miércoles, 26 de junio de 2019

¿BRANDON O DYLAN?


¿BRANDON O DYLAN?

“El pasado es lo que recuerdas, lo que imaginas recordar, lo que te convences en recordar, o lo que pretendes recordar.
Harold Pinter

Por fin se me dio.
Después de años y años de buscar en todos los chiringuitos donde venden DVDs truchos las diez temporadas de “Beverly Hills 90210”, las encontré en la web. Y, tal como en mis tiempos mozos, me prendí de la serie con frenesí. Días y días viendo capítulos de “Beverly Hills 90210” sin parar, me llevaron, irremediablemente a la pregunta que fue el to be or not to be de una legión de pavotas en los años ’90 (legión en la que me incluyo, por supuesto): ¿Brandon o Dylan?
Este interrogante, que para muchos sonorá irrelevante y para otros tantos, demasiado jóvenes, absolutamente incomprensible, no es un interrogante cualquiera. Elegir entre el chico bueno y bonito y el chico conflictivo no tan bonito pero mucho más hot, no es moco de pavo. Es absolutamente trascendental. Y no, no estoy loca. 


Brandon Walsh, el carilindo más bueno que Lassie atada, oriundo de Minnesota, e instalado en Beverly Hills con sus padres y su melliza, Brenda, fue interpretado por Jason Priestley, un rubio nacido en Vancouver el 28 de agosto de 1969. Gracias a ese papel, que obtuvo cuando tenía 21 preciosos añitos, consiguió fama mundial y se convirtió en un indiscutido ídolo adolescente. Dejó la serie en 1998, cuando la historia ya se había convertido en un intrincado culebrón y el elenco original había sufrido varias bajas. 
Después de interpretar a Brandon, Jason actuó en varias serias y películas para TV y dirigió otras tantas. Promovió a la banda Barenaked Ladies, se estrelló con un auto de carreras, se casó un par de veces y escribió sus memorias, donde no ahorró críticas a su hermana en la ficción, la siempre conflictiva Shannen Doherty. Antes de "Beverly Hills 90210", y en la vida real, compartió piso con un jovencísimo Brad Pitt.
Jason Priestley, con casi 47 años, sigue siendo un hombre atractivo (algo petisón, diría mi marido, que tampoco es Jared Padalecki), pero dista mucho de ser el rubiecito esplendoroso que nos enamoró hace 25 años. 


Dylan McKay, el chico conflictivo, millonario y hot, novio de Brenda en las primeras temporadas de la serie y de varias otras damas en las otras (incluyendo a Kelly, la típica rubia californiana, que parece que se va a quedar con Brandon pero no, se queda con Dylan) fue interpretado por Luke Perry, actor nacido en Ohio el 11 de octubre de 1966. Tenía 24 años cuando obtuvo el papel de Dylan y, para ese entonces, era un obrero de la construcción.  La Fox no estaba muy convencida acerca de lo que podía ofrecer como actor, por lo que Aaron Spelling, productor de la serie y padre en la vida real de la ingenua Donna, pagó sus primeros sueldos de su bolsillo.
Luke realizó un cameo en la serie animada "Los Simpsons" en el año 1993, en el capítulo El drama de Krusty”, donde se interpretó a sí mismo como el medio hermano de Krusty, el payaso. En Hispanoamérica, vaya uno a saber por qué, ya que en los ’90 todos y todas sabíamos quién era Luke Perry, nos quisieron hacer creer que el pariente de Krusty era Robert Redford, actor bastante mayor que nunca tuvo el jopo con el que Perry fue retratado en "Los Simpsons".  Hizo otro cameo en "Padre de familia", en el capítulo “Historia de Primera Plana, en el que Peter redactó un falso artículo afirmando que Luke era gay. Además, le dio consejos de seducción a Johnny Bravo en el capítulo “La Guía de Amor de Luke Perry”. Después de interpretar a Dylan, apareció en distintas series y películas, y trabajó como actor de doblaje.
Luke Perry tiene 49 años y, según mi mamá, está viejo. Cosa extraña, porque yo tengo 48 y me sigue retando como si fuera una nena. Cierto es que ha quedado poco de aquel Dylan McKay que nos enloqueció en los ’90. Pero un tirito se le hace.

