CUERNOS
“Cuernos, cuernos,
cuernos,
siempre tan modernos.
Cuernos, cuernos,
cuernos,
es la solución.
Pon un par de cuernos
a tu depresión.”
"Cuernos",
Joaquín Sabina
“¡Dale, nomás...! ¡Dale,
que va...!
¡Que allá en el Horno nos
vamo’a encontrar...!”
"Cambalache",
Enrique Santos Discépolo
Vaya uno
a saber por qué, pero durante años nos han hecho creer que meter los
cuernos era un asunto exclusivamente masculino. El misterio residía en
saber con quién contaban estos señores disolutos para perpetrar una acción tan
reprobable. Según nuestras abuelas lo hacían con alguna soltera casquivana
(jamás con una pobre solterona que se ha quedado sin ilusión y sin fe)
o con alguna señorita complaciente que se dedicaba con ahínco a ejercer el
oficio más antiguo del mundo. Pero estamos en el siglo XXI y el dato ya es irrefutablemente
oficial: las mujeres también meten los cuernos.
Según la
revista “Ohlalá!”, las estadísticas indican que el 50 % de las
mujeres, hartas de lo que tenían en casa, salieron a averiguar si afuera había
algo mejor, y la cantidad de féminas infieles está casi a la par de la de sus
congéneres masculinos. Se supone que esta gozosa rebelión femenina tiene sus
raíces (¡cómo no!) en el trillado mito del Príncipe Azul. Si en
casa hay un sapo, urge buscar al idealizado Príncipe que,
ya que estoy les paso el dato, no existe. En las relaciones
amorosas, este peliagudo asunto de sapos y Príncipes,
funciona exactamente al revés que en las películas de Disney y los cuentos de
los hermanos Grimm. Arrancamos besando a un glamoroso miembro de la Casa
Real y, cuando nos queremos acordar, estamos prendidas como sopapas a
la resbalosa trompa de un bufónido. Así que, aunque yo brego
por la eliminación de juguetes eróticos que contaminan nuestro vapuleado medio
ambiente y por la gloriosa vuelta de los amantes, debo advertir a las señoritas
despistadas que los amantes también terminan convirtiéndose en anfibios más
o menos irritantes. Es triste, pero es la verdad. Juro por Dios que es
la verdad.
Es harto
sabido que la monogamia es un asunto puramente cultural. Y que
a veces una tiene ganas de mandar la cultura a la mierda. Así nomás. Este es
también un dato irrefutablemente oficial. A ver
quién tiene agallas para desmentirlo.
Muchas
mujeres se horrorizan ante la posibilidad de engañar a sus parejas, y se
persignan mientras sueltan una frase terminante: “¡A mí nunca me va a
pasar!”. Éstas son, vale aclararlo, las damas que, tal como los
enloquecidos y ciclotímicos miembros de nuestra farándula, no resisten
un archivo. Las señoras más ferozmente aferradas a sus cinturones de
castidad son las que primero revolean la chancleta. Esta afirmación,
que a algunos les resultará intolerablemente escandalosa, no se basa en
estadísticas, sino en lo que ha visto/ observado/ constatado vuestra
humilde servidora a lo largo de su improductiva vida.
Las
primeras en conseguirse un amante son aquellas mujeres que fueron adolescentes
enojosamente mojigatas, porque, tal como me enseñó una vieja dama que celebraba
que cada mes fuera a buscarme un muchacho distinto a la salida del trabajo, “el
que de joven no trota, de viejo galopa”. En cuanto estas féminas descubren
lo pavotas que fueron en sus años dorados, quieren recuperar desesperadamente
el tiempo perdido.
Las
segundas en conseguirse un amante son aquellas mujeres casadas con un bruto
incapaz de un ápice de comprensión o una pincelada de sensibilidad, y que,
además, no pueden compensar los defectos del sapo que supieron
conseguir saliendo de shopping. Estas féminas son las que se mean cuando
Valeria Lynch aúlla “Señor Amante” o el Paz Martínez muge “Amor
Pirata". Así de sordas se ponen.
