YO
ALUMNA
“El estudiante al que nunca
se le pide que haga lo que no puede, nunca hace lo que puede.”
Stuart Mill
De grande se me antojó ser
maestra jardinera. A la
vejez, viruela. Confieso que
cuando se me antoja algo no hay, ni en el cielo ni en la tierra, alguien que me
quite la idea de la cabeza. Así que me inscribí en un Instituto de Formación Docente. Y allí me encaminé, pletórica de
ilusiones, apenas despuntado marzo.
Lo primero que noté, porque
lamentablemente saltaba a la vista, fue la escandalosa cantidad de años que les
llevaba a mis condiscípulas. Si bien había entre el alumnado algunas chicas de
veintipico, la mayoría no pasaba de los dieciocho. Recién salidas del
secundario estaban. Recién, recién. Lo segundo que advertí fue que estas chicas
eran, en su gran mayoría, tan burras como el entrañable Platero de Juan Ramón Gimenez. Habían pasado
por la escuela secundaria como quien pasa por un desfile de Giordano.
La muestra inaugural de su
pasmosa ignorancia la tuve en la clase de Geografía. La profesora, vaya uno a
saber con qué fin rastrero, desplegó en el pizarrón un bonito planisferio. Y
nos convocó, una por una, para ubicar en el mismo diferentes países.
Esta actividad insulsa
desembocó en errores descomunales. Las alumnas más audaces se lanzaban a ubicar
a Bélice en África. Las que aún conservaban algún resto de vergüenza
simplemente se taraban.
En determinadas ocasiones
puedo llegar a ser bastante intolerante. Acepto, cómo no, que una fémina de
dieciocho años no sea capaz de señalar en un mapa la ubicación de Kirguistán. Pero no la de Italia.
Tenía ya las uñas rotas de tanto arañar el banco cuando, sumamente
molesta, le solté a la mocosa extraviada en Europa:
-Italia es “la bota”, mamita. Eso lo sabe hasta mi hijo, que
tiene seis años.
Las chicas no sólo ignoraban la ubicación de Australia: no tenían ni la más pálida idea de cuáles eran los antecedentes de la Revolución de Mayo y desconocían redondamente la existencia de las glándulas suprarrenales. Bah, no sabían ni dónde estaban paradas.
Dado que mis conocimientos
sobrepasaban ampliamente a los del resto del alumnado y que yo suelo resultar
sumamente odiosa cuando pierdo la paciencia, podría haberme convertido,
fácilmente, en un elemento repudiado. Pero no. Las chicas me adoptaron como a
una especie de madre sustituta y acudían a mí para evacuar
todo tipo de dudas, desde cuál era la moraleja de “Caperucita Roja” hasta qué clase de anticonceptivos les
convenía usar.
-Che, Raquel, ¿es
cierto que hubo un pintor que se cortó una oreja?
-Sí, es cierto. Se llamaba
Vincent Van Gogh. Era maravilloso. ¿Nunca viste una reproducción de “Los girasoles”? En una época
convivió con Gauguin, otro pintor. Se llevaban muy mal. Dicen que discutieron y
que por eso Van Gogh se cortó parte de la oreja. Pero no se sabe a ciencia
cierta por qué lo hizo. También dicen que después de cortarse el pedazo
de oreja, el tipo lo envolvió en un paño y se lo regaló a una puta que se
llamaba Raquel. Aclaro que no era yo.
-Ah, entonces la propaganda
de “Tokke” tenía razón..
-Hay un libro hermoso que se
llama “Cartas a Théo”…
-Dejá, dejá, lo único que
quería saber era lo de la oreja.
Un tiempito después la misma
perfecta ignorante se me acercó con otra inquietud:
-¿No es cierto que San Patricio era irlandés?
Debo confesar que, al igual
que mi PC, almaceno una cantidad asombrosa de información inútil, así que tenía
bien clarito que San Patricio había nacido en lo que hoy es Escocia.
