosas con calma y hubiera encarado una dieta que le permitiera recuperar su peso normal y volver a usar sus pilchas de siempre. Yo no: tuve un ataque de nervios más o menos violento y decidí regalar toda la ropa que tenía. Literalmente, me quedé en bolas. Y salí a comprar pantalones tres talles más grandes de los que solía usar, vestidos sueltos y discretas polleras por debajo de las rodillas. Y decidí conformarme con mi destino de “gorda”.

¡Y DALE CON SLIM! - ¿POR QUÉ NO TE METÉS EL GEL EN ALGÚN LUGAR DONDE NO TE DE EL SOL?

A mí marido nunca le importó demasiado que estuviera algo entrada en carnes. Soy quince años más joven que él, así que, si se quejara, sería un ingrato. La verdad, a mí tampoco me importaba demasiado cuando estaba dentro de casa. Casi no tengo espejos y aprendí a esquivar los pocos que tengo, cosa de no hacerme mala sangre. Pero salir de casa ya era otra cosa.
La familia –la familia, como el Sol, cuanto más lejos, mejor- dejaba caer cada tanto algún comentario insidioso sobre mi volumen. Dejé  de ser la simpática “Piñata” para convertirme en la “Osa Menor” (la “Osa Mayor”, obviamente, es mi mamá).
Las vecinas también aportaban su cuota de veneno:
-¡Qué gorda que estás!
-Sí, cierto. Igual, no me hago drama. A lo sumo, cuando me muera me tendrán que hacer un cajón a medida y contratara un par de patovicas para que lleven las manijas.
-Tampoco es para tanto…
Pero lo peor no eran ni los familiares ni las vecinas. Lo peor eran las empleadas de SLIM. A algún pelotudo se le ocurrió insertar un local de SLIM en mitad del “Patio de Comidas” del “Alto Avellaneda”. Así que, cuando una le está hincando el diente a un “Big Mac” tiene alrededor una molesta bandada de señoritas vestidas de azul que insisten con las virtudes del gel no-sé-cuánto y otros productos sospechosos.
-En el SLIM tenemos un nuevo producto, el “Geltimax Miracle”, que te ayuda a bajar 7 kilos en 20 sesiones sin sacrificios.
-¿Vos me estás diciendo que estoy gorda?
- …
-Mirá, querida. Vos tenés una nariz espantosa y yo no te estoy acosando para que vayas a ver a un cirujano plástico.
- …
Esta escena espinosa se repitió unas cuantas veces, con alguna que otra variante, hasta que decidí no pisar más el Shopping y comerme las hamburguesas en mi casa.
  
EL GIMNASIO – EL SUPLICIO DE LA RUEDA, UN POROTO

Llegó un momento en que las presiones familiares, la maledicencia de las vecinas y el pérfido trabajo de las empleadas de SLIM hicieron mella en mi orgullo de gorda. “Tengo que adelgazar”, pensé. Y empecé a buscar la forma de adelgazar sin dejar de comer (porque dejar de comer era lo último que quería hacer en la vida). Así que, casi sin darme cuenta, terminé anotada en un gimnasio.
Los gimnasios me dan asco. Son antros decadentes donde todo el mundo transpira como testigo falso. Tanto sudor me da cosita, qué se yo.
Al gimnasio habré ido cinco o seis veces (gracias a Dios, no pagué clases por adelantado). La profesora era un clisé: oxigenadamente rubia, bronceada, con calzas rosa fluo y tetas de plástico. Yo no me quería acercar demasiado a la mina porque, aunque en general no soy una mujer prejuiciosa, tengo una idea fija e irracional: para mí todas las profesoras de gimnasia son lesbianas. Así que me acercaba –un poco, nomás- a mis compañeras de suplicio. Estaban las “perfectitas” de panza chata y culo parado que hacían que una se sintiera una bolsa de grasa miserable, las separadas recientes que daban grititos de adolescentes histéricas para llamar la atención de los muchachotes que hacían pesas y las forniditas acomplejadas que ocultaban sus redondeces con prendas cinco talles más grandes de lo necesario.
Me cansé enseguida. Yo no nací para Jane Fonda. Soy más bien una Elizabeth Taylor tercermundista: “Prefiero que me digan que soy amplia, no gorda.”

