lunes, 29 de febrero de 2016

REFUTACIÓN DEL VERANO


REFUTACIÓN DEL VERANO

"Un perfecto día de verano es cuando el sol está brillando, el viento sopla, los pájaros cantan, y la cortadora de césped se rompe."
James Den

Ustedes saben lo que pienso del verano. Que es una estación nefasta en la  que la boludez en sangre de la mayoría de las personas crece hasta alcanzar niveles insospechados.  La revista “Cosmopolitan” y los sitios web femeninos, copiosos como hongos después de una buena lluvia, publican notas con títulos bizarros, tales como “50 maneras de tener un orgasmo mientras juntás almejas en Santa Teresita” o “Tips para hacer el amor en los médanos sin llenarte el culo de arena”. Los programas de chimentos de la tarde se atiborran de móviles playeros con señoritas pulposas embutidas bikinis diminutos y anteojos Chanel que sacan sus bombachas al sol y cuentan todo: lo felizmente dotado que está Pirulo, lo buen amante que es Fangulo y lo dañina que es Zutana, que les birló el trabajo, el novio o el conchero. La gente en general cree que porque es verano se acabaron los problemas, que todo tiene que ser up, up, up, y van a los móviles donde las pulposas cuentan sus entretelones, y aplauden. Vaya uno a saber qué carajo aplauden. Una señora gorda con malla enteriza aplaudiendo a una señorita flaca medio en bolas es un despropósito, pero el verano tiene esas cosas. Cosas que una no entiende ni entenderá nunca, porque odia el verano, odia a las señoritas flacas, odia a las señoras en malla enteriza, odia la arena, odia los programas de chimentos de la tarde… lo único que no odia son las almejas.
Ustedes creerán, mis queridos, que los veranos de mi infancia y mi adolescencia deben haber sido tétricos para dejarme esta profunda huella de repudio a la estación del vamos a la playa oh oh oh oh oh. Y la verdad que tan así no fue. Si bien casi no tuve vacaciones en Mar del Tuyú o en Mar de Ajó, como la mayoría de mis compañeros de escuela y amiguitos del barrio, me las arreglé para pasarla más o menos bien. A veces me puteaba con los pibes de la cuadra porque cazaban mariposas a ramazo limpio, pero, en general, vivía en cálida armonía con mis congéneres y con la naturaleza. Me gustaba especialmente la hora comprendida entre las dos y las tres de la tarde, la hora de la abeja. Todo parecía dorado en esa hora mágica. También, cómo no, me gustaban los atardeceres, la poética irrupción de las luciérnagas en el jardín de mi casa, las damas de noche abriéndose a la cálida luna de enero. Me gustaba en Carnaval, con su alegría pagana, los baldazos de agua, el modesto Corso del barrio. Me gustaba el mar, aunque estuviera lejos, y tenía un caracol que acercaba a mi oído para escuchar los ruidos de ese paraíso de espuma y sal que me estaba vedado por una prosaica cuestión económica.

¿Y entonces?

Y entonces sucede que crecí y que soy más vieja de lo que jamás hubiera esperado ser. Que cuando hablan de chica Cosmo no se están refiriendo a mí y que aunque junte baldes y baldes de almejas en Santa Teresita, el orgasmo estival me es esquivo y sólo me queda como consuelo que el escabeche para acompañar a los bivalvos, cruentamente arrancados de su hábitat por mi gula descontrolada, me salga más o menos rico. Que la arena en el culo es una de las cosas que más me jode en la vida. Que no me entra ningún bikini o, mejor dicho, yo no entro en ninguno. Que los anteojos Chanel (los Chanel posta, no los que venden en los puestos callejeros y en las ferias barriales) están fuera de mis posibilidades económicas. Que no puedo sacar mi bombacha al sol sin que algún vecino despistado la confunda con una carpa. Que no gusté de la talla  asombrosa de Pirulo ni de las  atenciones eróticas de Fangulo. Que Zutana es tan vieja como yo, y si me robó el novio en la adolescencia ya la perdoné, total, el tipo era un sátrapa y terminó metiéndole los cuernos con la amiga de la amiga de la amiga. El trabajo se lo regalo y conchero nunca tuve. Que la playa me resulta hostil y el sol me da alergia (sí, sí, padezco de erupción polimorfa lumínica, triste pero real). Que casi no quedan mariposas ni luciérnagas, y muchos pibes del barrio estarán cazando bichos en el Paraíso, si existe, y si en el Paraíso existen los bichos. Que ya nadie me moja en Carnaval (cuando salimos a la calle en Carnaval y nadie nos moja es irrefutable: empezamos a envejecer) y el Corso del barrio no existe más (me gusta pensar que los travestis con barba de las comparsas de entonces también están desfilando en el Paraíso, pero no sé, no sé si existe el Paraíso, no sé si en el Paraíso hay comparsas y una nena de nueve años revolea papel picado embutida en una bolsa de arpillera adornada con bordados de colores, creyéndo que es una india, aunque tenga rulos cortos y no pueda hacerse las trenzas).  Que el mar sigue estando lejos pero perdí el caracol que hacía la magia. Y ya no puedo escucharlo.
El verano, mis queridos, no es para la gente grande.  Concuerdo absolutamente con Alejandro Dolina: el veraneo es un privilegio de la juventud. Yo iría aún un poco más lejos que nuestro amigo Alejandro y aseguraría redondamente que el verano es un privilegio de la juventud. Quedan para nosotras, señoras cuarentonas y sensibles, las doradas bondades del otoño. Su encantador crujir de hojas secas. Su languidez. Su belleza reposada. Quizás dentro de algunos años nuestra estación del año favorita sea el invierno. Para hacer strudel y tejer bufandas infinitas. No sé.

Termino esta refutación al verano con la sensibilidad de César Vallejo: "Verano, ya me voy. Y me dan pena / las manitas sumisas de tus tardes. / Llegas devotamente; llegas viejo; / y ya no encontrarás en mi alma a nadie".
Buenas y calurosas tardes.

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