(Mi marido sostiene que deberían darme un “Doctorado en Pavadas”). Pero
ese día me había saltado la térmica, vaya uno a saber por qué, así que le largué
a la preguntona:
-Sí, nació en Irlanda. Y
además era alcohólico. Mal. Por eso el 17 de marzo todo el mundo se pone en
pedo.
A medida que pasaba el tiempo
fui intimando cada vez más con mis compañeras de estudio. Y fui recabando
información perturbadora. Yo idealizaba la docencia y estaba convencida de que
la vocación y el amor por los niñitos eran fundamentales para convertirse en Profesora de Nivel Inicial (título mucho más rimbombante que
el escueto maestra jardinera).
Así que, dejando de lado ciertos escrúpulos y haciendo gala de una alcahuetería
que me avergüenza, decidí encarar a la Profesora de Psicología.
-Profesora, ¿a usted no le
parece que para ser admitida en el profesorado una tendría que pasar por algún
test psicológico?
-Para inscribirte te piden un
certificado de salud.
-Sí, pero la mayoría de esos
certificados son truchos. Ser maestra es una responsabilidad muy grande. Vamos
a trabajar con personas. Con personas en formación. No todo el mundo está en
condiciones de hacerlo.
-¿A quién te referís,
específicamente?
-Específicamente me refiero a
Fulana, que baila medio desnuda en un boliche, adentro de una jaula. Que quede
bien clarito que yo no tengo nada contra las mujeres que bailan en jaulas. Pero
me parece que no da el perfil. Y me refiero a Mengana, que odia a los chicos
pero está acá porque el novio se ratonea con el guardapolvo. Y me refiero a
Zutana, que tiene veintidós años y fue a llorarle a la madre porque la amiga la
dejó de lado. La madre vino a hacer un escándalo a la puerta del Instituto y casi agarra a la amiga de los pelos.
-Quedate tranquila, Raquel,
que las más locas se quedan en el camino.
-¿Seguro?
-Seguro.
Al final, no era tan seguro.
Porque en una residencia una maestra en ciernes, desbordada por el
comportamiento deplorable de un alumnito que trastornaba “la hora del cuento”, trabó la
cabeza del pequeñín entre sus rodillas hasta que los personajes de la historia
que estaba contando “fueron
felices y comieron perdices”.
Y yo me recibí.
Los profesorados en general,
al igual que las universidades, están muy politizados. Las jardineras nos
caracterizamos por vivir en una nube de gases rosados, pero compartíamos
edificio con futuros profesores de Geografía e Historia. El “Centro de Estudiantes” era un ente extraño que iba desde
las puteadas sindicales hasta el capricho de remover de su cargo a la mejor
profesora que tuve en mi vida.
-¡Ustedes están en
pedo! –salté yo ante la maligna propuesta- En pedo mal. La profesora es
excelente.
-Con ella ningún alumno
aprueba. ¡Hay que sacarla!
-Mirá, querida: no aprueban
porque no estudian. Yo aprobé los dos trimestres con 10.
-¡Hay que sacarla!
-¡A ustedes hay que sacarlos,
que no hacen más que romper las pelotas!
Mención especial merece lo
sucedido frente al atentado a las Torres Gemelas. El “Centro de Estudiantes” empapeló el edificio con beligerantes
carteles aprobando lo sucedido. Yo cavilaba:
-Me asusta que estos tipos
vayan a trabajar con pibes. A los pibes hay que enseñarles respeto por la vida.
Hay que reconocer que, en
estas lides, el “Centro de
Estudiantes” era cebado por
algunas autoridades de talante belicoso. Un día después del atentado, la
Secretaria de la institución fue, aula por aula, a dar un pequeño discurso.
En el Instituto sonaba música
a un volumen considerable, porque se estaba organizando el acto del “Día del Maestro”.
-Bueno, chicas, -dijo la
tipa- ustedes saben que pasó ayer: el atentado. Nosotros vamos a seguir con la
música, porque eso no nos afecta en lo más mínimo. Es más, ustedes saben que,
dada la política exterior de Estados Unidos, imperialista y malvada, se
merecían que les sucediera algo así.