 INTERNET – CONSEJOS PARA SER FLACA

Internet sirve para todo. Así que, después de mi fallida aventura en el gimnasio, me dediqué a buscar “tips y trucos” para estar flaca (hubiera sido mucho más productivo salir a mover el culo que quedarse atornillada en la silla frente a la computadora, pero en fin…)
Tomar dos litros de agua por día, anotar las calorías que se pretenden consumir para no zafarse, hacer listas de comidas “permitidas” y “prohibidas”, etc., etc.
Algunos “consejos” me desconcertaron bastante:
*Mantente ocupada, busca una afición, cualquier cosa para no pensar en comida. (¿Cómo se hace esto, por Dios? Yo escribo y como, miro la tele y como, lavo la ropa y como, leo y como).
*Sal a la calle con el dinero justo, así no podrás gastarlo en comida. (Siempre salgo a la calle con el dinero justo; es más, vivo con el dinero justo, pero si se me antoja comprarme un alfajor no me para nadie: sacrifico la plata para el bondi y me vuelvo a casa caminando, pero el “Capitán del Espacio” me lo embucho como sea).
*Trata de tener lo mínimo indispensable de comida en tu casa, así, cuando tengas mucha hambre, no encontrarás nada que te apetezca. (Lamentablemente, vivo arriba de la casa de mi mamá, y en el fondo vive mi tío. Cuando no encuentro en mi heladera “nada que me apetezca”, hago un tour por las heladeras ajenas).
*Pon fotos de chicas delgadas en la cocina, así cada vez que tengas hambre recordarás que ellas no comerían. (Mi nivel de locura nunca llegó a tanto; no voy a convertir mi cocina en el dormitorio de un adolescente masturbador ).
*Compra alguna prenda de una talla menor a la tuya, que sea muy cara: así te motivarás para caber en ella. (Esto me lo tendrían que haber “aconsejado” antes de que regalara toda mi ropa de flaca).
Internet sirve para todo y no sirve para nada.

 LA DIETA DE LA LUNA – PANZA CRECIENTE, PANZA MENGUANTE

A esta altura, ya me había convencido de que para adelgazar no bastaba con hacer ejercicio esporádicamente ni con seguir consejos más o menos locos: había que dejar de comer. Así que mi mejor amiga me aconsejó que siguiera la infalible y milagrosa “Dieta de la Luna”. Esta dieta está basada en la teoría de que los líquidos del cuerpo tienden a seguir los ritmos de las mareas,  provocadas  por la influencia del mentado satélite. Por eso hay que realizar un ayuno durante 26 horas a partir del cambio de fase de la Luna, es decir, un día completo más 2 horas. Durante este periodo se debe ayunar y beber abundante líquido.
La cosa, dicha así, parece bastante sencilla. Pero no lo es. Vaya a saber por qué, pero cuando llegaba el momento de la bendita abstinencia, tenía ataques de hambre desesperados. Rompía el ayuno a las dos horas de comenzado, con un caramelito, porque “me había bajado la presión”, y a las seis horas ya me estaba comiendo un sándwich de mortadela. Me proponía que para el próximo cambio de fase lunar me iba a comportar como era debido, pero mis buenas intenciones se iban por la borda en cuanto me empezaba a picar el bagre.
La “Dieta de la Luna” fracasó estrepitosamente y decidí que no iba a martirizarme con ninguna dieta más.

 REDONDITA Y DE RICOTA - ¿QUÉ TIENE DE MALO SER GORDITA?

¿Qué problema hay con ser gordita? Es cierto que la obesidad es una enfermedad, pero no estoy hablando de obesidad, estoy hablando de 4 o 5 kilitos ganados a base de picaditas y vermouth. Y, además, ¿no son enfermas también las mujeres con el cuerpo sin formas, las mejillas hundidas y una palidez cadavérica que nos imponen como modelos absolutos de belleza? A veces me entretengo haciendo zapping (típico en una personalidad ansiosa) y cuando caigo en “Fashion TV” no sé si estoy viendo un desfile de modas o una película de zombies de George Romero.
En tiempos remotos, cuando el hombre aún vivía en las cavernas, el ideal de belleza femenino era la obesidad, que prometía una descendencia numerosa y unas reservas físicas suficientes para aguantar la durísima vida de nuestros ancestros. Era un ideal de belleza que tenía, como verán, sus razones bastante prácticas. ¿Cuáles son las razones del ideal de belleza del siglo XXI? Yo tengo mi teoría, descabellada como todas mis teorías, por supuesto: el mundo de la moda está manejado por gays. Diseñadores, maquilladores, estilistas, todos son gays. Sospecho que, íntimamente, los gays (por lo menos los que se dedican a estas lides) odian a las mujeres. Por eso tienden a suprimir todo lo femenino y promocionan un modelo de hembra andrógina que, sin maquillaje, pasaría tranquilamente por el chico que hace los repartos en Coto.
Para terminar con este tema (porque ya me dio hambre), les dejo unas palabras de Woody Allen, extraídas de su genial artículo “Reflexiones de un sobrealimentado”: “…cuando perdemos diez kilos, querido lector (y supongo que no tienes mis dimensiones), ¡quizás estemos perdiendo los mejores diez kilos que tenemos! Quizás estemos perdiendo los kilos que contienen nuestro genio, nuestra humanidad, nuestro amor y nuestra honradez.”

Seguro que no lo habían pensado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario