SEÑOR
AMANTE
“Quisiera gritar, tremendo este amor,
es fruta prohibida de mi corazón.
Amor en secreto, dos vidas calladas,
perfume, experiencia que queda en mi almohada.
Yo bebo el veneno de un beso en la boca,
seguirte los pasos, hacerme tu sombra,
guardarme tu nombre apretando los dientes.
Cadenas de fuego quemando mi mente.”
“Señor amante”, Valeria Lynch
En
mi familia, la historia es un tema que apasiona. Mi tío Luis, rosista a
ultranza, es un libro abierto, aunque algo tendencioso. Mi hermano era otro
libro abierto. Eso sí, de ribetes antiimperialistas. Mi
hermana hizo de esta pasión su carrera y es Profesora de Historia. Mi
esposo y mi hijo también se inclinan por esta ciencia sapiente, y discuten
tácticas y estrategias de la Segunda Guerra Mundial, mientras
yo escucho a los Beach Boys. Se preguntarán ustedes, con
justicia, cómo puede ser que, entre tanta gente de cultura, haya aparecido yo,
la Gossip Girl de los barrios del sur. Porque yo tuve, desde
chiquita, una aversión profunda por las fechas y los nombres de batallas y
escaramuzas, y una fascinación enfermiza por el correveidile.
La Historia
Argentina me fue cuasi indiferente hasta que un grato día descubrí que
nuestros ilustres antepasados también tenían sus cosillas y
que señores tan circunspectos podían ser alcanzados por las lenguas de trapo y
ser los blancos perfectos del el chisme feliz y sin culpa. Y fue así como
nuestros héroes de bronce empezaron a resultarme tan atractivos como Calígula,
su caballo cónsul y los revolcones con sus libidinosas hermanas.
Todo
chisme es jugoso, pero
el más jugoso es, sin dudas, el chisme de alcoba. Meter las
narices en las sábanas ajenas y encontrar tela para cortar, es una experiencia
esplendorosa. Sobre todo si de pequeños nos enseñaron que esas sábanas
impolutas no habían sido rozadas jamás por las negras garras del pecado. Quién
creyó que Camila O’Gorman y Ladislao Gutiérrez fueron los únicos ejemplos de pasión
desenfrenada en la historia argentina, se equivocaron de palmo a
palmo. Parece que la pluma, la espada y la palabra todavía
dejaban tiempo para revolear la chancleta.
Los
amores clandestinos atracaron en el Río de la Plata de la mano de Don Pedro de
Mendoza, quien, con la excusa de las penurias del viaje, dejó a su legítima
esposa en España y se vino para estas tierras con una jacarandosa damita de
veintidós años, María de Ávila. Cierto es que María era una muchacha de
condición humilde y carecía del rancio abolengo con el que contaba la legítima
señora de Mendoza. Pero la chica en cuestión tenía menos años, menos kilos y
mucho más entusiasmo que la susodicha, lo que la convirtió en la compañera
ideal para aventurarse en el Nuevo Mundo.
Si
bien Don Pedro y María fueron los primeros amantes en hacerse arrumacos en
nuestra bella tierra, no fueron ellos los causantes del primer gran escándalo
de alcoba. No olvidemos que la señora de Mendoza estaba a miles de kilómetros
de América y hasta aquí no llegaban sus pataleos. El primer gran escándalo vio
la luz en la época del Virreinato, cuando Don Santiago de
Liniers se enredó con la apetitosa María Anita Perichón de Vaudeville, alegre
mujer conocida como "la Perichona", que se quedó solita
en estas tierras cuando su marido decidió regresar a España. María Anita,
señalada erróneamente como la abuela de Camila O’Gorman, ya que era en realidad
su tía abuela, fue una especie de Primera Dama extraoficial para
la época de las Invasiones Inglesas. Nada discreta e inclinada
a la jarana, "la Perichona" asistía a los desfiles
militares con uniforme y a caballo, para escándalo de las damas de buen ver.