Mis condiscípulas ignoraban
cuál era la política exterior de Estados Unidos pero asentían en silencio.
-Disculpe la impertinencia,
–dije yo, que a educadita no me gana nadie- pero disiento con usted. No por el
asunto de la música, porque pasar o no pasar música me parece intrascendente.
Tampoco en lo que atañe a la política exterior de Estados Unidos, que es un
asco. Pero decir que se lo merecían me parece una barrabasada. Usted está
confundiendo pueblo con gobierno. A lo largo de nuestra historia nosotros
también tuvimos gobiernos deplorables. ¿Merecíamos por eso que nos asesinaran?
La Secretaria me miró con curiosidad, como si yo fuera
un oso panda nacido en cautiverio, se dio media vuelta y se fue. Pero siempre
me tuvo entre ceja y ceja. Cuando me vio abanderada se quería morir.
Porque, sí, fui abanderada.
Me recibí con un promedio de 9,70. Y eso por culpa del imbécil que oficiaba
como profesor de dibujo.
El mentado profesor nos
encargó un trabajo
práctico que consistía en ir a un museo o a una galería de arte y
hacer una especie de monografía acerca de la visita. En equipo.
El equipo era yo. Con esto
quiero decir que yo trabajaba y mis compañeras estampaban sus firmas al pie de
la tarea.
En ese entonces había en La Rural una exposición maravillosa
dedicada a The Beatles. No sólo se exhibían objetos personales
de los Fab Four y todo tipo de memorabilia, sino
que se exponían, como novedad, obras de artistas argentinos (Pérez Celis, Vito
Campanella, Marta Minujin, entre otros) inspiradas en el grupo.
Decidí que mi trabajo iba a versar
acerca de esa muestra. E hice una tarea impecable a la que adosé fotografías de
las obras y ameritó un 10 y una calurosa felicitación (por escrito) de parte
del profesor.
Cuando el susodicho entregó
las notas finales comprobé, azorada, que, mientras las otras trabajadoras de mi equipo tenían
9 o 10, a mí me había quedado un miserable 8.
-A mí me parece que usted
está confundido. No me puede poner 8.
-¿Por qué?
-Porque tengo un 10 en el trabajo práctico y mi
carpeta, linda y completita, no merece un 6.
El tipo, ante mi irrefutable
argumento, no tuvo mejor idea que poner en duda la autoría del trabajo.
-La carpeta no se condice con
el trabajo.
-¿¿¿¿¿Qué????? ¡Usted sigue
confundido! El trabajo era sobre The
Beatles, ¿no? ¡¡¡¡¡Mire mi
carpeta!!!!! Acá tiene un John Lennon cubista. Y acá tiene un Lennon y un
Harrison parados en una nube. ¡¡¡¡¡Y acá tiene un submarino amarillo!!!!! Salta
a la vista que el trabajo lo
hice YO. A mí me parece
que usted no chequeó las carpetas y puso las notas arbitrariamente.
-¿Vos me estás peleando por
un 8? –me increpó el tipo que, equivocado y todo, ya tenía las bolas por el
suelo.
-¡Sí! ¡Porque me arruinó el
promedio! ¡9,70 me queda! ¡9,70!
Los tres años de profesorado
se pasaron volando. Fueron hermosos. Fueron inolvidables.
Cuando faltaban muy pocos
días para la graduación, la Secretaria volvió al ataque:
-La entrega de diplomas se va
a hacer en el Salón de Actos
del Instituto. Es amplio, es
lindo. Pero hace mucho que no se usa, así que está un poco sucio. Les pido su
colaboración. Para limpiarlo y acomodarlo.
-¡¡¡¡¡No!!!!! –salté como
leche hervida- Yo no limpió en mi casa, no voy a venir a limpiar acá. Además,
nosotras somos las agasajadas. Si tienen que limpiar las alumnas que limpien
las de 1º año.
Al final, nunca se supo quién
limpió el salón.
Yo no fui.
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