viernes, 20 de mayo de 2016

AND I LOVE HIM


AND I LOVE HIM

"No me metí en la música para conseguir un trabajo. Me metí en la música para evitar un trabajo y conseguir muchas chicas". 
Paul McCartney

“No puede ser más lindo.”
Mi amiga Adriana

“¿Por qué uno solo, por qué no en serie?”
Yo

Llegar fue una odisea. Este año, Paul McCartney tocó en el Estadio Único de La Plata, y no en River, que nos quedaba mucho más cómodo. Fuimos en una combi que tardó mil horas en arribar a la capital bonaerense. Manuel, mi hijo, con lo puesto, más el celular y un par de auriculares. Adriana, mi amiga beatle desde hace 35 años, con una cartera mediana. Yo, con un bolso enorme (tengo que decir a mi favor que tiene un estampado se Sgt. Pepper) con gorros de lana, bufandas, chalinas, guantes y todo lo necesario para pasar el invierno (tengo que decir a mi favor que el recital de The Cure en septiembre de 2013 me canté de frío). En el bolso iba, además, un almohadón estampado con la Marilyn de Warhol que Adriana me regaló para mi cumpleaños. Aparatoso, sí. Muy aparatoso.
Cuando bajamos de la combi (La Plata era para nosotros un destino tan remoto y tan desconocido como Marte) seguimos a la manada. Y por seguir a la manada desembocamos en una entrada al estadio que no era la nuestra. Adriana y Manuel pasaron. A mí me detuvieron porque eso era Campo Cabecera y mi entrada era para Campo VIP. Empecé a desesperarme y patalear. Gentes muy amables me explicaron cincuenta veces que Campo VIP era una mejor ubicación que Campo Cabecera. Yo trataba de explicarles, a la vez, que mi amiga y mi hijo tenían entradas exactamente iguales a la mía y habían pasado por ese lugar. “La suya es Campo VIP y la de ellos, Campo Cabecera”, repetían ya un poco menos amables. “Yo compré las tres entradas juntas. Compré tres iguales. ¡No soy tan boluda!” Al final, uno dio crédito a lo que decía y Adriana y Manuel que, por suerte, estaban ahí nomás del alambrado, pudieron salir para que nos redireccionaran a la entrada Campo Vip.
Nos revisaron un par de veces. Bah, revisaron a Manuel y Adriana, que tienen cara de delincuentes. Bastaba con que yo explicara que en mi bolso descomunal llevaba un almohadón, para que las chicas de seguridad me miraran con conmiseración como si fuera una anciana demente y me dejaran pasar sin demasiadas vueltas.
Cuando llegamos a la entrada de Campo VIP, la entrada que nos separaba de nuestro lugar en el estadio y de Paul, volvieron a detenernos. Los tickets de Manuel y Adriana estaban mal cortados y así no podían pasar. Yo empecé a protestar. Adriana se transfiguró. Si no hubiera sido porque uno de los pibes se vio venir la hecatombe y nos dijo “Pasen, pasen”, hubieran volado las piñas.
Al fin accedimos al esquivo Campo VIP. Buena ubicación, pero nada que ver con las sillitas de River, tan mononas. Acá era de parado (“El campo no es para viejos”, había comentado un borrego detrás nuestro, cuando seguíamos a la manada hacia un camino equivocado;l Adriana retrucó, acertada y sarcásticamente, que esos mocosos infelices se olvidaban que iban a ver a un señor de 73 años).
Lleagmos cuando estaba tocando “El Kuelgue”. Bastante decente. Salvo la K del nombre. Me fastidian las afrentas al idioma. Después fue el turno de DJ Chris. Antes de que empezara a tocar, todos recordamos las sabias palabras de Pappo pronunciadas como retruque a las bobadas de DJ Deró hace 16 años: “¿Ah, sí? Ahora resulta que uno se pasó toda la vida estudiando un instrumento, viene otro, enchufa todo y te quiere hacer creer que toca” (…) “Conseguite un trabajo honesto. Vos tocás lo que otro grabó”. A los cinco minutos de DJ Chris destrozando canciones de The Beatles, Wings y algunos covers ignotos de temas de los susodichos, no sólo jurábamos que Pappo era un genio sino que comprendimos por qué tanto cacheo a la entrada: temerían que algún melómano exaltado hiciera puntería en DJ Chris con su rifle de aire comprimido.