Buena parte de las decisiones políticas de Don Santiago de Liniers fueron
tomadas en la cama de esta señora apasionada.
Se
dice que nuestro héroe patrio por excelencia, Don José de San Martín, tuvo una
vida amorosa muy intensa, sobre todo cuando estuvo en el Perú, pero muy pocas
de sus aventuras han trascendido, porque era un caballero muy pudoroso. Según
varios historiadores, San Martín fue más que amigo de Rosita
Campusano, pero jamás se lo vio en público con su amante. Rosita era una mujer
sensual, de ojos celestes y aguda inteligencia, que volvió loco a Don José de
San Martín. Otras de las amantes del Libertador fueron la
peruana Fermina González Lobatón y la jovencísima viuda Carmen Mirón y Alayón,
nacida en Guayaquil, como Rosita.
Manuel
Belgrano, creador de la bandera argentina, de cuya sexualidad se tuvieron
muchas dudas por su voz aflautada y el obsesivo cuidado de su aspecto físico
(supongo que fue el primer metrosexual de nuestras tierras)
jamás se casó, pero tuvo un hijo con María José Ezcurra, la hermana mayor de
Encarnación Ezcurra, esposa de Juan Manuel de Rosas. La relación amorosa entre
ambos se inició después de una tertulia (y nosotros creyendo ingenuamente
durante años que tales tertulias eran un embole de aquellos). María Josefa se
había casado muy joven con un primo, Juan Ezcurra, que decidió marcharse a
España después de nueve años de matrimonio. Se enamoró perdidamente de Belgrano
y no dudó en seguirlo a Tucumán cuando el blondo caballero fue nombrado Jefe
del Ejército del Norte, en 1812. El fruto de esta unión clandestina
fue adoptado y criado por Rosas, y recibió el nombre de Pedro Rosas y Belgrano.
Casualmente,
fue en Tucumán donde Manuel Belgrano conoció a la que sería la madre de su
hija: María de los Dolores Helguero. Que ella tuviera diecinueve años y él
cuarenta y seis no fue impedimento para que entre ambos naciera un amor
apasionado, cuyo fruto fue Manuela Mónica del Sagrado Corazón. Para tapar
semejante escándalo, los padres de María de los Dolores la casaron de prepo con
un catamarqueño apellidado Rivas.
Juan
Manuel de Rosas fue tutor de María Eugenia Castro por voluntad del padre de la
niña, el coronel Juan Gregorio Castro, un militar que dejó a sus hijos
encomendados al Gobernador. La chica tenía quince o catorce
años cuando Rosas pasó de tutor a amante sin ningún tipo de remordimiento.
Rosas andaba entonces por los cuarenta y cinco. Da un poco de cosita
pensar que, de ser medidos con la vara de la justicia actual, la mayoría de los
Héroes de la Patria estarían en cana por pedófilos. Eugenia dio a luz
a cinco hijos ilegítimos del Restaurador, y siempre se la mantuvo
en el anonimato, aunque su relación con Rosas era un secreto a voces. Los
enemigos políticos de Don Juan Manuel la apodaban “la cautiva”. Después
de su caída, Rosas le ofreció a Eugenia que viajara con él a Inglaterra,
acompañada por dos de sus hijos, los favoritos de Juan Manuel, Ángela y
Ermilio. Eugenia se negó a abandonar al resto de su prole. Terminó su vida
sumida en la pobreza.
Don
Juan Manuel de Rosas tuvo amores, también, con Juanita Sosa, una amiga de
Manuelita, su hija legítima. Juanita era una joven beldad de ojos negros
apodada "la edecanita".
Juan
Lavalle fue uno de los bocados más apetecidos por las damas solteras –y
casadas- de su época. Tuvo infinidad de amantes. Por considerarlos espías
federales, Lavalle mandó a fusilar a Mariano y José María Boedo, tío y primo
respectivamente de la joven Damasita Boedo. La muchacha, de veintitrés años, se
presentó ante él para pedirle clemencia. No pudo impedir el fusilamiento de sus
familiares y, buscando venganza, decidió sumarse al ejército de Lavalle como
soldadera, con la secreta intención de matar al General cuando
le fuese posible. Pero no lo mató: lo enamoró. Fueron amantes hasta la muerte
de Juan Lavalle, asesinado mientras dormía con la joven Damasita. Una relación
de amor-odio con ribetes de escándalo.
