TEEN ANGEL
“Nadie
es serio a los diecisiete años.”
Arthur
Rimbaud
Cuando
yo era una adolescente, me creía terrible, como todos los adolescentes, y en
realidad era un pavota. Hacía exactamente lo mismo que hace mi hijo hoy:
contestaba, desobedecía y, aunque en general llegaba de la escuela de buen
humor, tenía cada tanto copiosos accesos de llanto, que justificaba con la
misteriosa frase: “Me siento vacía”. No sé qué carajo quería
decir con ese “Me siento vacía”, pero solía usar esta
expresión bastante seguido, ante el jolgorio desatado de mis compañeros de
secundario (los varones) que sin dudas pensaban que estaba loca.
Vale
recordar que yo fui adolescente en la bendita década del ’80 y, aunque me niego
a la máxima vejestoria “Todo tiempo pasado fue mejor”, la cosa era,
por lo menos en el medio en el que yo me movía, bastante más light que ahora.
No se tomaba tanto y tampoco se armaban tantas roscas a la salida de los
boliches. Una discoteca era una discoteca y un cabaret era un cabaret, así que
cuando una iba a bailar no corría el riesgo de encontrarse con minas en bolas refregándose
contra un caño ni con chabones musculosos, con una media enrollada dentro de
sus diminutos slips, sacudiendo la pelvis frenéticamente (muchachos, esto ya lo
hizo Elvis en la década del ’50, desatando la histeria de féminas de toda edad,
sin necesidad de ponerse en pelotas ni de usar ningún relleno engañoso para que
su love gun pareciera más grande).
Yo
también tuve 16 años, y 15, y 14. Believe It or Not!
LA
AMIGA DEL ALMA: SONT LES MOTS QUI VONT TRÈS BIEN ENSEMBLE…
Empecé
la escuela secundaria en el año 1981. En esa época, uno no podía elegir qué
idioma quería estudiar, así que por sorteo me tocó “francés”. La
profesora de francés era una gorda enorme con cara amenazante y un espantoso
collar de perlas verdes gigantes. Se hacía llamar “madame”, aunque
tenía un apellido indiscutiblemente italiano, y, la verdad, nos tenía cagando.
Más de una vez me mandó a lavar la cara porque tenía los ojos delineados, me
hizo sacar de la cabeza un moño rojo (demasiado “sóviet” para
su cerebrito de cerda burguesa) y no me llevó al Teatro Colón
porque, el día del paseo, tuve la feliz idea de ir a la escuela en pantalones.
A
mi me importaba un carajo el francés, lo único que quería saber era que
significaba “sont les mots qui vont très bien ensemble”. Así
que en la primera clase se lo pregunté. La gorda, en un ataque de deferencia
que aún me sorprende, me contestó que la frase en cuestión, traducida al
castellano, era “son las palabras que van muy bien juntas”.
La
chica que se sentaba adelante mío se dio vuelta y me preguntó:
-¿A
vos también te gustan Los Beatles?
-¡¡¡¡Sí!!!!
(para esa época y para esa edad, Los Beatles eran una
antigüedad, y era raro encontrar a alguien que compartiera mis gustos
musicales).
A
partir de ese momento fuimos inseparables como culo y calzón. Íbamos juntas
para todos lados. Éramos Lennon y McCartney y, naturalmente, después de dos
años de ese repulsivo pegoteo tan clásico en los adolescentes, empezaron a
surgir los roces.
25
años después nos reencontramos y ahora vamos juntas a los recitales.
EL
AMOR PLATÓNICO: I’M A LOSER
Siempre
fui más Lennon que McCartney, pero cuando tenía 14 o 15 años todos los chicos
que me gustaban se parecían a Paul. Había un ejército de clones de McCartney caminando
por las calles de Avellaneda. Por supuesto, esto era un delirio mío, ninguno se
parecía a Paul.
Entre
todos estos Beatles truchos, había uno que me gustaba
especialmente. Es más, estaba fervientemente enamorada de él, cosa que era vox
populi en toda la escuela, porque nunca me caractericé por mi
discreción. Publicaba en el diario del colegio empalagosas cartas de amor,
obviamente dirigidas a él y conseguí un motivo de llanto mucho más comprensible
que “Me siento vacía”.
Este
pibe, que era dos años mayor que yo, siempre me ignoró olímpicamente. Todos los
tipos y tipejos por los cuales sentí interés se fijaron en mí en algún momento.
A los más reacios, les saqué por lo menos uno o dos besos anémicos. Pero Héctor
Bonanno (tal era su nombre) jamás me dio ni la hora.
Me
curé de este amor platónico (que me duró de los 14 a los 16) cuando conocí a
otro flaco que mis ojos delirantes veían parecido a Paul McCartney. El
susodicho tampoco se parecía a Paul, pero, por lo menos, era más
lindo que el otro.