Durante más de 25 años pensé y repensé la respuesta a  esa pregunta que todas las damas y damitas de mi generación nos hicimos alguna vez: ¿Brandon o Dylan? Y hoy, 16 de junio de 2016, totalmente sobria aunque con algo de sueño, por fin estoy en condiciones de responderla: Dylan. Se preguntarán ustedes cómo puedo ser tan grande y tan pajarona. Les juro que yo también me lo pregunto.

Me despido, mis queridos, con una apocalíptica frase del genial Julio Cortázar, que juzgo más que pertinente para cerrar este opúsculo nostálgico: Después de los cuarenta años la verdadera cara la tenemos en la nuca, mirando desesperadamente para atrás.”

Buenas noches.

miércoles, 19 de junio de 2019

EL PANDEMONIUM DE CELULOIDE


EL PANDEMONIUM DE CELULOIDE

“El infierno está de aquí a la eternidad.” 
 “From Here to Eternity”, Iron Maiden

LOS INICIOS – DEL INFIERNO AL ESTRELLATO

El Diablo es un personaje tan atrayente que, desde sus inicios, el cine se ocupó de su poco grata persona. Los realizadores de antaño vieron el gran negocio que era nutrirse de la imaginería diabólica para cautivar al público y comenzaron a explotar todo aquello que se relacionara con Satanás y sus huestes.
Los hacedores de películas buscaban alimentar la sed de emociones fuertes de un público que se regocijaba con todo aquello que le hiciera poner la piel de pollo. Es por eso que el Demonio protagonizó muchos de los primeros filmes de la historia.
Satanás apareció en escena en el mismo momento en que se realizaron las primeras proyecciones de imágenes a través de los primitivos aparatos del siglo XVII. Entre las figuras con las cuales se sorprendía a un público cándido aparecía siempre la estampa de un diablillo cornudo y con cara de pocos amigos.
La Iglesia, como era de suponer, puso el grito en el cielo ante tanto despliegue diabólico y advirtió a los fieles sobre los fatales riesgos que corrían sus almas si se empecinaban en  asistir a estas sacrílegas proyecciones. Un opúsculo titulado “Magia óptica” (1671 – Kaspar Schott) pone al tanto a los cristianos de las nefastas influencias que estos demonios proyectados podían tener sobre sus vidas.
El público de entonces era lo suficientemente ingenuo (o psicótico) como para no poder distinguir claramente realidad y fantasía. Un espectáculo ofrecido por el belga Etienne Robertson a principios de 1800, “Phantasmagoria”, que consistía en una elaborada combinación de imágenes terroríficas de diablos y calaveras proyectadas sobre las cabezas del público y acompañadas por sonidos siniestros, desencadenó escenas de histeria colectiva.
La primera proyección de cine, realizada por los hermanos Lumière en 1895, consistió en las imágenes  de un puñado de obreros bajando de un tren (el público huyó despavorido de la sala por temor a ser atropellado por la locomotora que aparecía en pantalla). La siguiente película, obra del cineasta galo George Méliès, fue decididamente satánica. “Le cabinet de Mefistófeles” (1896 o 1897), de poco más de tres minutos de duración, presentaba al propio Méliès caracterizado como Mefistófeles, quien desaparecía dejando una corona de humo cuando alguien hacía la señal de la cruz.
A esta primera película de terror siguieron otras. Los primeros títulos infernales fueron “Satanás” (1819), “El gabinete del Dr. Caligari” (1919), “Nosferatu, el vampiro” (1922) y “Fausto” (1926). Estos filmes presentaban demonios atractivos y elegantes que desplegaban una maldad refinada.
Con el correr del tiempo, el Maligno fue incrementando sus apariciones en la pantalla. Y un buen día (o malo, como se quiera ver) se convirtió en una estrella. Los guionistas y directores explotaron al tremebundo personaje hasta el hastío. Pero ignoraron que abordar a Satanás podía tener un costo muy alto… no sólo económico.
La historia del cine está jalonada con películas con fama de “malditas”. Algunas de ellas tocan temas directamente relacionados con lo diabólico y lo oscuro. He aquí las más representativas.


