HÉROES
DEL SILENCIO
“Es mejor ser rey de tu
silencio que esclavo de tus palabras.”
William Shakespeare
“Manejar el silencio es más
difícil que manejar la palabra.”
Georges Benjamin
Clemenceau
“No he hablado a mi esposa en años. No la quería
interrumpir.”
Rodney Dangerfield.
Durante mucho tiempo (ilusa
de mí), creí a pie juntillas que mi marido y yo conversábamos. Mucho. Hasta que en un rapto de
lucidez me di cuenta de que no, no conversamos. Yo hago stand-up y él, en
lugar de apabullarme con sus aplausos, me agasaja cada tanto con un monosílabo
o una onomatopeya sencilla, cosa de dejar bien clarito que no se quedó dormido.
Cierto es que mis temas de conversación son, algunas veces, poco interesantes y
otras tantas, fastidiosos. A mi media naranja no lo atrae para nada explayarse
sobre las lentejuelas matutinas de las vedetongas, los amoríos de Robert
Pattinson o la neurosis de Woody Allen. Tampoco gusta de mantener amenos
coloquios acerca de la ruindad de los políticos argentinos en general, la
poesía de Alejandra Pizarnik o el gato de Schrödinger. Ni enredarse en
discusiones bizantinas para dilucidar cuáles fueron las verdaderas causas de la
extinción del pájaro dodo. Muchísimo menos hablar del estado, calamitoso o no,
de nuestra relación amorosa.
De toda esta perorata se
desprende que yo soy una mujer por demás habladora y mi tórtolo, un señor
sufrido y callado. Pero no es culpa mía. Según Louann Brizendine, neuróloga
norteamericana autora del libro “The Female Brain” (“El cerebro femenino”), las mujeres pronunciamos veinte mil
palabras por día y los hombres, sólo siete mil. La doctora Brizendine sostiene,
además, que las mujeres comprendemos instantáneamente cuándo algo no funciona,
duele o hace daño, mientras que los varones se enteran de que la pareja se fue
al carajo sólo cuando aparecen las lágrimas y los platos estrellados contra el
piso. También asegura que las mujeres recordamos detalles y ellos no, y que
sabemos orientarnos mejor, sin necesidad de una gallega que cada quince minutos
nos diga: “Recalculando”. En síntesis, la tesis de Louann
Brizendine asevera que las
diferencias entre los sexos
se originan en el cerebro. El femenino es más liviano: pesa, en promedio, cien
gramos menos que el
masculino, merma que no implica que las féminas resultemos menos inteligentes,
ya que el número de células cerebrales es el mismo para damas y caballeros,
variando sólo la densidad las mismas.
"Por la resonancia
magnética se descubre que las mujeres tienen una especie de ruta directa para
desentrañar emociones, mientras los hombres tienen como si fuesen rutas de
tierra, de ripio, rurales", explica la citada neuróloga. "El porcentaje
de neuronas en el área del cerebro asociada a las emociones y a la memoria es
un 11% mayor en las mujeres", añade.
Las damas, generalmente, recordamos
mejor los sucesos de nuestro pasado y somos mucho más aptas que los varones
para adivinar las emociones de los otros e intuir lo que sucede a nuestro
alrededor. Ellos tienen más autocontrol, ya que por diferencias en la corteza
cerebral, las mujeres percibimos pequeños
inconvenientes como catástrofes, cosa que no le sucede a los caballeros,
quienes sólo advierten
los peligros físicos. En cuanto al sexo, el hombre piensa más en el intercambio
carnal por la cantidad de testosterona que posee su cerebro. Cantidad que
decrece, considerablemente, en el cerebro femenino.
Gracias a los estudios de
Louann Brizendine y a
lidiar todos los días con un primo lejano de aquel Bernardo que servía al mítico Zorro, una está
en condiciones de aseverar que los hombres son poco dados a la charla. Los
motivos pueden tener origen cerebral, cómo no, pero también responden a una
serie de premisas que paso a enumerar, haciendo gala, como siempre, de mi
proverbial espíritu de servicio y de mi consumada manía de hablar (o escribir)
al divino botón.
¿POR QUÉ LOS HOMBRES NO
HABLAN?
-Porque dan todo por sentado. Muchos señores no articulan palabra cuando están
con sus parejas porque dan todo por sentado. Para ellos es innecesario cualquier intercambio verbal con
las féminas con las que comparten colchón, ya que consideran que sus idilios
marchan viento en popa y no es menester agregarles nada. Ni un punto ni una
coma. Ni un miserable monosílabo. El señor que da todo por sentado no sólo es mezquino en vocablos:
también escatimará arrumacos y abrazos reconfortantes en situaciones
calamitosas.