SIEMPRE
REMANDO CONTRA LA CORRIENTE: YOU SAY GOODBYE AND I SAY HELLO…
Una
de las características sobresalientes de mi personalidad (característica
amplificada en la época del acné y las hormonas revolucionadas) es
llevarle la contra a todo el mundo. “No sé de qué se trata, pero me
opongo”, sería una buena máxima para graficar esta manía. Es así como
yo escuchaba a Los Beatles en lugar de Lionel Ritchie, me
cortaba el cabello como Gina Lollobrigida cuando todas las chicas tenían onda “sauvage”,
con pelos largos e inflados (lo gracioso es que ahora uso un peinado ochentoso)
y no usaba la palabra “boutique”: decía castizamente “tienda”,
para desesperación de varias de mis condiscípulas.
Pero
la gran oposición llegó con la Guerra de Malvinas. Y esta vez no fue ni por
capricho ni por intentar diferenciarme de los demás. A los 14 años, y a pesar
del quilombete que tenía en mi cabeza, ya abrazaba la convicción (que me ha
acompañado toda la vida) de que la violencia no conduce a ningún lugar y
de que no hay idea, creencia o reclamo que justifique el derramamiento de una
sola gota de sangre.
Mientras
nuestros pibes mataban y morían en Malvinas, los pelotudos que vivían en Buenos
Aires, lejos, bien lejos del quilombo, estaban exultantes, como si todos ellos
hubieran bebido whisky hasta cansarse con el choto de Galtieri.
En
la escuela había un repulsivo tufillo a “Mundial 78”. Los
pendejos salían al recreo gritando “¡Argentina! ¡Argentina!” como
si, en lugar de pelear una guerra, estuviéramos jugando un partido de fútbol.
Obviamente, toda esta estupidez me sacaba de las casillas. Discutía todo el
tiempo con mi profesora de Historia (una vieja de mil años que siempre andaba
munida de un saquito de piel apelmazado, por lo que estábamos convencidos de
que se trataba de una versión poco glamorosa de Cruella deVille y
de que el tapadito en cuestión había significado el cruel sacrificio de unos
cuantos perros). La vieja intentaba convencerme de que todo estaba bien, y
tenía la boluda teoría de que yo estaba enamorada de un chico inglés y por eso
me oponía a la guerra.
¡¡¡¡¡Esos
eran nuestros profesores!!!!!
BRINDO
POR MIS AMIGOS: I DON’T WANT TO SPOIL THE PARTY
Como
dije más arriba, en la época en la que yo era adolescente, no se bebía tanto
como ahora. Lo nuestro era Coca-Cola y juguito de naranja, y,
cada tanto, como gran audacia, un trago largo con cuatro gotas de licor.
Pero
hubo un cumpleaños de 15 en el que todos los invitados sub 16 nos dedicamos a
empinar el codo de una forma escandalosa (en realidad, y, para ser fiel a los
sucesos, no tomamos tanto, pero se conjugaron la falta de costumbre y el hecho
de que no probamos bocado en toda la noche, porque la comida no nos gustaba,
para dar pie al desastre).
Ni
siquiera me acuerdo quién me llevó a mi casa. Lo que sí recuerdo es que, cuando
ya estaba cómodamente instalada en mi cama, me agarraron unas ganas
irrefrenables de vomitar. Y vomité, nomás.
Mi
hermana mayor, que en ese entonces compartía el dormitorio conmigo y era una
botona insufrible, empezó a gritar, como poseída por Satanás:
-¡¡¡¡¡Esta
piba está borracha!!!!!!
Mi
vieja se levantó, me sacó de la cama a la rastra y me metió vestida debajo de
la ducha. Yo no quería mojarme y le decía: “Ya está, ya está”, cuando
en realidad no estaba y seguía tan borracha y tan vomitada como antes.
Una
semana entera tuve que soportar la cara de encule de toda mi familia, que ya
estaba pergeñando llevarme de prepo a “Alcohólicos Anónimos”.
Vale
aclarar que soy correctísima y que, además de ésta, sólo me emborraché dos
veces en mi vida (una a los 19, con whisky, y otra a los 32, con champagne). Y
que jamás fumé un porro, ni siquiera por curiosidad. A mí, del Rivotril no
me sacan. Así que mi psicodelia es absolutamente natural.
CARTAS
VAN, CARTAS VIENEN: PLEASE, MR. POSTMAN
Alrededor
de los 16 años, mi hermana Silvia y yo contrajimos el vicio de cartearnos con
desconocidos. Pusimos un par de avisos en un pasquín de cuarta diciendo que nos
interesaba el intercambio epistolar con estrictos fines amistosos. Recibimos
millones de cartas (en esa época, sin mail ni chat, todavía se usaba el correo
tradicional).
Mamá
me dijo: “Podés contestar todas las cartas que quieras. Pero no le
escribas a los presos”.
Ya
les dije que yo era desobediente. Además, los presos me daban lástima. Estaban
tan solos y parecían necesitar tanto de una mano amiga. Así que le contesté a
todos los presos que me escribieron, pensando, obviamente, que siempre iban a
estar presos y que ninguno iba a aparecer alguna vez por mi casa.