EL BEBÉ DE ROSEMARY – EL MAL VIENE EN SEMILLA

La noche del 8 al 9 de agosto de 1969, Sharon Tate, esposa del célebre cineasta Roman Polanski y un grupo de invitados, se encontraban compartiendo una velada agradable en la mansión de la actriz, en Bel Air, Los Ángeles.
La noche transcurría plácidamente hasta que, a escasos metros de la entrada a la casa, se detuvo un coche del cual descendieron tres jóvenes –dos chicas y un chico- . Chales “Tex” Watson, Susan D. Atkins y  Patricia Krenwinkle saltaron la alambrada de seguridad y accedieron al jardín de la residencia, a la cual ingresaron luego de la rotura de los cristales de la fachada principal. Linda Kassabian actuó como conductora y campana. Los tres jóvenes, acólitos del psicópata Charles Manson, protagonizaron una cruel matanza. Tate fue asesinada por Susan Atkins, que le asestó 11 puñaladas y la arrastró con una cuerda por la estancia, para luego colgarla de la baranda de una escalera. Ante los ruegos de Sharon por la vida del bebé que llevaba en el vientre, una fría Atkins respondió “No voy a tener clemencia contigo, zorra”.
Al día siguiente, los cuerpos de Tate y sus acompañantes aparecieron desgarrados y el piso de la mansión salpicado de sangre y vísceras. Winifred Chapman, la encargada de la limpieza, los encontró  y dio parte a la policía.
La investigación de los asesinatos culminó con la detención de “La Familia”, una extraña comuna californiana de aires hippies liderada por el extravagante Charles Manson, identificado por sus seguidores como la compleja encarnación de Dios y Satanás. Muchas hipótesis existen acerca del móvil de los asesinatos, entre ellas, la  de los militantes del mundo esotérico que se inclinan por una “venganza diabólica” auspiciada por altos jefes del satanismo mundial y llevada a cabo por Manson y sus secuaces.
Todo comenzó, según dicen, un año atrás, con el estreno de la película “El bebé de Rosemary”, dirigida por Roman Polanski, que recrea ciertas ceremonias y ritos satánicos, filmados  con el valioso asesoramiento de Anton La Vey, el excéntrico fundador de la Iglesia de Satán. La película narra la historia de Guy Woodhouse (John Cassavetes) y su esposa Rosemary (Mia Farrow), una pareja de recién casados que alquila un departamento en la mítica Casa Bramford y se involucra con una secta demoníaca. Rosemary, sin saberlo, lleva en sus entrañas al hijo del Demonio.
Con “El bebé de Rosemary” Polanski consiguió reconocimiento y fama mundial. La película fue la llave del éxito. Un éxito que, pocos meses después, le pasaría factura. Los elogios que la crítica prodigó al film contrastaron con la disconforme censura de los satanistas quienes sintieron que su privacidad había sido invadida y ventilada, y no dudaron en practicar sus diabólicas artes de magia negra para maldecir a todo aquel que hubiera participado en la película.
Según la teoría de los ocultistas, las sectas satánicas más poderosas del mundo se unieron para vengarse del cineasta, al que enviaron un escueto comunicado: “Pagarás tu intromisión y tu osadía con sangre”. Por último, cabe destacar que algunas escenas de la película fueron filmadas en el edificio Dakota, en el centro de Nueva York, donde años antes habían  vivido un genio del cine de terror, el actor Boris Karloff y un célebre brujo negro, famoso por sus ritos desenfrenados,  Aleister Crowley (un personaje cuyo rostro  figura en la portada del disco de Los Beatles “Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band”). Este edifico siempre fue considerado maldito y por eso fue recomendado a Polanski para lograr un clima satánico en su rodaje.  Frente a esta mítica construcción fue asesinado John Lennon en 1980.


