lunes, 12 de febrero de 2018

EL MAGO CARNAVAL


EL MAGO CARNAVAL

"El mago Carnaval suena en las calles,
ruidosos cascabeles de ironía, 
muchachos, esta noche la corremos
del brazo del placer y la alegría..."
Dante A. Linyera

“La que volvió sin honra, se disfrazó de apache,
y el barrio en cada puerta, comenta sin cesar,
su traje descarado, sus ojos azabache,
y su poca vergüenza, que no sabe ocultar.
El tano verdulero, sentado en la vereda,
mastica su cachimbo, cansado de yugar
y en su sonrisa amarga una nostalgia enreda;
también allá en Italia vivió su  Carnaval.”
Luis Rubinstein

Siempre sostuve que eso de andar por el mundo dándole de comer a los gatos de la calle y mascullando que todo tiempo pasado fue mejor era de viejas chotas sin remedio. Así que debo estar hecha una vieja chota sin remedio, porque últimamente le doy de comer hasta al gato del vecino, que me pisotea y me mea las plantas, y estoy convencidísima de que hay cosas que ya no son tan buenas como eran antes. El jamón cocido, la granadina Cousenier , las hojas Rivadavia, los atardeceres en San Bernardo y, por supuesto, los Carnavales. Porque Carnavales eran los de antes, que me perdone el Rey Momo.
No se sabe a ciencia cierta cuál es el origen del Carnaval. Algunos estudiosos suponen que nació en Babilonia hace aproximadamente 4000 años, con las fiestas en honor al dudoso dios Marduk, en las cuales cundía el relajo, los sirvientes les daban órdenes a los amos y los presos eran adorados como reyes. Otros creen que tiene sus antecedentes en la Antigua Roma, en las fiestas paganas conocidas en aquellos lares como Bacanales (en honor a Baco, dios del vino) y Saturnales (en honor a Saturno, dios de la siembra y la cosecha), en las cuales también había transgresión y jolgorio: los soldados salían a la calle empilchados como mujeres, los ricos se vestían de pobres y todos asistían a grandes banquetes, donde se comía y se bebía a destajo y más de uno terminaba culo para arriba en cama ajena. En esos festejos desenfrenados, los romanos se entregaban a los lúdicos designios del Rey Momo, hijo del Sueño y de la Noche, considerado dios de las burlas y las bromas y famoso por divertir a los dioses del Olimpo con sus críticas agudas y sus mímicas grotescas, hasta que les rompió tanto los kinotos  que lo echaron de tan selecta locación y lo obligaron a vivir con el pueblo romano, que, adicto a la joda como era, no tardó  en incorporarlo a sus fiestas. La jarana siguió hasta la Edad Media, donde se celebraban las llamadas Fiestas de la Locura. Y fue justito en la Edad Media cuando la benemérita Iglesia Católica decidió poner coto al desbande, incorporando a los Carnavales al calendario cristiano y presentándolos como un período de excesos (pero no tantos) antes de la obligatoria abstinencia de la Cuaresma. Los festejos duraban, entonces, hasta tres días antes del Miércoles de Ceniza. Los Carnavales, oficializados por la Iglesia,  se extendieron por Europa y de allí pasaron a América, de la mano de los conquistadores.
El origen de la palabra Carnaval también tiene dos posibles explicaciones. Algunos dicen que deriva del latín medieval “carnem levare”, cuyo significado es “abandonar la carne”, ya que en la mentada Cuaresma los cristianos no podían consumir carne. Y otros sostienen que, durante el Renacimiento italiano, en los desfiles de Carnaval, solía representarse a Neptuno, dios del mar, o a Caronte, barquero del Infierno, sobre carrozas con forma de barco, llamadas “carros navales”. La palabra Carnaval podría derivar, entonces, del nombre de estos carros.
