CHAU,
MAGA
“Por dónde andará -Manubrio Azul-
color de un triciclo del ayer.
Un juguete de pura nostalgia
que a su infancia lo lleve otra vez,
que se ponga a rodar para atrás
hasta mil novecientos tres.”
“Manubrio azul”, María Elena Walsh
“Por dónde andará -Manubrio Azul-
color de un triciclo del ayer.
Un juguete de pura nostalgia
que a su infancia lo lleve otra vez,
que se ponga a rodar para atrás
hasta mil novecientos tres.”
“Manubrio azul”, María Elena Walsh
Hoy es un día triste. Se nos murió María Elena Walsh. A todos.
Hace muchos años (tantos, que
no quiero contarlos) escuché por primera vez una canción de María Elena, “Canción para tomar el té”. Me la cantó mamá, algún tiempo antes
de que lo hiciera mi Señorita del Jardín de Infantes, que también se llamaba
María Elena y usaba unos peinados setentosos que me dejaban boquiabierta. Debo
reconocer que, por aquel entonces, el té no me gustaba demasiado. La leche con Toddy estaba, indiscutiblemente, a la cabeza
de mis preferencias en materia de desayunos y meriendas. Pero la canción me
fascinó. Porque la tetera era de porcelana y no se veía. Y porque, tomando el té, una corría el
riesgo de que la nariz se le
cayera dentro de la taza. Cosa extraña y maravillosa, que me daba un
poquito de miedo. Cuando tenemos tres años las metáforas son mariposas que se
nos escapan.
A los cuatro, instalada ya
felizmente en el Jardín de Infantes, fui “La
Reina Batata”. Mamá me hizo
un enterito de tafeta violeta y me lucí corriendo por el escenario del club del
barrio con cara de espanto, mientras Jorgito, un compañerito vestido de
cocinero, con gorro de chef y bigotes pintados, me perseguía con un cuchillo de
cotillón. Al final, “la nena
menor de la casa”, Sandra, me
encontraba acurrucada en un rincón y me instalaba en un “trono de lata”, tal como correspondía a mi rancio abolengo. Y todos contentos.
Era apenas un poco más grande cuando volví a subirme al tablado para dramatizar “Canción de títeres” y avistar, vestida de payaso, a “la reina y el rey, un oso de miga y otro de papel”. Esta vez había menos plata para el vestuario y mamá se las ingenió para confeccionarme un disfraz de papel crepé (pero papel crepé del de antes, armado, durito, no esa baba inmunda que venden ahora).
Poco tiempo antes de dejarme para siempre, papá encontró a una tortuga cruzando la Avenida Cadorna, en Wilde. Una tortuga cruzando una avenida era una cosa tan extraña como una tetera invisible, una flor adentro de un raviol y un sol llamado José. Por supuesto, la recogió y la trajo a casa. Y, por supuesto, la tortuga fue bautizada “Manuelita”, como tantas y tantas tortugas argentinas a lo largo de décadas.
Era apenas un poco más grande cuando volví a subirme al tablado para dramatizar “Canción de títeres” y avistar, vestida de payaso, a “la reina y el rey, un oso de miga y otro de papel”. Esta vez había menos plata para el vestuario y mamá se las ingenió para confeccionarme un disfraz de papel crepé (pero papel crepé del de antes, armado, durito, no esa baba inmunda que venden ahora).
Poco tiempo antes de dejarme para siempre, papá encontró a una tortuga cruzando la Avenida Cadorna, en Wilde. Una tortuga cruzando una avenida era una cosa tan extraña como una tetera invisible, una flor adentro de un raviol y un sol llamado José. Por supuesto, la recogió y la trajo a casa. Y, por supuesto, la tortuga fue bautizada “Manuelita”, como tantas y tantas tortugas argentinas a lo largo de décadas.
Ya en la adolescencia,
descubrí a la María Elena que escribía para adultos. “Otoño imperdonable”, “Hecho a
mano” y “Novios de antaño”, fueron libros que alimentaron mi
pasión por la palabra. Corrían los años ’80, y las canciones de la Walsh
orientadas al público maduro eran interpretadas por artistas de la talla del
Cuarteto Zupay, Mercedes Sosa y Jairo. A los diecisiete, yo creía que me habían matado muchas veces y
que, sin embargo, era una cigarra que seguía cantando. Siempre fui una mujercita impaciente. Me estaba adelantando a la historia.
Mi hijo nació en 1995. Todo lo que María Elena me dio en mi infancia y en mi adolescencia, volvió a dármelo generosamente cuando fui mamá. Y volvió a dármelo cuando me recibí de maestra. Una maestra algo vieja que, haciendo gala de su proverbial espíritu de contradicción, siempre se resistió a los ignotos enanitos del bosque preparados para desayunar/merendar e insistió con la “Canción para tomar el té”. ¡A ver si los chicos, además de jugar, aprenden algo!
Hace muchos años (tantos, que no quiero contarlos) escuché por primera vez una canción de María Elena. Amarla fue sencillo. Llorarla es inevitable. Llorarla hoy, cuando sigo queriendo todo lo que guardan los espejos, pero no sé si las pocas monedas que me quedan me alcanzan para comprarlo.
Mi hijo nació en 1995. Todo lo que María Elena me dio en mi infancia y en mi adolescencia, volvió a dármelo generosamente cuando fui mamá. Y volvió a dármelo cuando me recibí de maestra. Una maestra algo vieja que, haciendo gala de su proverbial espíritu de contradicción, siempre se resistió a los ignotos enanitos del bosque preparados para desayunar/merendar e insistió con la “Canción para tomar el té”. ¡A ver si los chicos, además de jugar, aprenden algo!
Hace muchos años (tantos, que no quiero contarlos) escuché por primera vez una canción de María Elena. Amarla fue sencillo. Llorarla es inevitable. Llorarla hoy, cuando sigo queriendo todo lo que guardan los espejos, pero no sé si las pocas monedas que me quedan me alcanzan para comprarlo.
Chau, María Elena. Chau,
maga. Hasta siempre. Y gracias.
Ilustración: Julio Ibarra
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