Las
terceras en conseguirse un amante son aquellas mujeres que están simplemente
aburridas.
Hay, vale
aclararlo, un cuarto tipo de mujer que mete los cuernos: aquellas
que están casadas con señores que confían ciegamente en ellas. Es de público
conocimiento que de la confianza al desinterés hay un solo y único
paso, por lo menos en ese misterio insondable llamado cerebro
femenino. Si sus consortes no las celan un poquitito, estas chicas asumen que
han alcanzado, sin proponérselo, la triste categoría de muebles de jardín. Así
que buscan reivindicarse y volver a sentirse atractivas y deseables.
¡Ojo! Las
mujeres no somos malas, por lo menos cuando metemos los cuernos. En
el 99% de los casos no buscamos lastimar a nuestro esposo (salvo, claro está,
en el caso del cuerno por venganza). Buscamos encontrar fuera de
nuestro hogar aquello que no pudimos –o supimos- reclamarle a nuestro consorte
o que él no fue capaz de darnos. Nos inmolamos en pos de un espejismo.
Ninguna
mujer está hecha de canto rodado y es natural que nos gusten señores que no son
el nuestro. Mientras esos señores sean Brad Pitt o Leonardo Di Caprio, nuestra
pareja está más o menos a salvo. Cuando son, en cambio, el
remisero, el compañero de trabajo o el profesor de tenis (todo depende,
obviamente, de la posición social que ocupemos) la cosa se pone
peligrosa. La modernidad ha generado otra variante de potencial amante:
el pavote que conocimos en el chat, en Facebook o
en alguna otra sociedad cibernética. Dicen los que saben que de este espécimen
se puede escapar a tiempo: basta con apagar la computadora. Pero
esto no es tan sencillo como parece. Los señores con los que nos cruzamos en el Messenger suelen
ser halagadoramente insistentes y pueden mentir sin que una les vea las caras
de tránsfugas. Y, como postulé con anterioridad, las mujeres no estamos hechas
de granito. Estamos hechas de carne, hueso e ideas delirantes acerca de lo que
ese misterioso internauta puede ofrecernos.
Los
expertos aseguran que, ante una inminente metida de cuernos, debemos
bajar un cambio y preguntarnos: “¿Qué nos viene a decir la repentina
aparición de este señor que nos mueve el piso? ¿De qué carecemos en nuestro
maridaje? ¿Qué estamos buscando fuera de casa? ¿Qué no satisface el tipo con el
cual nos vamos a dormir todas las noches?”. Aconsejan, además, tener una
charla a fondo con nuestro consorte antes de dar el mal paso.
La charla versará, por supuesto, acerca de aquello que está faltando en nuestra
relación. Parece que mirando el problema de a dos no existen tres. Pero
ya se sabe que a los expertos nadie les da bola. Y a las esposas demandantes,
tampoco.
En una
relación estable se ganan muchas cosas y se pierden otras tantas. Entre esas
otras tantas están el cortejo y la adrenalina y las hormonas
que conlleva. Esta pérdida es irrecuperable y merece un duelo como Dios manda.
Algunas señoras se conforman tristemente con tal situación. Otras se resisten a
aceptarla y suponen que para recuperar el revuelo cursiento de
mariposillas en el estómago, es necesario e inevitable echar mano a un
nuevo masculino. Ya lo dijo Alejandro Dumas (hijo): “El matrimonio es
una cadena tan pesada que para llevarla hace falta ser dos y, a menudo, tres.”
Una vez
consumada la infidelidad, la mujer puede reaccionar de diversas maneras. Puede
sentirse culpable, puede sentirse no culpable o
puede tirar fuegos artificiales como si la vida fuera un perpetuo 4 de
julio o un sempiterno Año Nuevo chino. Todas las opciones son válidas,
pero yo me inclino por la última, a pesar de mi reputado carácter lúgubre.