EL EXORCISTA – GUEST STAR: SATANÁS

Para muchos críticos “El exorcista” inició un nuevo género: el “terror satánico”. Fue dirigida por William Friedkin, basándose en la adaptación de la novela homónima de William Peter Blatty.
Blatty, respondiendo, quizás, a alguna inquietud religiosa, se interesó vivamente por uno de los fenómenos más aterradores a los cuales debe enfrentarse la Iglesia: la posesión diabólica. A lo largo de una investigación periodística, Blatty accedió a documentación oficial eclesiástica relacionada con un exorcismo realizado en Mount Rainier (Maryland, EEUU) en 1949.
La historia en la que se inspira la novela de Blatty tuvo como protagonista a un adolescente de 14 años que manifestaba los mismos síntomas demoníacos que aparecen en la película: comportamientos violentos, cambios bruscos de personalidad, torsiones corporales imposibles, uso de lenguas desconocidas (xenoglosia), movimientos autónomos de objetos (poltergeist o telequinesis), aparición espontánea de leyendas blasfemas sobre la piel o de siluetas demoníacas (dermografías), levitaciones, etc.
El adolescente en cuestión fue sometido a todo tipo de exámenes médicos y psiquiátricos, sin que se hallara el diagnóstico que justificara su extraño comportamiento. La familia recurrió entonces a tres sacerdotes jesuitas,  J. Bishop, William Bowdner y Walter Halloran, quienes realizaron una serie de exorcismos que se prolongaron durante varias semanas hasta la expulsión del supuesto demonio. Una vez exorcizado, el chico no recordó nada de lo sucedido y llevó una vida de lo más normal.
La novela de Blatty basada en esta truculenta historia se convirtió en un best-seller. Y fue llevada al cine al poco tiempo de ser publicada.
Los nueve meses que duró el rodaje de la película fueron fatídicos. “El exorcista” estaba maldita desde el vamos.
Al descender del avión que lo llevaba a Nueva York para participar en la película, Max Von Sydow recibió la noticia de la muerte de su hermano. El actor irlandés Jack McGowran, que personificaba a Burke Dennings, asesinado en la película por el  Demonio, falleció el 30 de enero de 1973, a los 54 años, de forma inexplicable y repentina a causa de una gripe. Vasiliki Maliaros,  la madre del Padre Karras, murió el 9 de febrero de 1973.
Los rollos de la película aparecieron velados y los técnicos que trabajaron en el film sufrieron varios y aparatosos accidentes.
La actriz Ellen Burstyn (que interpretó a la madre de la niña poseída y aceptó el papel con la exigencia de que retiraran del guión la frase “¡Creo en el Diablo!”, que ella debía pronunciar) sufrió una lesión espinal permanente durante la película en la escena donde su hija  la lanza violentamente contra el suelo. El arnés que la tenía sujeta, tras varios intentos, le dio un tirón más fuerte de lo previsto, y  cayó con violencia sobre sus coxis. Lanzó un fuerte grito de dolor que fue filmado e incluido  en la película. También Linda Blair (Regan) se dañó la espalda cuando un trozo de aparejo se rompió mientras era lanzada contra la cama.
La maldición  afectó a varias personas relacionadas con el film o a sus familias. El hijo de Jason Miller (Padre Karras) casi muere al ser atropellado en una playa desierta por un misterioso motociclista. El abuelo de Linda Blair falleció mientras ella rodaba la película; el hijo de uno de los asistentes de cámara murió repentinamente poco tiempo después de nacer; el operario encargado del sistema de aire acondicionado de los estudios de la productora expiró de forma inesperada; el  conserje de uno de los platós de rodaje fue asesinado por un desconocido.
La cantidad de accidentes y contratiempos que  se sucedieron durante el rodaje de “El exorcista” obligó  a su director a solicitarle al padre jesuita Thomas V. Bermingham que exorcizara las instalaciones en las que se  filmó. El padre se rehusó por considerar que un exorcismo no era necesario, pero accedió a realizar una ceremonia en la que bendijo a todas las personas involucradas en el film.
Después de la ceremonia del padre Bermingham cesaron los extraños accidentes, pero más adelante reaparecieron con gran virulencia.
La película fue estrenada el 26 de diciembre de 1973, con asistencia masiva del público. Exageración o no, se cuenta que los acomodadores y encargados de los cines se quejaban de tener que estar limpiando continuamente los vómitos de gran parte del público asistente y de tener que atender  los desmayos y las reacciones histéricas de otra gran parte. Hay quienes aseguran que ciertos testigos de la proyección del film sufrieron ataques cardíacos y que se produjo, incluso, algún repentino aborto. En Bekerley (California) un hombre llegó a lanzarse contra la pantalla gritando que quería “atrapar al demonio” (al final, el público setentoso era tan psicótico como el del siglo XIX).
La Iglesia, fiel a su estilo,  puso el grito en el cielo cuando se exhibió la película, a la que consideró tan nociva como las drogas y la pornografía. Un montón de locos exigían ser exorcizados después de haber visto el filme. Médicos y psiquiatras aconsejaron a sus pacientes más sensibles no ver la película para mantener a salvo su integridad psíquica.
La maldición de “El exorcista” la persiguió hasta el teatro. El 2 de Abril de 1975 se estrenó en el “Teatro de la Comedia”, de Londres, la obra “El exorcista”. Para el papel de  Regan se escogió, extrañamente, a una madura y experimentada actriz de 42 años, Mary Ure. El debut de la obra fue un éxito, pero, a la mañana siguiente, el director Peter Coe encontró a Mary muerta en la habitación del hotel en el cual se hospedaba. La actriz estaba tumbada en la cama con los brazos en cruz y el cuerpo lleno de cortes y heridas. La versión oficial fue que la muerte de Mary se debió a la combinación fatal de alcohol y barbitúricos y que las heridas eran autoinfligidas, pero “El exorcista” no volvió a presentarse en ningún teatro del mundo.