Craso
error. Un día tocan el timbre y era “el preso” (me carteé con
muchos detenidos, pero a este le quedó “el preso” como mote
para toda la vida). Obviamente, obnubilada por la inconsciencia de mis años, lo
hice pasar. Mientras “el preso” contaba anécdotas de
preso (incluyendo los delitos bastante serios que lo habían llevado a esa
condición) mi vieja me puteaba por lo bajo y me amenazaba con darme la paliza
de mi vida.
“El
preso” volvió con su mamá
cerca de Navidad. La señora, pobre, nos trajo pan dulce casero y unos chalecos
que nos había tejido. Estaba muy agradecida por lo que yo había hecho por su
hijo. Me dio mucha ternura.
“El
preso” nunca volvió a
aparecer. Para mí que cayó en cana otra vez.
AMONESTACIONES: SHE CAME IN THROUGH THE BATHROOM
WINDOW
A
los 16 años ya estaba repodrida de la escuela. Si bien había materias en las
que me destacaba (Literatura, Geografía, Historia), había otras que aborrecía
con toda mi alma. Además, no entendía nada. Y me preguntaba todo el tiempo: “¿Para
qué tanto teorema al pedo? ¿Quién fue el boludo que tuvo la ocurrencia de
mezclar letras y números e inventar estas ecuaciones de mierda?”
Y
era muy vaga. Hacía mis trabajos de Mecanografía (cuando los
hacía) mirando “Pelito” o “Clave de sol” y
dándole al teclado con un solo dedo (cosa que sigo haciendo hasta el día de hoy
con el teclado de la compu).
Cierta
vez, el profesor de Mecanografía, un viejo loco que nos amenazaba todo el
tiempo (“Te reís, te reís, pero vas a llorar. Porque te mando a la lo-na”)
anunció que iba a visar las carpetas. Como mi carpeta estaba escandalosamente
incompleta, opté por obviar el visado y me escondí en el baño. Ahí me encontró
la Jefa de Preceptores (una vieja un tanto amarga que tenía
el pelo azul mucho antes que Marge Simpson y era la
amante de un profesor de Contabilidad más amargo que ella). Y me ¡puso diez
amonestaciones! Sólo por encerrarme en el baño en la hora de Mecanografía. Ni
siquiera estaba fumando (porque en esa época, obviamente, no fumaba).
A
veces pienso en lo exagerado del castigo y no lo puedo creer. Con el criterio
punitivo que su utilizaba en esa época, los pibes de hoy estarían de patitas en
la calle a los dos días de haber comenzado el ciclo lectivo.
ESCANDALETES: THE FOOL ON THE HILL
Loquita
fui siempre. Algunas veces me he puesto violenta, pero sólo porque me
provocaron. A los 17 tenía un noviecito que, un domingo, después de discutir
acaloradamente conmigo por teléfono, se fue a bailar muy suelto de cuerpo.
También yo me fui a bailar y, ¡oh, casualidad! al mismo lugar.
Ahí
lo encontré prendido como una sopapa de la trompa de una señorita. Enajenada y
absolutamente ofendida porque no se había cortado las venas con una Criollita húmeda
después de reñir conmigo, me interpuse entre los dos tórtolos y golpeé sin
piedad al traicionero. Un horror.
A
otro, que, después de haber tenido un “tête-à-tête” conmigo,
apareció con su “novia oficial” le hice un quilombete en la
puerta de la casa, secundada siempre por mi hermana Silvia que, pobre, se comió
cada garrón.
Otro
escandalete memorable (que no tuvo que ver con pantalones) fue el que hice un
domingo en el boliche del que era “habitué”. Silvia y yo habíamos
ido a bailar con un par de amigas en un autito de esos que tienen asiento
rebatible. Yo estaba sentada atrás y, cuando me disponía a bajar del auto, la
pelotuda que estaba adelante y que ya había bajado, soltó el respaldo del
asiento que fue justo a parar en medio de mi cara.
-No
tenés nada, no tenés nada.-dijeron todas, temiendo que les cagara la noche de
baile.
Y
ahí fui yo, creyendo que no tenía nada, hasta que entré al baño y me vi en el
espejo. Jack La Motta, al lado mío, era Claudia Schiffer. Tenía la cara
hinchada y un ojo absolutamente negro. Empecé a los gritos y mi hermana me tuvo
que sacar del boliche para que no rompiera todo.
Los
otros escandaletes los hice de grande. Así que no caben en esta crónica.
Como
ven, me creía terrible pero, en realidad, era la Novicia Rebelde. Cualquier
mocosa de hoy en día me hubiera dado vuelta como un guante.
Yo
también tuve 16 años.
A
veces me gustaría volver a tenerlos.
Para
cortarme el pelo como Cyndi Lauper y teñírmelo de naranja furioso.
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