viernes, 29 de abril de 2016

MY SWEET LORD


MY SWEET LORD

“Si recoges un perro hambriento de la calle y lo haces próspero, no te morderá; esa es la principal diferencia entre un perro y un hombre.”
Mark Twain

Hace rato que queríamos tener un perro. Reina, mi vagabunda que nunca llegó a dama,  murió en agosto. Estuvimos meses sin perro y empezamos a extrañar. Una casa no termina de ser una casa sin un perro. Una familia no termina de ser familia sin un perro. El perro es fundamental para lograr  esa sensación de completud a la que todos aspiramos.
Yo, que siempre tuve adoptados y recogidos estaba ansiosa por debutar con el perro de raza. Barajamos dos o tres posibilidades: mis favoritos, el bulldog inglés y el bull terrier, y el bóxer. Jamás tuve trato con un bulldog inglés o con un bull terrier, pero guardo un amoroso recuerdo del bóxer de un vecino de la infancia. Se llamaba Aquiles y oficiaba de caballito cada vez que yo quería ir de esquina a esquina. El hipotético bulldog inglés iba a llamarse Churchill, un nombre cipayo que mi benemérito esposo repudió desde el vamos. El hipotético bull terrier, Sparky, en humilde tributo a Tim Burton. El hipotético bóxer, Horatio. No, no Horacio. Horatio. Como el amigo de Hamlet. Ése de “Hay más cosas entre el cielo y la tierra, Horatio, que las que es capaz de soñar tu filosofía”. Los bóxer tienen cara de Horatios. Decididamente.
Después de barajar las tres razas posibles, fuimos a los precios. El bóxer era medianamente accesible. El bull dog inglés, no tanto. El bull terrier era carísimo, por lo menos para una familia de clase media haciendo pie para no desbarrancar como la mía. Pero el bull terrier es el perro de mis sueños. El más hermoso de todos los perros, con su cabecita exótica y sus ojos triangulares. Mientras mi marido charlaba con la gente del Bóxer Club Argentino, para saber cuándo habría cachorros disponibles, yo soñaba con el bull terrier.
A principios de enero, sabiendo que no habría bebés bóxer disponibles hasta mediados de año, di por Internet con un criadero de bull terriers. Que tenía una preciosa bebé a la venta, blanca, con parche negro en el ojo, una piratita hermosa, disponible por la módica suma de $15.ooo. Yo me embalé. La quería. Mi marido me bajó de un hondazo. $15.000 en un perro es una barrabasada. Esperá al bóxer y déjate de joder.
Como siempre que quiero algo y no lo obtengo, me tiré en la cama a llorar desconsoladamente. Lloré, lloré y lloré. Y a media tarde empecé a buscar en las páginas de Facebook dedicadas a la protección de los animales, algún perrito en adopción. Encontré un aviso que ofrecía cachorros desparasitados y vacunados. Llamé tres o cuatro veces al celular de la persona que los regalaba y, como nadie me contestó, lo descarté. Ya había entrado en la variante “Quiero un perro y lo quiero ya” y estaba como loca.
El segundo aviso que encontré ofrecía cachorros, así, a secas. Ni desparasitados ni vacunados. Pero me atendieron el teléfono. La dueña me dijo que tenía tres perritos para regalar: una hembra y dos machos, uno marroncito y uno negro. Siempre tuve hembras, así que se me antojó un macho. El marroncito, mejor. Quedé en encontrarme con la dueña una hora más tarde en el estacionamiento de un hipermercado de Quilmes. Cuando salía para el sitio en cuestión, sonó mi celular. Era la chica que los regalaba. El marroncito no estaba, ya se lo habían llevado. “Bueno, traéme la hembrita”, le dije. “Pero ya salí con el negrito”, contestó ella.  “Bueno, tráeme el negrito, evidentemente es cosa de Dios que el negrito sea mío.” Y ahí fui, en busca de ese cachorro que no era el que yo había elegido y, además, estaba tan lejos de ser un bull terrier como yo de ser Miss Universo.
En cuanto lo vi me enamoré de él. Y había que enamorarse de ese perrito sucio, opaco, lleno de pulgas, garrapatas  y hongos, con un queloide en le cabecita y lagañas en los ojos. Cuasi muerto, además. Tan cuasi muerto que cuando mi marido llegó del trabajo y me vio en el patio con él, pensó que estaba acompañando a un animalito accidentado que estaba a punto de pasar a mejor vida.
Lo llevé al veterinario y el profesional en cuestión me dijo: “Señora, no lo abrace tanto”. Porque, de verdad, era una calamidad. Y le elegí un nombre: Byron. Porque no tenía cara ni de Churchill, ni de Sparky, ni de Horatio.  Fue un homenaje al poeta inglés, amante de los animales, aquel que burló al estatuto de su colegio que no permitía tener ni perros ni gatos como mascotas y adoptó a un mono. Y el que escribió un maravilloso epitafio para su perro Boatswain.
Ya no tiene pulgas, ni garrapatas, ni hongos. Ni siquiera el queloide que tenía en la cabecita, fruto de un golpe o de una mordida de un perro más grande. Brilla como la dentadura del negro más lindo del Harlem. Es tremendamente alegre. Me destruyó el jardín. Se cargó el estanque, los camalotes, los lirios, las cretonas, las begonias. Mi libreta con dibujos de Milo Lockett y la mitad de los imanes de la heladera. Pero lo perdonamos, porque es bebé.
Byron sabe que hacer una abejita es irse a dormir (resabio de esas siestas de verano tan añoradas, nada más lindo que dormir la siesta en verano a las dos, tres de la tarde, a la hora en que las abejas andan dando vueltas por ahí). Sabe que hacer un Leonardo es dar besitos (un Leonardo DiCaprio, claro). Sabe que cuando termino el café de la mañana dejo un chupito para que él lo tome de la taza. Sabe que si hago milanesas los filitos son de él.  Y si como duraznos o manzanas, las pelitas son de él.  Va donde yo voy y si no puede ir ladra y llora hasta que vuelvo. Hace ruidos cuando está dormido, hermosos ruidos. Es feliz. Me hace feliz.
Ayer le dije a mi marido: “¿Te das cuenta de que si vos me hubieras hecho caso con el capricho del bull terrier yo no hubiese conocido a Byron?” No puedo imaginarme mi vida sin haber conocido a Byron. Tenía que ser él. Ni el bulldog inglés, ni el bull terrier, ni el bóxer. Ni el marroncito ni la hembrita. Él. Byron.
Concluyo esta crónica con el maravilloso epitafio que Lord Byron escribió para su perro Boatswain (sí, yo también llegué a ese punto de hartazgo de la humanidad en el que prefiero un perro antes que a un wachiturro o una vecina chusma). Ahí va. Que lo disfruten.