Hacía calor. Los gorros de lana, las bufandas, las chalinas y los guantes jamás salieron del bolso. Agradecí en silencio que mi hijo nunca me diera bola porque durante los preparativos para el show insistí e insistí que usara una camiseta térmica (ya sé, es una exageración, pero en el recital de The Cure me canté de frío en serio). Cuando estábamos a punto de desfallecer escuchando a DJ Chris, terminó. Terminó. Al fin. Y entonces, Paul.
El frenesí que se desató cuando apareció en el escenario fue descomunal. Ni hablar cuando arrancó con “A Hard Day's Night”. Gritos, saltos, una especie de pogo beatle y yo que, shockeada y golpeada, también aullaba y me defendía con el bolso (el bolso es de gamuza y, como recordarán, llevaba un almohadón adentro, así que nadie salió lastimado). Ahí perdí a mi hijo.
Hubo muchos, muchos temas de The Beatles (la perlita fue, a mi gusto, “Being for the Benefit of Mr. Kite”, una canción escrita e interpretada por John Lennon en el álbum "Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band").  Aunque también fueron joyas las versiones de “And I love her”, Blackbird”, “Back in the U.S.S.R”, "Eleanor Rigby" y “I've Got a Feeling. Ni hablar de “Let it be”, que consiguió que entráramos en un estado casi místico y “Hey Jude”, donde cantamos todos. Lo mejor de Wings fueron  Band on the Run”, “Jet”, la mítica  “Live and Let Die” (con su inflatable show de fuegos artificiales) y la increíble “Maybe I'm Amazed” (“Esta canción la escribí para Linda”, explicó con su precario castellano). También cantó “My Valentine”, y contó que la había escrito para su actual esposa Nancy Shevell. A Heather Mills ni la nombró. Lo bien que hizo.
Paul hizo su magia. Como siempre, homenajeó a John con la maravillosa “Here Today” y a Geroge, con una versión de “Something” tocada con ukelele.  Tuvimos la anécdota del escaso castellano aprendido en la infancia en Liverpool con sus tres conejos en  un árbol tocando el tambor. Tuvimos la alegría de siempre (la fiesta), el talento de siempre y el respeto por el público de siempre. 73 años (74 el 18 de junio del mes que viene) tiene este señor que tocó casi tres horas y dio muestras de una energía sorprendente. Cantamos, nos reímos, nos emocionamos. Lloramos. Renovamos nuestros votos de amor con Paul. Que se fue del escenario y volvió para tocar “Yesterday” y buena parte de la cara B del vinilo “Abbey Road” (a esta altura había recuperado a mi hijo). Y para firmar autógrafos en las manos, los brazos y la parte posterior del cuello de cuatro adolescentes (pensé que a la rubiecita, Leila, le daba un bobazo ahí mismo). Cuando terminaron las firmas, las abrazó y se puso a saltar con ellas. No sin antes referirse a su esposa: "Estoy rodeado de chicas hoy. Perdón, Nancy", dijo en inglés.
La despedida fue agridulce: “Hasta la próxima”. ¿Habrá próxima? Nadie lo sabe. Esperemos que sí. "Lástima que mi marido no tiene sensibilidad para disfrutar esto", comenté en un melancólico ataque de ojalá estuvieras aquí. "Pero tiene sensibilidad para pagarlo", acotó sabiamente mi hijo.  Cuando tiene razón, tiene razón.
Nos faltó "My love", comprar memorabilia (demasiado cara para nuestros bolsillos aún magullados por el costo de las entradas) y probar el misterioso choripán de berenjena que promocionaba un simpático comerciante en los alrededores del estadio. Pero tuvimos nuestra cuota de vandalismo. Equivocamos otra vez el camino (sí, somos unas fieras) y para salir del perímetro del estadio usamos un agujero en el alambrado que parecía ser bastante reciente (ojo, no lo hicimos nosotros, sólo lo aprovechamos; comparado con el quilombo que hicieron los fans de los Rolling Stones cuando tocaron en La Plata, un agujero en el alambrado es nada).
La combi la encontramos fácil. A las tres, mi hijo y yo ya estábamos en casa. Felices.
“Lo que McCartney nos dejó”, titulan algunos diarios y portales web sus notas alusivas a los tres recitales a los que el músico dio en la Argentina, en el marco de su gira “One on One”. Lo que McCartney nos dejó fue todo. Como siempre.

¡Gracias Paul!

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