lunes, 15 de abril de 2013

CUERNOS


CUERNOS

“Cuernos, cuernos, cuernos, 
siempre tan modernos. 
Cuernos, cuernos, cuernos, 
es la solución. 
Pon un par de cuernos 
a tu depresión.” 
"Cuernos", Joaquín Sabina 

“¡Dale, nomás...! ¡Dale, que va...! 
¡Que allá en el Horno nos vamo’a encontrar...!” 
"Cambalache",  Enrique Santos Discépolo

Vaya uno a saber por qué, pero durante años nos han hecho creer que meter los cuernos era un asunto exclusivamente masculino. El misterio residía en saber con quién contaban estos señores disolutos para perpetrar una acción tan reprobable. Según nuestras abuelas lo hacían con alguna soltera casquivana (jamás con una pobre solterona que se ha quedado sin ilusión y sin fe) o con alguna señorita complaciente que se dedicaba con ahínco a ejercer el oficio más antiguo del mundo. Pero estamos en el siglo XXI y el dato ya es irrefutablemente oficial: las mujeres también meten los cuernos.
Según la revista “Ohlalá!”, las estadísticas indican que el 50 % de las mujeres, hartas de lo que tenían en casa, salieron a averiguar si afuera había algo mejor, y la cantidad de féminas infieles está casi a la par de la de sus congéneres masculinos. Se supone que esta gozosa rebelión femenina tiene sus raíces (¡cómo no!) en el trillado mito del Príncipe Azul. Si en casa hay un sapo, urge buscar al idealizado Príncipe que, ya que estoy les paso el dato, no existe. En las relaciones amorosas, este peliagudo asunto de sapos y Príncipes, funciona exactamente al revés que en las películas de Disney y los cuentos de los hermanos Grimm. Arrancamos besando a un glamoroso miembro de la Casa Real y, cuando nos queremos acordar, estamos prendidas como sopapas a la resbalosa trompa de un bufónido. Así que, aunque yo brego por la eliminación de juguetes eróticos que contaminan nuestro vapuleado medio ambiente y por la gloriosa vuelta de los amantes, debo advertir a las señoritas despistadas que los amantes también terminan convirtiéndose en anfibios más o menos irritantes. Es triste, pero es la verdad. Juro por Dios que es la verdad.
Es harto sabido que la monogamia es un asunto puramente cultural. Y que a veces una tiene ganas de mandar la cultura a la mierda. Así nomás. Este es también un dato irrefutablemente oficial. A ver quién tiene agallas para desmentirlo.
Muchas mujeres se horrorizan ante la posibilidad de engañar a sus parejas, y se persignan mientras sueltan una frase terminante: “¡A mí nunca me va a pasar!”. Éstas son, vale aclararlo, las damas que, tal como los enloquecidos y ciclotímicos miembros de nuestra farándula, no resisten un archivo. Las señoras más ferozmente aferradas a sus cinturones de castidad son las que primero revolean la chancleta. Esta afirmación, que a algunos les resultará intolerablemente escandalosa, no se basa en estadísticas, sino en lo que ha visto/ observado/ constatado vuestra humilde servidora a lo largo de su improductiva vida.
Las primeras en conseguirse un amante son aquellas mujeres que fueron adolescentes enojosamente mojigatas, porque, tal como me enseñó una vieja dama que celebraba que cada mes fuera a buscarme un muchacho distinto a la salida del trabajo, “el que de joven no trota, de viejo galopa”. En cuanto estas féminas descubren lo pavotas que fueron en sus años dorados, quieren recuperar desesperadamente el tiempo perdido.
Las segundas en conseguirse un amante son aquellas mujeres casadas con un bruto incapaz de un ápice de comprensión o una pincelada de sensibilidad, y que, además, no pueden compensar los defectos del sapo que supieron conseguir saliendo de shopping. Estas féminas son las que se mean cuando Valeria Lynch aúlla “Señor Amante” o el Paz Martínez muge “Amor  Pirata". Así de sordas se ponen.
Las terceras en conseguirse un amante son aquellas mujeres que están simplemente aburridas.
Hay, vale aclararlo, un cuarto tipo de mujer que mete los cuernos: aquellas que están casadas con señores que confían ciegamente en ellas. Es de público conocimiento que de la confianza al desinterés hay un solo y único paso, por lo menos en ese misterio insondable llamado cerebro femenino. Si sus consortes no las celan un poquitito, estas chicas asumen que han alcanzado, sin proponérselo, la triste categoría de muebles de jardín. Así que buscan reivindicarse y volver a sentirse atractivas y deseables.
¡Ojo! Las mujeres no somos malas, por lo menos cuando metemos los cuernos. En el 99% de los casos no buscamos lastimar a nuestro esposo (salvo, claro está, en el caso del cuerno por venganza). Buscamos encontrar fuera de nuestro hogar aquello que no pudimos –o supimos- reclamarle a nuestro consorte o que él no fue capaz de darnos. Nos inmolamos en pos de un espejismo.
Ninguna mujer está hecha de canto rodado y es natural que nos gusten señores que no son el nuestro. Mientras esos señores sean Brad Pitt o Leonardo Di Caprio, nuestra pareja está más o menos a salvo. Cuando son, en cambio, el remisero, el compañero de trabajo o el profesor de tenis (todo depende, obviamente, de la posición social que ocupemos) la cosa se pone peligrosa. La modernidad ha generado otra variante de potencial amante: el pavote que conocimos en el chat, en Facebook o en alguna otra sociedad cibernética. Dicen los que saben que de este espécimen se puede escapar a tiempo: basta con apagar la computadora. Pero esto no es tan sencillo como parece. Los señores con los que nos cruzamos en el Messenger suelen ser halagadoramente insistentes y pueden mentir sin que una les vea las caras de tránsfugas. Y, como postulé con anterioridad, las mujeres no estamos hechas de granito. Estamos hechas de carne, hueso e ideas delirantes acerca de lo que ese misterioso internauta puede ofrecernos.