 
POLTERGEIST: YA ESTÁN AQUÍ

La de “Poltergeist” (Tobe Hooper, estrenada el 4 de junio de 1982) es quizás, la  historia más difundida entre las que se refieren a las maldiciones fílmicas. La familia Freeling vive en un suburbio de California (EEUU) en una casa, aparentemente, normal. Las vidas de sus integrantes se ven alteradas cuando Carol Anne (Heather O'Rourke), la pequeña de la familia, contacta con los espíritus que habitan la casa a través del televisor.
Poco después del estreno de la película (la primera de una  exitosa saga de tres) la  maldición  de “Poltergeist” dijo presente. La primera víctima fue Dominique Dunne, de 22 años, que interpretaba a Dana, la hija mayor de los Freeling. A mediados de octubre de 1982, pocas semanas después del estreno de la película, la actriz decidió terminar la relación sentimental que la unía a John Sweeney, chef en un famoso restaurante.  Presa de un ataque de ira, John intentó estrangular a Dominique. Cuando encontraron a la chica aún estaba con vida, pero murió seis días más tarde, el 4 de noviembre. A pesar de lo atroz de su crimen y de que en el juicio quedó demostrado que era un maltratador consecuente, Sweeney fue condenado sólo a seis años de prisión, de los cuales cumplió dos y medio.
Dedicada a la memoria de Dominique, la segunda parte de la saga se estrenó el 23 de mayo 1986. Basándose en ciertos rumores que aseveraban que algunos de los esqueletos utilizados en el rodaje de “Poltergeist” eran reales, se procedió a exorcizar el set de filmación.
Poco tiempo después de terminar la película murió Julian Beck, el actor que interpretaba al malvado Reverendo Kane. Beck padecía de un cáncer que era el responsable del aspecto terrorífico  y decrépito que exhibió en la película. Pero su muerte también fue vista como parte de la maldición.
Will Sampson, el actor que en la segunda parte de “Poltergeist” dio vida a un brujo llamado Taylor (y que será recordado por su interpretación del Jefe Brondem en el film “Atrapado sin salida”, junto a Jack Nicholson) murió el 3 de junio de 1987 por complicaciones durante el post operatorio de un trasplante de corazón y pulmón.
El 1 de febrero de 1988, antes de estrenarse la tercera parte de la saga, suceso que tuvo lugar el 10 de junio de 1988, falleció Heather O'Rourke. Heather tenía tan solo 12 años y murió  tras sufrir  un paro cardíaco y un shock séptico consecuencias de una obstrucción intestinal, posiblemente a causa de un defecto de nacimiento. El mal que padecía fue  diagnosticado  como enfermedad de Crohn (un mal crónico en el cual el sistema inmunitario del individuo ataca su propio intestino produciendo inflamación).

