sábado, 1 de abril de 2017

SEÑOR AMANTE


SEÑOR AMANTE

“Quisiera gritar, tremendo este amor,
es fruta prohibida de mi corazón.
Amor en secreto, dos vidas calladas,
perfume, experiencia que queda en mi almohada.
Yo bebo el veneno de un beso en la boca,
seguirte los pasos, hacerme tu sombra,
guardarme tu nombre apretando los dientes.
Cadenas de fuego quemando mi mente.”
“Señor amante”, Valeria Lynch

En mi familia, la historia es un tema que apasiona. Mi tío Luis, rosista a ultranza, es un libro abierto, aunque algo tendencioso. Mi hermano era otro libro abierto. Eso sí, de ribetes antiimperialistas. Mi hermana hizo de esta pasión su carrera y es Profesora de Historia. Mi esposo y mi hijo también se inclinan por esta ciencia sapiente, y discuten tácticas y estrategias de la Segunda Guerra Mundial, mientras yo escucho a los Beach Boys. Se preguntarán ustedes, con justicia, cómo puede ser que, entre tanta gente de cultura, haya aparecido yo, la Gossip Girl de los barrios del sur. Porque yo tuve, desde chiquita, una aversión profunda por las fechas y los nombres de batallas y escaramuzas, y una fascinación enfermiza por el correveidile.
La Historia Argentina me fue cuasi indiferente hasta que un grato día descubrí que nuestros ilustres antepasados también tenían sus cosillas y que señores tan circunspectos podían ser alcanzados por las lenguas de trapo y ser los blancos perfectos del el chisme feliz y sin culpa. Y fue así como nuestros héroes de bronce empezaron a resultarme tan atractivos como Calígula, su caballo cónsul y los revolcones con sus libidinosas hermanas.
Todo chisme es jugoso, pero el más jugoso es, sin dudas, el chisme de alcoba. Meter las narices en las sábanas ajenas y encontrar tela para cortar, es una experiencia esplendorosa. Sobre todo si de pequeños nos enseñaron que esas sábanas impolutas no habían sido rozadas jamás por las negras garras del pecado. Quién creyó que Camila O’Gorman y Ladislao Gutiérrez fueron los únicos ejemplos de pasión desenfrenada en la historia argentina, se equivocaron de palmo a palmo. Parece que la pluma, la espada y la palabra todavía dejaban tiempo para revolear la chancleta.
Los amores clandestinos atracaron en el Río de la Plata de la mano de Don Pedro de Mendoza, quien, con la excusa de las penurias del viaje, dejó a su legítima esposa en España y se vino para estas tierras con una jacarandosa damita de veintidós años, María de Ávila. Cierto es que María era una muchacha de condición humilde y carecía del rancio abolengo con el que contaba la legítima señora de Mendoza. Pero la chica en cuestión tenía menos años, menos kilos y mucho más entusiasmo que la susodicha, lo que la convirtió en la compañera ideal para aventurarse en el Nuevo Mundo.
Si bien Don Pedro y María fueron los primeros amantes en hacerse arrumacos en nuestra bella tierra, no fueron ellos los causantes del primer gran escándalo de alcoba. No olvidemos que la señora de Mendoza estaba a miles de kilómetros de América y hasta aquí no llegaban sus pataleos. El primer gran escándalo vio la luz en la época del Virreinato, cuando Don Santiago de Liniers se enredó con la apetitosa María Anita Perichón de Vaudeville, alegre mujer conocida como "la Perichona", que se quedó solita en estas tierras cuando su marido decidió regresar a España. María Anita, señalada erróneamente como la abuela de Camila O’Gorman, ya que era en realidad su tía abuela, fue una especie de Primera Dama extraoficial para la época de las Invasiones Inglesas. Nada discreta e inclinada a la jarana, "la Perichona" asistía a los desfiles militares con uniforme y a caballo, para escándalo de las damas de buen ver. Buena parte de las decisiones políticas de Don Santiago de Liniers fueron tomadas en la cama de esta señora apasionada.