-Porque no tienen nada que
decir. El hombre que va del hogar al
trabajo y del trabajo a la PlayStation, poco
tiene para compartir con su media naranja. Sus vivencias son tan anodinas que
verbalizarlas carece de sentido. El hombre que no tiene nada que decir ignora todo acerca de su pareja y
acerca de sí mismo. No tiene la menor idea del rumbo de la relación, en el
mejor de los casos, y, en el peor, no sabe que tiene una relación.
-Porque creen que es mejor el
silencio. Estos señores, acérrimos
ejecutores del proverbio hindú que reza “Cuando hables,
procura que tus palabras sean mejores que el silencio”, están convencidos
de que los silencios son venerables y elocuentes, y de que, si están cómodos
con sus parejas, no es necesario arruinar la magia de la perfecta comunión
profanándola con palabras vanas. Otra variante del hombre que cree
que es mejor el silencio es
aquel sátrapa con cola de paja que sabe que todo lo que diga puede ser
utilizado en su contra.
-Porque no están acostumbrados
a decir lo que les pasa. Los hombres están criados
para ser fuertes, no llorar, no verbalizar sus necesidades y no dar señales que
nos permitan deducir que tienen sentimientos. Ya lo dijo Manuel Romero, allá
por 1931, cuando compuso la letra del tango “Tomo y obligo”: “Fuerza, canejo,
sufra y no llore que un
hombre macho no debe llorar…” El hombre macho no se permite hablar de lo que le
pasa. Y tampoco sabe cómo hacerlo. No olviden que, según los estudios de Louann Brizendine, los caminos del
cerebro masculino que les permiten desentrañar emociones son rústicos y
ripiosos.
-Porque no les resulta
agradable que las damas los atosiguen con estupideces. Retomemos otra vez la investigación de la
doctora Brizendine: lo que para
las damas son catástrofes, para los caballeros son simples inconvenientes
fáciles de sortear, que no merecen ni un grito, ni una lágrima, ni una mesada
de cabellos. No pretendamos
obtener una respuesta masculina a nuestras lamentaciones cuando las mismas
tienen como origen la rotura de una uña o la mala fe de la vecina que osó
comprarse el mismo par de zapatos que nosotras. Será en vano.
-Porque temen que
reaccionemos mal ante sus palabras. Muchas veces, ante preguntas
tan sencillas como “¿A vos te parece que
engordé?” o “¿Cómo me queda este
vestido?”, la respuesta
masculina es un silencio sepulcral. Ningún
hombre quiere arriesgarse a decirle a su tortolita que engordó, que embutida en
ese vestido recién adquirido le faltan las aceitunas para convertirse en un
salchichón primavera o que su nuevo corte de pelo es un desastre
universal. Ante preguntas
cuya respuesta ponga en riesgo su pellejo, el hombre callará. Y lo bien que
hace.
-Porque no nos entienden. Damas y damitas sabemos de sobra que no hace
falta hablar del gato de Schrödinger para que un hombre no nos
entienda. El hombre no sabe nada del universo femenino. Pero nada de nada, ¿eh?
No comprende ninguna de nuestras reacciones, se queda atónito ante nuestras
lágrimas y no sabe qué corno hacer cuándo le planteamos lo que nos pasa. Porque lo
que nos pasa es algo
demasiado grande como para que el cerebro masculino lo pueda procesar.
-Porque no le importa en lo
más mínimo lo que tenemos para decir. Asumámoslo de una vez: a
ningún hombre heterosexual le importa que Kristen
Stewart le haya puesto los cuernos a Robert Pattinson. Pretender que un hombre
se interese en chimentos de la farándula, boludeces que dice la “Cosmopolitan” y cotorreríos varios es ser una
desubicada.
-Porque quiere evitar una
discusión. Ante situaciones tensas,
conflictos en la pareja, desavenencias sexuales, nubarrones y chubascos, el
hombre prefiera callar porque es consciente de que una mujer es capaz de
retorcer dos o tres palabras hasta convertirlas en una feroz declaración de
guerra. Si bien el hombre, en un mundo ideal, debería haber nacido con la
sacrosanta misión de morir en plena refriega y alcanzar el Walhalla, en un mundo no ideal
(el nuestro), es bastante reacio a pelear, sobre todo con su mujer. Si callar evita una discusión o
un simple intercambio de palabras algo acaloradas, cerrará la boca con graciosa
presteza.
-Porque es callado. Y sí. Hay
hombres que tienen mucho que decir, no sobrevaloran el silencio, tienen real
conciencia de lo que les pasa, no
nos temen, saben un montón de física cuántica y no hablan porque son callados.
Hasta aquí, señores, este
opúsculo que pretende desentrañar los motivos del silencio masculino y alzarse,
además, como queja ante tanto desconsiderado mutismo. A las damas nos gusta que
nos hablen. Que nos respondan cuando hacemos un comentario al pasar o una
pregunta concreta. Que los hombres dediquen a nosotras, por lo menos, un 50% de
la magra cantidad de vocablos que articulan por día. 3500 palabras, nomás. Para
vernos contentas.
Una ganga.