 
MÁS MALDITAS – EL FATAL OFICIO DE SER ACTOR

Sea por pura casualidad o sea por pura causalidad, tres películas emblemáticas del género del terror se han visto rodeadas de muertes inesperadas y sucesos extraños.  Pero, para ser justos, hay que reconocer que también otras películas cuyos argumentos no se codean tanto con Satanás han sido presa de terribles maldiciones.
“Lo que el viento se llevó” (Víctor Fleming, 1939) puede considerarse una película maldita sin temor a exagerar. Se cuenta que un brujo negro al que le disgustó la novela de Margaret Mitchell, le lanzó a la autora la siguiente advertencia: “Cuando obtienes un beneficio de la sangre del hombre, tú estás maldita y la sangre provocará tu desgracia”. Esta maldición cayó sobre la película y el productor de la misma, David O. Selznick pasó las de Caín durante los tres años que duró la filmación. No sólo se vio envuelto en una serie de inconvenientes relacionados con el film (“Lo que el viento se llevó” llegó a  rodarse con cinco directores distintos), sino que vio naufragar su matrimonio, feliz antes de embarcarse en el proyecto. Agobiado por las deudas y los problemas, Selznick consultó a los mejores astrólogos de Los Ángeles para que le auguraran el futuro comercial de la película. Todos le aseguraron que sería un éxito, pero le advirtieron que el costo del éxito se pagaría con sangre.
Pocos meses después del estreno de “Lo que el viento se llevó” uno de los maquilladores murió repentinamente. Más tarde, en las mismas circunstancias, desapareció el guionista del film, Sidney Howard, seguido por Laure Hope, Leslie Howard, Harry Davenport, Hattie Mc Daniel, actores, y el director Víctor Fleming. En 1960 falleció prematuramente Clark Gable. Vivian Leigh arruinó su vida y su carrera a causa del alcoholismo.
“Rebelde sin causa” (Nicholas Ray, 1955), reunió a tres jóvenes intérpretes que fallecieron trágica y prematuramente: James Dean en un accidente de tránsito a los 24 años (1955),  Sal Mineo asesinado a los 37  (1976)  y Natalie Wood cuando cayó de noche al agua desde su yate The Splendor, a los 43 (1981).
Maldita es, también, “El conquistador de Mongolia” (Dick Powell, 1956), una pretendida biografía de Gengis Khan protagonizada por John Wayne, fracaso de público y  crítica. Años más tarde ganó cierta popularidad debido a un terrible dato: del total de 220 integrantes participantes en el film, 91 habían desarrollado algún tipo de cáncer hacia 1981 y 46 habían muerto hasta ese entonces. Una causa probable de esta epidemia es que el film fue rodado  en el desierto de Utah, no lejos de un  campo de pruebas del Gobierno de los Estados Unidos donde se ensayaban armas nucleares durante los años ‘50. El reparto y el equipo de filmación vivieron semanas difíciles en el desierto. 60 toneladas de la arena del lugar se llevaron  a un estudio  para completar la filmación.
“Vidas rebeldes” (John Houston, 1961) tiene fama de maldita: fue la última película que protagonizaron  Clark Gable (el rodaje culminó el 4 de noviembre de 1960 y Gable murió pocos días después)  y Marilyn Monroe (fallecida el 5 de agosto de 1962). A Montgomery Clifft no le fue mucho mejor. Su muerte ocurrió  el 23 de julio de 1966, a los 45 años. Su asistente le oyó decir sus últimas palabras cuando le preguntó si le gustaría ver “Vidas rebeldes” en la televisión, a lo que Clift contestó con rotundidad: "No, en absoluto”.
En plena filmación “El Cuervo” (Alex Proyas, 1994), Brandon Lee, el hijo del mítico Bruce Lee, murió accidentalmente a causa de que una de las pistolas que utilizaron para dispararle en una escena albergaba en su tambor una bala vieja que no había sido detectada por los encargados de los efectos especiales.  El suceso, trágico de por sí, cobró ribetes aún más macabros cuando se lo relacionó con el film  “Juego con la muerte” (Robert Clouse, 1978), en el cual Bruce Lee interpreta a Billy Lo, una superestrella del cine de acción coaccionada por un sindicato del crimen para que trabaje para ellos. Tras la negativa de Lo, los mafiosos deciden deshacerse de él haciendo que le disparen en medio de un rodaje con un arma que se suponía de fogueo… tremenda premonición del infausto suceso que le costaría la vida a su hijo 16 años después.
La lista sigue… y es interminable. Los escépticos de siempre aseguran que las supuestas maldiciones que ostentan algunos filmes son estratagemas de las productoras cinematográficas para promocionar sus películas. Los que amamos los misterios, por módicos que sean,  y le rendimos pleitesía a George Romero, nos empecinamos en que todo este asunto sea cosa de Mandinga.

Y estamos seguros de que Satanás figurará en el reparto del próximo estreno.

lunes, 17 de junio de 2019

HÉROES DEL SILENCIO


HÉROES DEL SILENCIO

“Es mejor ser rey de tu silencio que esclavo de tus palabras.” 
 William Shakespeare

“Manejar el silencio es más difícil que manejar la palabra.”  
 Georges Benjamin Clemenceau

“No he hablado a mi esposa en años. No la quería interrumpir.”
Rodney Dangerfield.