Se dice que nuestro héroe patrio por excelencia, Don José de San Martín, tuvo una vida amorosa muy intensa, sobre todo cuando estuvo en el Perú, pero muy pocas de sus aventuras han trascendido, porque era un caballero muy pudoroso. Según varios historiadores, San Martín fue más que amigo de Rosita Campusano, pero jamás se lo vio en público con su amante. Rosita era una mujer sensual, de ojos celestes y aguda inteligencia, que volvió loco a Don José de San Martín. Otras de las amantes del Libertador fueron la peruana Fermina González Lobatón y la jovencísima viuda Carmen Mirón y Alayón, nacida en Guayaquil, como Rosita.
Manuel Belgrano, creador de la bandera argentina, de cuya sexualidad se tuvieron muchas dudas por su voz aflautada y el obsesivo cuidado de su aspecto físico (supongo que fue el primer metrosexual de nuestras tierras) jamás se casó, pero tuvo un hijo con María José Ezcurra, la hermana mayor de Encarnación Ezcurra, esposa de Juan Manuel de Rosas. La relación amorosa entre ambos se inició después de una tertulia (y nosotros creyendo ingenuamente durante años que tales tertulias eran un embole de aquellos). María Josefa se había casado muy joven con un primo, Juan Ezcurra, que decidió marcharse a España después de nueve años de matrimonio. Se enamoró perdidamente de Belgrano y no dudó en seguirlo a Tucumán cuando el blondo caballero fue nombrado Jefe del Ejército del Norte, en 1812. El fruto de esta unión clandestina fue adoptado y criado por Rosas, y recibió el nombre de Pedro Rosas y Belgrano.
Casualmente, fue en Tucumán donde Manuel Belgrano conoció a la que sería la madre de su hija: María de los Dolores Helguero. Que ella tuviera diecinueve años y él cuarenta y seis no fue impedimento para que entre ambos naciera un amor apasionado, cuyo fruto fue Manuela Mónica del Sagrado Corazón. Para tapar semejante escándalo, los padres de María de los Dolores la casaron de prepo con un catamarqueño apellidado Rivas.
Juan Manuel de Rosas fue tutor de María Eugenia Castro por voluntad del padre de la niña, el coronel Juan Gregorio Castro, un militar que dejó a sus hijos encomendados al Gobernador. La chica tenía quince o catorce años cuando Rosas pasó de tutor a amante sin ningún tipo de remordimiento. Rosas andaba entonces por los cuarenta y cinco. Da un poco de cosita pensar que, de ser medidos con la vara de la justicia actual, la mayoría de los Héroes de la Patria estarían en cana por pedófilos. Eugenia dio a luz a cinco hijos ilegítimos del Restaurador, y siempre se la mantuvo en el anonimato, aunque su relación con Rosas era un secreto a voces. Los enemigos políticos de Don Juan Manuel la apodaban “la cautiva”. Después de su caída, Rosas le ofreció a Eugenia que viajara con él a Inglaterra, acompañada por dos de sus hijos, los favoritos de Juan Manuel, Ángela y Ermilio. Eugenia se negó a abandonar al resto de su prole. Terminó su vida sumida en la pobreza.
Don Juan Manuel de Rosas tuvo amores, también, con Juanita Sosa, una amiga de Manuelita, su hija legítima. Juanita era una joven beldad de ojos negros apodada "la edecanita".
Juan Lavalle fue uno de los bocados más apetecidos por las damas solteras –y casadas- de su época. Tuvo infinidad de amantes. Por considerarlos espías federales, Lavalle mandó a fusilar a Mariano y José María Boedo, tío y primo respectivamente de la joven Damasita Boedo. La muchacha, de veintitrés años, se presentó ante él para pedirle clemencia. No pudo impedir el fusilamiento de sus familiares y, buscando venganza, decidió sumarse al ejército de Lavalle como soldadera, con la secreta intención de matar al General cuando le fuese posible. Pero no lo mató: lo enamoró. Fueron amantes hasta la muerte de Juan Lavalle, asesinado mientras dormía con la joven Damasita. Una relación de amor-odio con ribetes de escándalo.
