REFUTACIÓN DEL VERANO
"Un perfecto día de verano es cuando el sol
está brillando, el viento sopla, los pájaros cantan, y la cortadora de césped
se rompe."
James Den
Ustedes
saben lo que pienso del verano. Que es una estación nefasta en la que la boludez en sangre de la mayoría de las
personas crece hasta alcanzar niveles insospechados. La revista “Cosmopolitan” y los sitios web
femeninos, copiosos como hongos después de una buena lluvia, publican notas
con títulos bizarros, tales como “50
maneras de tener un orgasmo mientras juntás almejas en Santa Teresita” o “Tips para hacer el amor en los médanos sin
llenarte el culo de arena”. Los programas
de chimentos de la tarde se atiborran de móviles playeros con señoritas pulposas embutidas bikinis diminutos y
anteojos Chanel que sacan sus
bombachas al sol y cuentan todo: lo felizmente
dotado que está Pirulo, lo buen
amante que es Fangulo y lo dañina que
es Zutana, que les birló el trabajo,
el novio o el conchero. La gente en general cree que porque es verano se
acabaron los problemas, que todo tiene que ser up, up, up, y van a los móviles donde las pulposas cuentan sus
entretelones, y aplauden. Vaya uno a saber qué carajo aplauden. Una señora
gorda con malla enteriza aplaudiendo a una señorita flaca medio en bolas es un
despropósito, pero el verano tiene esas cosas. Cosas que una no entiende ni
entenderá nunca, porque odia el verano, odia a las señoritas flacas, odia a las
señoras en malla enteriza, odia la arena, odia los programas de chimentos de la tarde… lo único que no odia son las
almejas.
Ustedes
creerán, mis queridos, que los veranos de mi infancia y mi adolescencia deben
haber sido tétricos para dejarme esta profunda huella de repudio a la estación
del vamos a la playa oh oh oh oh oh. Y
la verdad que tan así no fue. Si bien casi no tuve vacaciones en Mar del Tuyú o
en Mar de Ajó, como la mayoría de mis compañeros de escuela y amiguitos del
barrio, me las arreglé para pasarla más o menos bien. A veces me puteaba con
los pibes de la cuadra porque cazaban
mariposas a ramazo limpio, pero, en general, vivía en cálida armonía con
mis congéneres y con la naturaleza. Me gustaba especialmente la hora
comprendida entre las dos y las tres de la tarde, la hora de la abeja. Todo parecía dorado en esa hora mágica.
También, cómo no, me gustaban los atardeceres, la poética irrupción de las
luciérnagas en el jardín de mi casa, las damas
de noche abriéndose a la cálida luna de enero. Me gustaba en Carnaval, con su alegría pagana, los
baldazos de agua, el modesto Corso del
barrio. Me gustaba el mar, aunque estuviera lejos, y tenía un caracol que
acercaba a mi oído para escuchar los ruidos de ese paraíso de espuma y sal que
me estaba vedado por una prosaica cuestión económica.
¿Y
entonces?
Y
entonces sucede que crecí y que soy más vieja de lo que jamás hubiera esperado
ser. Que cuando hablan de chica Cosmo
no se están refiriendo a mí y que aunque junte baldes y baldes de almejas en
Santa Teresita, el orgasmo estival me es esquivo y sólo me queda como consuelo
que el escabeche para acompañar a los bivalvos, cruentamente arrancados de su
hábitat por mi gula descontrolada, me salga más o menos rico. Que la arena en el
culo es una de las cosas que más me jode en la vida. Que no me entra ningún
bikini o, mejor dicho, yo no entro en ninguno. Que los anteojos Chanel (los Chanel posta, no los que venden en los puestos callejeros y en las
ferias barriales) están fuera de mis posibilidades económicas. Que no puedo
sacar mi bombacha al sol sin que algún vecino despistado la confunda con una
carpa. Que no gusté de la talla asombrosa
de Pirulo ni de las atenciones eróticas de Fangulo. Que Zutana es
tan vieja como yo, y si me robó el novio en la adolescencia ya la perdoné,
total, el tipo era un sátrapa y terminó metiéndole los cuernos con la amiga de
la amiga de la amiga. El trabajo se lo regalo y conchero nunca tuve. Que la
playa me resulta hostil y el sol me da alergia (sí, sí, padezco de erupción
polimorfa lumínica,
triste pero real). Que casi no quedan mariposas ni luciérnagas, y muchos pibes
del barrio estarán cazando bichos en el Paraíso,
si existe, y si en el Paraíso existen
los bichos. Que ya nadie me moja en Carnaval
(cuando salimos a la calle en Carnaval y
nadie nos moja es irrefutable: empezamos a envejecer) y el Corso del barrio no existe más (me gusta pensar que los travestis
con barba de las comparsas de entonces también están desfilando en el Paraíso, pero no sé, no sé si existe el Paraíso, no sé si en el Paraíso hay comparsas y una nena de
nueve años revolea papel picado embutida en una bolsa de arpillera adornada con
bordados de colores, creyéndo que es una india, aunque tenga rulos cortos y
no pueda hacerse las trenzas). Que el mar
sigue estando lejos pero perdí el caracol que hacía la magia. Y ya no puedo
escucharlo.
El verano, mis queridos, no es
para la gente grande. Concuerdo absolutamente con Alejandro
Dolina: el veraneo es un
privilegio de la juventud. Yo iría aún un poco más lejos que nuestro amigo
Alejandro y aseguraría redondamente que el verano es un privilegio de la
juventud. Quedan para nosotras, señoras cuarentonas y sensibles, las doradas
bondades del otoño. Su encantador crujir de hojas secas. Su languidez. Su
belleza reposada. Quizás dentro de algunos años nuestra estación del año
favorita sea el invierno. Para hacer strudel y tejer bufandas infinitas.
No sé.
Termino esta refutación al verano con la sensibilidad
de César Vallejo: "Verano, ya me voy. Y me dan pena / las manitas
sumisas de tus tardes. / Llegas devotamente; llegas viejo; / y ya no
encontrarás en mi alma a nadie".
Buenas y calurosas tardes.
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