Durante mucho tiempo (ilusa de mí), creí a pie juntillas que mi marido y yo conversábamos. Mucho. Hasta que en un rapto de lucidez me di cuenta de que no, no conversamos. Yo hago stand-up y él, en lugar de apabullarme con sus aplausos, me agasaja cada tanto con un monosílabo o una onomatopeya sencilla, cosa de dejar bien clarito que no se quedó dormido. Cierto es que mis temas de conversación son, algunas veces, poco interesantes y otras tantas, fastidiosos. A mi media naranja no lo atrae para nada explayarse sobre las lentejuelas matutinas de las vedetongas, los amoríos de Robert Pattinson o la neurosis de Woody Allen. Tampoco gusta de mantener amenos coloquios acerca de la ruindad de los políticos argentinos en general, la poesía de Alejandra Pizarnik o el gato de Schrödinger. Ni enredarse en discusiones bizantinas para dilucidar cuáles fueron las verdaderas causas de la extinción del pájaro dodo. Muchísimo menos hablar del estado, calamitoso o no, de nuestra relación amorosa.
De toda esta perorata se desprende que yo soy una mujer por demás habladora y mi tórtolo, un señor sufrido y callado. Pero no es culpa mía. Según Louann Brizendine, neuróloga norteamericana autora del libro “The Female Brain” (“El cerebro femenino”), las mujeres pronunciamos veinte mil palabras por día y los hombres, sólo siete mil.  La doctora Brizendine sostiene, además, que las mujeres comprendemos instantáneamente cuándo algo no funciona, duele o hace daño, mientras que los varones se enteran de que la pareja se fue al carajo sólo cuando aparecen las lágrimas y los platos estrellados contra el piso. También asegura que las mujeres recordamos detalles y ellos no, y que sabemos orientarnos mejor, sin necesidad de una gallega que cada quince minutos nos diga: “Recalculando”. En síntesis, la tesis de Louann Brizendine  asevera que las diferencias entre los  sexos se originan en el cerebro. El femenino es más liviano: pesa, en promedio, cien gramos  menos que el masculino, merma que no implica que las féminas resultemos menos inteligentes, ya que el número de células cerebrales es el mismo para damas y caballeros, variando sólo la densidad las mismas.
"Por la resonancia magnética se descubre que las mujeres tienen una especie de ruta directa para desentrañar emociones, mientras los hombres tienen como si fuesen rutas de tierra, de ripio, rurales", explica la citada neuróloga. "El porcentaje de neuronas en el área del cerebro asociada a las emociones y a la memoria es un 11% mayor en las mujeres", añade.
Las damas, generalmente,  recordamos mejor los sucesos de nuestro pasado y somos mucho más aptas que los varones para adivinar las emociones de los otros e intuir lo que sucede a nuestro alrededor. Ellos tienen más autocontrol, ya que por diferencias en la corteza cerebral, las mujeres percibimos  pequeños inconvenientes como catástrofes, cosa que no le sucede a los caballeros, quienes sólo advierten los peligros físicos. En cuanto al sexo, el hombre piensa más en el intercambio carnal por la cantidad de testosterona que posee su cerebro. Cantidad que decrece, considerablemente, en el cerebro femenino.
Gracias a los estudios de Louann Brizendine  y a lidiar todos los días con un primo lejano de aquel Bernardo que servía al mítico Zorro, una está en condiciones de aseverar que los hombres son poco dados a la charla. Los motivos pueden tener origen cerebral, cómo no, pero también responden a una serie de premisas que paso a enumerar, haciendo gala, como siempre, de mi proverbial espíritu de servicio y de mi consumada manía de hablar (o escribir) al divino botón.

¿POR QUÉ LOS HOMBRES NO HABLAN?

-Porque dan todo por sentado. Muchos señores no articulan palabra cuando están con sus parejas porque dan todo por sentado. Para ellos es innecesario  cualquier intercambio verbal con las féminas con las que comparten colchón, ya que consideran que sus idilios marchan viento en popa y no es menester agregarles nada. Ni un punto ni una coma. Ni un miserable monosílabo. El señor que da todo por sentado no sólo es mezquino en vocablos: también escatimará arrumacos y abrazos reconfortantes en situaciones calamitosas.

-Porque no tienen nada que decir.  El hombre que va del hogar al trabajo y del trabajo a la PlayStation, poco tiene para compartir con su media naranja. Sus vivencias son tan anodinas que verbalizarlas carece de sentido. El hombre que no tiene nada que decir ignora todo acerca de su pareja y acerca de sí mismo. No tiene la menor idea del rumbo de la relación, en el mejor de los casos, y, en el peor, no sabe que tiene una relación.