Domingo Faustino Sarmiento fue otro gran conquistador de nuestra historia. Casado con Benita Martínez Pastoriza, viuda, madre de Dominguito, con la que había mantenido relaciones amorosas en vida de su esposo, no dudó en enredarse con cuanta dama se le pusiera a tiro. “Hay mujeres de la Biblia, las hay de Shakespeare, las hay de Goethe. ¿Por qué no he de tener para mí las mujeres de Sarmiento?”, declaraba jocosamente este picaflor empedernido. En 1851, Sarmiento inició un largo romance con Aurelia Vélez Sársfield, hija de Dalmacio Vélez Sársfield, autor del Código Civil argentino. Esta relación, que duró hasta la muerte del sanjuanino, marcó el fin de su matrimonio con Benita. Sin embargo, durante su estadía en Estados Unidos, Domingo Faustino Sarmiento entabló una relación amorosa con Ida Wichersham, su maestra de inglés. Él tenía cincuenta y cinco años y la chica, veinticinco. Estaba casada con un médico. Cuando Sarmiento viajó a París, compró regalos íntimos para Ida. Lencería, bah. Un viejito pícaro.
Justo José de Urquiza fue uno de los grandes protagonistas de la historia de las sábanas. De apetito sexual desenfrenado, este señor disipado tuvo amoríos con cientos de mujeres. Si alguna le gustaba, la señalaba y los alcahuetes de turno le facilitaban el acceso a la damita. Sí, el modus operandi de los músicos de rock. Sin dudas, Urquiza fue un adelantado a su época. Se dice que tuvo más de ciento cincuenta hijos, pero sólo reconoció a diecisiete.
Julio Argentino Roca, dos veces Presidente de la República Argentina, se enamoró perdidamente de la mujer de uno de sus mejores amigos, Eduardo Wilde, Ministro de Justicia de su primera presidencia. La muchacha en cuestión se llamaba Guillermina y fue amante de Roca hasta que éste asumió su segundo mandato como Presidente. Guillermina se marchó del país junto a su esposo para evitar que la relación terminara en escándalo.
Este tipo de historias jugosas se repiten hasta el hartazgo en nuestros anales históricos. Cuando una las conoce, no puede evitar sentir cierta antipatía retroactiva por la profesora de historia del secundario, que la atiborró con datos inútiles y no le contó que Joaquín V. González vivía en concubinato con su joven sobrina. Tampoco me informó, la muy ladina, que, según parece, Manuel Quintana murió en la cama de una joven amante francesa, de la cual tuvo que ser retirado con absoluto sigilo, porque un señor de su importancia debía morirse en un lugar más digno.
Si todo esto les parece poco, termino este lujurioso e histórico opúsculo, con una anécdota que parece concebida para un culebrón mexicano: Roque Sáenz Peña se fue a la Guerra del Pacífico empujado por un desengaño amoroso, sin saber que la razón de sus desvelos era su joven medio hermana, producto de una canita al aire de su padre Luis Sáenz Peña.
Si bien según el filósofo francés Claude Adrien Helvétius, la historia es la novela de los hechos, y la novela es la historia de los sentimientos, estos hechos históricos son absolutamente novelescos. Será porque están teñidos de pasiones, odios y amores. Sentimientos.
Ante tal catarata de entuertos amorosos una se pregunta cómo todavía no se le ocurrió a nadie el programita “Intrusos en la Historia Argentina”.

¡Con lo lindo que es bajar a San Martín del caballo, por lo menos de vez en cuando!

Ilustración: Carlos Nine

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