EPITAFIO PARA BOATSWAIN

“Aquí yacen los restos de alguien que poseyó belleza sin vanidad, fuerza sin insolencia, coraje sin ferocidad y todas las virtudes del hombre sin sus vicios. Este elogio, que sería adulación inmerecida si estuviera inscripto sobre cenizas humanas, no es más que un justo tributo a la memoria de de BOATSWAIN, un PERRO que nació en Terranova en mayo de 1803 y murió en Newstead el 18 de noviembre de 1808.
Cuando algún orgulloso hijo de la raza humana retorna a la tierra, desconocido para la Gloria pero ayudado por su Nacimiento, el arte del escultor agota las pompas del dolor y urnas llenas de hechos registran el nombre de quien yace debajo. Encima de la tumba se ve no quien fue sino quién debió ser.
Pero cuando el pobre perro, en vida el amigo más fiel, el primero en dar la bienvenida, el primero en defender, cuyo honesto corazón es propiedad de su dueño, que trabaja, pelea, vive, respira solo por él, cae sin honores, desconocidos sus méritos, el alma que poseyó en la Tierra le es negada en el Paraíso. Mientras el hombre, vil insecto, espera ser perdonado y reclama para sí un Paraíso exclusivo.
Hombre, miserable inquilino de nuestro mundo, degradado por la esclavitud o corrompido por el poder, quien te conoce bien debe evitarte con desagrado, masa envilecida de polvo animado. Tu amor es lujuria, tu amistad trampa, tu lengua hipocresía, tu corazón engaño, vil por naturaleza, ennoblecido solo por el nombre, cualquier bestia gentil puede hacerte sonrojar por la vergüenza.
Tú, a quien el azar ha traído ante esta simple urna, sigue de largo, ella no se levanta en honor de nadie a quien quieras llorar. Estas piedras se levantan para señalar los restos de un amigo; solo uno conocí y aquí yace.”

Buenas noches.

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