-Porque creen que es mejor el silencio. Estos señores, acérrimos ejecutores del proverbio hindú que reza “Cuando hables, procura que tus palabras sean mejores que el silencio”, están convencidos de que los silencios son venerables y elocuentes, y de que, si están cómodos con sus parejas, no es necesario arruinar la magia de la perfecta comunión profanándola con palabras vanas. Otra variante del hombre que cree que es mejor el silencio es aquel sátrapa con cola de paja que sabe que todo lo que diga puede ser utilizado en su contra.

-Porque no están acostumbrados a decir lo que les pasa. Los hombres están criados para ser fuertes, no llorar, no verbalizar sus necesidades y no dar señales que nos permitan deducir que tienen sentimientos. Ya lo dijo Manuel Romero, allá por 1931, cuando compuso la letra del tango “Tomo y obligo”: “Fuerza, canejo, sufra y no llore que un hombre macho no debe llorar…” El hombre macho no se permite hablar de lo que le pasa. Y tampoco sabe cómo hacerlo. No olviden que, según los estudios de Louann Brizendine, los caminos del cerebro masculino que les permiten desentrañar emociones son rústicos y ripiosos.

-Porque no les resulta agradable que las damas los atosiguen con estupideces. Retomemos otra vez la investigación de la doctora Brizendine: lo que para las damas son catástrofes, para los caballeros son simples inconvenientes fáciles de sortear, que no merecen ni un grito, ni una lágrima, ni una mesada de cabellos.  No pretendamos obtener una respuesta masculina a nuestras lamentaciones cuando las mismas tienen como origen la rotura de una uña o la mala fe de la vecina que osó comprarse el mismo par de zapatos que nosotras. Será en vano.

-Porque temen que reaccionemos mal ante sus palabras. Muchas veces, ante preguntas tan sencillas como “¿A vos te parece que engordé?” o “¿Cómo me queda este vestido?”, la respuesta masculina es un silencio sepulcral.  Ningún hombre quiere arriesgarse a decirle a su tortolita que engordó, que embutida en ese vestido recién adquirido le faltan las aceitunas para convertirse en un salchichón primavera o que su nuevo corte de pelo es un desastre universal. Ante preguntas cuya respuesta ponga en riesgo su pellejo, el hombre callará. Y lo bien que hace.

-Porque no nos entienden. Damas y damitas sabemos de sobra que no hace falta hablar del gato de Schrödinger para que un hombre no nos entienda. El hombre no sabe nada del universo femenino. Pero nada de nada, ¿eh? No comprende ninguna de nuestras reacciones, se queda atónito ante nuestras lágrimas y no sabe qué corno hacer cuándo le planteamos lo que nos pasa. Porque lo que nos pasa es algo demasiado grande como para que el cerebro masculino lo pueda procesar.

-Porque no le importa en lo más mínimo lo que tenemos para decir. Asumámoslo de una vez: a ningún hombre heterosexual le importa que Kristen Stewart le haya puesto los cuernos a Robert Pattinson. Pretender que un hombre se interese en chimentos de la farándula, boludeces que dice la “Cosmopolitan” y cotorreríos varios es ser una desubicada.

-Porque quiere evitar una discusión. Ante situaciones tensas, conflictos en la pareja, desavenencias sexuales, nubarrones y chubascos, el hombre prefiera callar porque es consciente de que una mujer es capaz de retorcer dos o tres palabras hasta convertirlas en una feroz declaración de guerra. Si bien el hombre, en un mundo ideal, debería haber nacido con la sacrosanta misión de morir en plena refriega y alcanzar el Walhalla, en un mundo no ideal (el nuestro), es bastante reacio a pelear, sobre todo con su mujer.  Si callar evita una discusión o un simple intercambio de palabras algo acaloradas, cerrará la boca con graciosa presteza.

-Porque es callado. Y sí.  Hay hombres que tienen mucho que decir, no sobrevaloran el silencio, tienen real conciencia de lo que les pasa,  no nos temen, saben un montón de física cuántica y no hablan porque son callados.

Hasta aquí, señores, este opúsculo que pretende desentrañar los motivos del silencio masculino y alzarse, además, como queja ante tanto desconsiderado mutismo. A las damas nos gusta que nos hablen. Que nos respondan cuando hacemos un comentario al pasar o una pregunta concreta. Que los hombres dediquen a nosotras, por lo menos, un 50% de la magra cantidad de vocablos que articulan por día. 3500 palabras, nomás. Para vernos contentas.

Una ganga.