Domingo
Faustino Sarmiento fue otro gran conquistador de nuestra historia. Casado con
Benita Martínez Pastoriza, viuda, madre de Dominguito, con la que había
mantenido relaciones amorosas en vida de su esposo, no dudó en enredarse con
cuanta dama se le pusiera a tiro. “Hay mujeres de la Biblia, las hay de
Shakespeare, las hay de Goethe. ¿Por qué no he de tener para mí las mujeres de
Sarmiento?”, declaraba jocosamente este picaflor empedernido. En 1851,
Sarmiento inició un largo romance con Aurelia Vélez Sársfield, hija de Dalmacio
Vélez Sársfield, autor del Código Civil argentino. Esta
relación, que duró hasta la muerte del sanjuanino, marcó el fin de su
matrimonio con Benita. Sin embargo, durante su estadía en Estados Unidos,
Domingo Faustino Sarmiento entabló una relación amorosa con Ida Wichersham, su
maestra de inglés. Él tenía cincuenta y cinco años y la chica, veinticinco.
Estaba casada con un médico. Cuando Sarmiento viajó a París, compró regalos
íntimos para Ida. Lencería, bah. Un viejito pícaro.
Justo
José de Urquiza fue uno de los grandes protagonistas de la historia de las
sábanas. De apetito sexual desenfrenado, este señor disipado tuvo amoríos con
cientos de mujeres. Si alguna le gustaba, la señalaba y los alcahuetes de turno
le facilitaban el acceso a la damita. Sí, el modus operandi de los
músicos de rock. Sin dudas, Urquiza fue un adelantado a su época. Se
dice que tuvo más de ciento cincuenta hijos, pero sólo reconoció a diecisiete.
Julio
Argentino Roca, dos veces Presidente de la República
Argentina, se enamoró perdidamente de la mujer de uno de sus mejores
amigos, Eduardo Wilde, Ministro de Justicia de su primera
presidencia. La muchacha en cuestión se llamaba Guillermina y fue amante de
Roca hasta que éste asumió su segundo mandato como Presidente. Guillermina
se marchó del país junto a su esposo para evitar que la relación terminara en
escándalo.
Este
tipo de historias jugosas se repiten hasta el hartazgo en nuestros anales
históricos. Cuando una las conoce, no puede evitar sentir cierta
antipatía retroactiva por la profesora de historia del secundario, que
la atiborró con datos inútiles y no le contó que Joaquín V. González vivía en
concubinato con su joven sobrina. Tampoco me informó, la muy ladina, que, según
parece, Manuel Quintana murió en la cama de una joven amante francesa, de la
cual tuvo que ser retirado con absoluto sigilo, porque un señor de su
importancia debía morirse en un lugar más digno.
Si
todo esto les parece poco, termino este lujurioso e histórico opúsculo, con una
anécdota que parece concebida para un culebrón mexicano: Roque
Sáenz Peña se fue a la Guerra del Pacífico empujado por
un desengaño amoroso, sin saber que la razón de sus desvelos era su joven medio
hermana, producto de una canita al aire de su padre Luis Sáenz Peña.
Si
bien según el filósofo francés Claude Adrien Helvétius, la historia es
la novela de los hechos, y la novela es la historia de los sentimientos, estos
hechos históricos son absolutamente novelescos. Será porque están teñidos de
pasiones, odios y amores. Sentimientos.
Ante
tal catarata de entuertos amorosos una se pregunta cómo todavía no se le
ocurrió a nadie el programita “Intrusos en la Historia Argentina”.
¡Con lo lindo que es bajar a San Martín del caballo, por lo menos de vez en cuando!
Ilustración:
Carlos Nine
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