Aquí
llega el momento de hacerse nuevas preguntas: “¿Hasta acá llegó mi
matrimonio? ¿Vuelvo a elegir a mi marido? ¿Me quedo con mi amante? ¿Quién
estoy, dónde soy, dónde me pongo?” Algunas femeninas deciden quedarse
con el bueno conocido antes de seguir indagando en el malo
por conocer. Otras escogen partir en pos del nuevo Príncipe ignorando
a sabiendas que, tarde o temprano, va a terminar croando, porque
la croada compulsiva es inherente a la naturaleza masculina.
Las más osadas lo quieren todo, marido y amante. Pero esta elección termina en
quilombo seguro. Aquí también todas las opciones son válidas y depende de cada
señora qué quiere hacer con su entuerto amoroso.
Si una
elige quedarse con el marido, los expertos aconsejan confesar. Qué
se yo. A mí esto me parece una reverenda boludez, pero yo experta no soy. Para
mí lo más aconsejable es meter violín en bolsa y negar obstinadamente
cualquier evidencia del crimen, por irrefutable que sea.
Veamos
ahora por qué una mujer infiel no tarda en confesarle sus fechorías a su mejor
amiga. En primer lugar, porque busca una cómplice para su
delito. Y, en segundo, para aligerar su mochila de culpa, no culpa o fuegos
artificiales. Si una es la amiga de la pecadora debe abstenerse de dar
consejos. Nadie puede arreglar la vida propia, así que sería una
utopía insana pretender arreglar la ajena. Bien sabido es que los
de afuera son de palo.Hay mujeres, no obstante, que se prenden de la
aventura amorosa de sus amigas como garrapatas sedientas y no quieren perderse
ningún detalle de las mismas. Y otras (las menos, diría yo) que se disgustan
ante el desparpajo de las susodichas, por moralina o por envidia hecha y
derecha, y les hacen saber que lo que están haciendo es definitivamente repulsivo.
Más vale alejarse de estas guachas que se solidarizan con el hombre corneado. Tarde
o temprano se irán de lengua, y eso también es quilombo seguro.
Aquí
termina este opúsculo que pretende echar luz sobre la infidelidad femenina. A
pesar de que nuestras abuelas se hacían las gilas y juraban que sólo los
hombres tenían el mal hábito de meter los cuernos, déjenme, antes
de despedirme, que les aporte algo de mi experiencia, la cual sirve para
refutar a nuestra ilustre prosapia. Conozco respetables vecinas que ya pasan
los 60 que, en tiempos mejores, no dudaron en cornear alegremente
a sus maridos. Esto se sabe por infidencias de sus amantes o de ellas mismas,
por pequeños y grandes escandaletes que sacudieron al barrio y porque una vez
un marido afrentado trajo a su mujer en bolas a la casa de sus suegros y se las
dejó tirada en la vereda. Para que se queden tranquilos, diré que este
matrimonio se recompuso, porque más les convenía a ambos estar juntos
que separados (la señora en cuestión sabía de algunas maniobras
ilegales de su consorte y amenazó con hacerlas públicas si no era
nuevamente recibida en el sacrosanto seno del hogar). Como verán, todo tiene
solución si se cuenta con la buena voluntad de las partes.
Señores,
la vida no es un tango ni una telenovela de Verónica Castro. Así que hay que
borrarse de las cabecitas la cobarde, vil y cruel traición y el
odio maldito que llevo en las venas. Un mal paso lo da
cualquiera y hay que ser comprensivos con la fémina que se descarriló, porque,
ya se sabe, en cuestiones como ésta es difícil encontrar a alguien que pueda
tirar la primera piedra. Y, además, lo de tirar piedras me parece una
exageración: ningún cuerno amerita semejante escándalo.
Me
despido, amables leedores, con una frase del poeta inglés George Herbert: “El
adulterio es justificable: el alma necesita pocas cosas; el cuerpo muchas.” La
toman o la dejan.
Yo les aconsejo que la tomen.
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