Los expertos aseguran que, ante una inminente metida de cuernos, debemos bajar un cambio y preguntarnos: “¿Qué nos viene a decir la repentina aparición de este señor que nos mueve el piso? ¿De qué carecemos en nuestro maridaje? ¿Qué estamos buscando fuera de casa? ¿Qué no satisface el tipo con el cual nos vamos a dormir todas las noches?”. Aconsejan, además, tener una charla a fondo con nuestro consorte antes de dar el mal paso.  La charla versará, por supuesto, acerca de aquello que está faltando en nuestra relación. Parece que mirando el problema de a dos no existen tres. Pero ya se sabe que a los expertos nadie les da bola. Y a las esposas demandantes, tampoco.
En una relación estable se ganan muchas cosas y se pierden otras tantas. Entre esas otras tantas están el cortejo y la adrenalina y las hormonas que conlleva. Esta pérdida es irrecuperable y merece un duelo como Dios manda. Algunas señoras se conforman tristemente con tal situación. Otras se resisten a aceptarla y suponen que para recuperar el revuelo cursiento de mariposillas en el estómago, es necesario e inevitable echar mano a un nuevo masculino. Ya lo dijo Alejandro Dumas (hijo): “El matrimonio es una cadena tan pesada que para llevarla hace falta ser dos y, a menudo, tres.”
Una vez consumada la infidelidad, la mujer puede reaccionar de diversas maneras. Puede sentirse culpable, puede sentirse no culpable o puede tirar fuegos artificiales como si la vida fuera un perpetuo 4 de julio o un sempiterno Año Nuevo chino. Todas las opciones son válidas, pero yo me inclino por la última, a pesar de mi reputado carácter lúgubre.
Aquí llega el momento de hacerse nuevas preguntas: “¿Hasta acá llegó mi matrimonio? ¿Vuelvo a elegir a mi marido? ¿Me quedo con mi amante? ¿Quién estoy, dónde soy, dónde me pongo?” Algunas femeninas deciden quedarse con el bueno conocido antes de seguir indagando en el malo por conocer. Otras escogen partir en pos del nuevo Príncipe ignorando a sabiendas que, tarde o temprano, va a terminar croando, porque la croada compulsiva es inherente a la naturaleza masculina. Las más osadas lo quieren todo, marido y amante. Pero esta elección termina en quilombo seguro. Aquí también todas las opciones son válidas y depende de cada señora qué quiere hacer con su entuerto amoroso.
Si una elige quedarse con el marido, los expertos aconsejan confesar. Qué se yo. A mí esto me parece una reverenda boludez, pero yo experta no soy. Para mí lo más aconsejable es meter violín en bolsa y negar obstinadamente cualquier evidencia del crimen, por irrefutable que sea.
Veamos ahora por qué una mujer infiel no tarda en confesarle sus fechorías a su mejor amiga. En primer lugar, porque busca una cómplice para su delito. Y, en segundo, para aligerar su mochila de culpa, no culpa o fuegos artificiales. Si una es la amiga de la pecadora debe abstenerse de dar consejos. Nadie puede arreglar la vida propia, así que sería una utopía insana pretender arreglar la ajena. Bien sabido es que los de afuera son de palo.Hay mujeres, no obstante, que se prenden de la aventura amorosa de sus amigas como garrapatas sedientas y no quieren perderse ningún detalle de las mismas. Y otras (las menos, diría yo) que se disgustan ante el desparpajo de las susodichas, por moralina o por envidia hecha y derecha, y les hacen saber que lo que están haciendo es definitivamente repulsivo. Más vale alejarse de estas guachas que se solidarizan con el hombre corneado. Tarde o temprano se irán de lengua, y eso también es quilombo seguro.
Aquí termina este opúsculo que pretende echar luz sobre la infidelidad femenina. A pesar de que nuestras abuelas se hacían las gilas y juraban que sólo los hombres tenían el mal hábito de meter los cuernos, déjenme, antes de despedirme, que les aporte algo de mi experiencia, la cual sirve para refutar a nuestra ilustre prosapia. Conozco respetables vecinas que ya pasan los 60 que, en tiempos mejores, no dudaron en cornear alegremente a sus maridos. Esto se sabe por infidencias de sus amantes o de ellas mismas, por pequeños y grandes escandaletes que sacudieron al barrio y porque una vez un marido afrentado trajo a su mujer en bolas a la casa de sus suegros y se las dejó tirada en la vereda. Para que se queden tranquilos, diré que este matrimonio se recompuso, porque más les convenía a ambos estar juntos que separados (la señora en cuestión sabía de algunas maniobras ilegales de su consorte y amenazó con hacerlas públicas si no era nuevamente recibida en el sacrosanto seno del hogar). Como verán, todo tiene solución si se cuenta con la buena voluntad de las partes.
Señores, la vida no es un tango ni una telenovela de Verónica Castro. Así que hay que borrarse de las cabecitas la cobarde, vil y cruel traición  y el odio maldito que llevo en las venas. Un mal paso lo da cualquiera y hay que ser comprensivos con la fémina que se descarriló, porque, ya se sabe, en cuestiones como ésta es difícil encontrar a alguien que pueda tirar la primera piedra. Y, además, lo de tirar piedras me parece una exageración: ningún cuerno amerita semejante escándalo.
Me despido, amables leedores, con una frase del poeta inglés George Herbert: “El adulterio es justificable: el alma necesita pocas cosas; el cuerpo muchas.” La toman o la dejan.

Yo les aconsejo que la tomen.

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