martes, 25 de enero de 2011

VIEJOS SON LOS TRAPOS



VIEJOS SON LOS TRAPOS

“…cada noche me invento, 
todavía me emborracho; 
tan joven y tan viejo, 
like a Rolling Stone…” 
"Tan joven y tan viejo", Joaquín Sabina

Hay un momento crucial y aterrador en la existencia de toda mujer: el momento en que un desubicado/a se acerca a ella y la llama, por primera vez en su perra vida, “señora”.
En ese maligno instante, una desea morir. Nuestro mundo se viene abajo cual inconsistente castillo de naipes. Sabemos, aunque nos cueste aceptarlo, que somos –oh, perniciosa realidad- una lunita tucumana que comienza a menguar.
En nuestro sacrificado camino, antes de desembocar en ese día de mierda, hay, cómo no, algunas señales de alarma:
*Llega el Carnaval y no nos moja, ni siquiera, un anémico pomo.
*Los tarjeteros de los boliches nos ignoran olímpicamente.
*Caminamos por la calle y nadie nos regala flores, aunque usemos “Impulse”.
*La ley de gravedad principia su lento pero certero ajusticiamiento.
Pero nosotras ignoramos estas claras señales. Y cuando nos queremos acordar, tenemos un pavoroso rótulo en la frente y somos “señoras” pa’ toda la vida.

“Señora” es un epíteto desagradable. Sólo hay en el mundo uno que lo supera en horror: “doña”. Si “señora” nos mueve a tirarnos en la cama y llorar desconsoladamente, “doña” nos obliga, casi, a cortarnos las venas con una torta frita (para mi frondosa imaginación, una “doña” es una matrona con delantal desteñido que amasa, obviamente, tortas fritas).
Detesto profundamente que me llamen “señora”. A mí que no me falten el respeto: que me digan  “muchacha”, “señorita”, “bostera”, “culona” o “tarada”. Pero “señora”, no. “Señora” es malsano. Corrosivo. Apocalíptico.

Hubo una época lejana en la que yo era joven. Escandalosamente joven. Tan joven que cualquier sujeto que superara los 30 era, para mí, una pieza de museo. Tan joven que llamaba “Los Beatles Viejos” a “Los Beatles” de 1969 (los tipos tenían, en ese momento, entre 26 y 29 años; eso sí: se habían dejado crecer las mechas). Tan joven que no me importaba agregarme uno o dos añitos para que me dejaran entrar al cine a ver “La naranja mecánica”. Tan joven que aborrecía ese magro cuerpito de 17, ignorando que era el que iba a anhelar desesperadamente a los 40.
Pensar “cuando tenga 64” era, para mí, tan surrealista como pensar “cuando lluevan calditos Knorr Suiza” o “cuando una vaca resuelva el Teorema de Tales”.

Soy una “señora”. Si me ofrecen un papel en una telenovela no interpretaré a  la protagonista: me meteré, a regañadientes,  en la piel de la madre de la chica que sufre y se enamora. Jamás seré “Miss” nada. Nadie me dedicará una canción. Salvo  Ricardo Arjona, el pavote que escribió una pérfida balada donde nos recuerda a las de más de 40, con la inútil excusa de estar enamorado, que tenemos canas, que tenemos panza y que morimos por regresar a los 30. No tengo nada personal contra Arjona (no me provoca atarlo con alambre y tirarlo al Río de la Plata, como Ignacio Copani). Pero con esta canción meó fuera del tarro. Hasta la palabra “amalgama” me suena mal en este engendro musical: me suena a dentadura estropeada por el tiempo.

Hay  oportunidades en las cuales el peso de los años se me hace más pesado que nunca:.
*Cuando el domingo por la noche, atormentada por “esa grasa abdominal que los aerobics no pueden quitar” (aunque es de público conocimiento que yo no hago aerobics ni en pedo), decreto solemnemente que el lunes empiezo la dieta y mi hijo me clava su aguijón adolescente:
-Para qué te vas a gastar en adelgazar si te queda poco hilo en el carretel.
*Cuando, ante el mínimo error cometido, mi santa madre me sermonea:
-¡44 años y seguís haciendo boludeces!
-43, mamá, 43.
*Cuando me prendo de una vidriera de “47 Street” y mi marido me espeta, fingiendo una inocencia que no tiene:
-¿Para que mirás esa ropa de pendeja? Si vos hijas mujeres no tenés…
En estas ocasiones me deprimo.
Me deprimo mucho.
Entonces me acuerdo de mi abuela. La Reina Madre. La que regía nuestros destinos cómodamente instalada en su sillón. La que tenía la cabeza completamente blanca y las piernas flojas. Y, además, no veía un carajo. Pero que ante la más mínima provocación retrucaba altivamente: “Viejos son los trapos”.

¿Estamos?

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario