VIEJOS SON LOS
TRAPOS
“…cada noche me invento,
todavía me
emborracho;
tan joven y tan
viejo,
like a Rolling
Stone…”
"Tan
joven y tan viejo", Joaquín Sabina
Hay un momento crucial y aterrador en la
existencia de toda mujer: el momento en que un desubicado/a se acerca a ella y
la llama, por primera vez en su perra vida, “señora”.
En ese maligno instante, una desea morir.
Nuestro mundo se viene abajo cual inconsistente castillo de naipes. Sabemos,
aunque nos cueste aceptarlo, que somos –oh, perniciosa realidad- una lunita tucumana que comienza a
menguar.
En nuestro sacrificado camino, antes de
desembocar en ese día de mierda, hay, cómo no, algunas señales de alarma:
*Llega el Carnaval y no nos moja, ni siquiera, un anémico
pomo.
*Los tarjeteros de los boliches nos
ignoran olímpicamente.
*Caminamos por la calle y nadie nos
regala flores, aunque usemos “Impulse”.
*La ley de gravedad principia su lento
pero certero ajusticiamiento.
Pero nosotras ignoramos estas claras
señales. Y cuando nos queremos acordar, tenemos un pavoroso rótulo en la frente
y somos “señoras” pa’ toda la vida.
“Señora” es un epíteto desagradable. Sólo hay en
el mundo uno que lo supera en horror: “doña”. Si “señora” nos mueve a tirarnos en la cama y
llorar desconsoladamente, “doña” nos obliga, casi, a cortarnos las
venas con una torta frita (para mi frondosa imaginación, una “doña” es una matrona con delantal desteñido
que amasa, obviamente, tortas fritas).
Detesto profundamente que me llamen “señora”. A mí que no me falten
el respeto: que me digan “muchacha”,
“señorita”, “bostera”, “culona” o “tarada”. Pero “señora”,
no. “Señora” es malsano. Corrosivo. Apocalíptico.
Hubo una época lejana en la que yo era
joven. Escandalosamente joven. Tan joven que cualquier sujeto que superara los
30 era, para mí, una pieza de museo. Tan joven que llamaba “Los Beatles Viejos” a “Los
Beatles” de 1969 (los tipos
tenían, en ese momento, entre 26 y 29 años; eso sí: se habían dejado crecer las
mechas). Tan joven que no me importaba agregarme uno o dos añitos para que me
dejaran entrar al cine a ver “La
naranja mecánica”. Tan joven
que aborrecía ese magro cuerpito de 17, ignorando que era el que iba a anhelar
desesperadamente a los 40.
Pensar “cuando
tenga 64” era, para mí, tan
surrealista como pensar “cuando
lluevan calditos Knorr Suiza” o “cuando una vaca resuelva el
Teorema de Tales”.
Soy una “señora”. Si me ofrecen un papel en una
telenovela no interpretaré a la protagonista: me meteré, a regañadientes,
en la piel de la madre de la chica que sufre y se enamora. Jamás seré “Miss” nada. Nadie me dedicará una canción.
Salvo Ricardo Arjona, el pavote que escribió una pérfida balada donde nos
recuerda a las de más de 40, con la inútil excusa de estar enamorado, que
tenemos canas, que tenemos panza y que morimos por regresar a los 30. No tengo
nada personal contra Arjona (no me provoca atarlo
con alambre y tirarlo al Río
de la Plata, como Ignacio Copani). Pero con esta canción meó fuera del tarro.
Hasta la palabra “amalgama” me suena mal en este engendro musical:
me suena a dentadura estropeada por el tiempo.
Hay oportunidades en las cuales el
peso de los años se me hace más pesado que nunca:.
*Cuando el domingo por la noche,
atormentada por “esa grasa
abdominal que los aerobics no pueden quitar” (aunque es de público conocimiento que
yo no hago aerobics ni en pedo), decreto solemnemente que el lunes empiezo la
dieta y mi hijo me clava su aguijón adolescente:
-Para qué te vas a gastar en adelgazar si
te queda poco hilo en el carretel.
*Cuando, ante el mínimo error cometido,
mi santa madre me sermonea:
-¡44 años y seguís haciendo boludeces!
-43, mamá, 43.
*Cuando me prendo de una vidriera de “47 Street” y mi marido me espeta, fingiendo una
inocencia que no tiene:
-¿Para que mirás esa ropa de pendeja? Si
vos hijas mujeres no tenés…
En estas ocasiones me deprimo.
Me deprimo mucho.
Entonces
me acuerdo de mi abuela. La
Reina Madre. La que regía
nuestros destinos cómodamente instalada en su sillón. La que tenía la cabeza
completamente blanca y las piernas flojas. Y, además, no veía un carajo. Pero
que ante la más mínima provocación retrucaba altivamente: “Viejos son los trapos”.
¿Estamos?
No hay comentarios:
Publicar un comentario