La costumbre de mojar a los demás nació, según dicen, en Venecia, Italia, en el siglo XVIII. Ciertas personas, algo supersticiosas, creían a pie juntillas que salir a la calle con una vela encendida el martes de Carnaval y mantener la llama viva hasta el amanecer traía buena suerte. Y algunos graciosos se divertían  tratando de apagárselas. Una turrada. El método más taquillero para lograr tan vil propósito era tirarles agua desde las terrazas y los balcones a los pajarones que andaban de aquí para allá con la vela en la mano. Al final, la gente se cansó de salir con las velas, pero la costumbre de empapar al prójimo pervivió hasta nuestros días, ocasionando resbalones, caídas y ataques de histeria de algunas señoritas cambiadas y perfumadas que salen a la vereda a las 10 de la noche y se topan con un desubicado que no respeta ningún tipo de regla. Vale acotar, también, que en tiempos idos los carnavaleros se arrojaban confites, que fueron reemplazados con el correr del tiempo por el inocuo papel picado, menos costoso y menos peligroso también.
La Iglesia, como tantas otras veces, quiso pero no pudo. A pesar de haber incorporado a los sediciosos Carnavales al calendario cristiano, no logró arrancarles ni su paganismo, ni su lujuria, ni ese alegre barniz de puterío que los caracterizaba antes de que los curas los rociaran con agua bendita. Por eso hoy en día, mal que les pese a crucifijos y sotanas, lo que más se ve en los Carnavales (por lo menos en los más famosos del mundo, como en el de Río de Janeiro) es gente en pelotas. Tan  en pelotas que vuestra segura servidora no comprende cómo se puede tardar tanto tiempo como dicen elaborando un traje que tiene dos lentejuelas y  cuatro plumas y deja al descubierto la mayor parte de la anatomía humana.
Todo este preámbulo innecesario, donde puse de manifiesto una vez más mi acopio escandaloso de datos inútiles, fue escrito con una sola y única intención. Retrasar el gemido insoportable con el que acompaño la rotunda afirmación de que Carnavales eran los de antes. No, los de hace 4000 años, no. Los de la Edad Media, tampoco. Carnavales eran los de los ’70  y los ’80, cuando la aquí escribiente tenía pocos y felices años y la vida parecía distinta. En esos tiempos no tan remotos la “guerra de agua” entre los pibes del barrio empezaba bien tempranito. Las niñitas quisquillosas  y  los mocosos con menos de 5 años se valían de un pomo para la grata tarea de mojar a sus semejantes (el más famoso era el “Bombero Loco”, un pomo como cualquier otro pero con el plus de que la propaganda de tan preciado adminículo salía en la tele). Los verdaderos guerreros liquidaban a sus adversarios con un baldazo de agua. Y los dañinos atacaban a sus blancos con bombitas (las más conocidas eran las “Bombucha”), pequeños globitos de colores que se llenaban con agua limpia,  en el mejor de los casos, o con cualquier otra porquería líquida, en el peor, y que, cuando te golpeaban, además de mojarte, dolían como la puta madre. La “guerra de agua”, como toda guerra que se precie,  tenía un principio y un fin, aunque nunca faltaba algún descolgado que te mojaba a las 8 de la noche, cuando ya estabas cambiadita e ibas, contenta y feliz, a tomarte un helado (o cuando estabas haciendo la cola para entrar a Electric Circus, situación de lo más deplorable, porque,  además de tener que soportar que la ropa mojada te picara, se te corría el rimmel y quedabas como una recién fugada de un recital de Siouxsie and the Banshees). Cuando la contienda acuática concluía, los envueltos en la reyerta corríamos a disfrazarnos. No con dos lentejuelas y cuatro plumas, porque éramos demasiado tiernitos para andar mostrando el culo y lo nuestro pasaba más por la fantasía que por la lujuria. Con disfraces altamente elaborados. Cualquier prenda andrajosa y deplorable servía para el que quería ponerse en la piel de un linyera. Las bolsas de arpillera en las que venían las papas se convertían, con bastante maña y algo de pintura o hilos de bordar, en trajes indígenas al mejor estilo  Pocahontas, atuendo que se completaba con un par de trenzas y una vincha coronada con la triste pluma que podíamos arrancarle a la gallina menos jodida del gallinero de la abuela (pido perdón de rodillas a los defensores de los derechos de los animales y  a las gallinas mismas por tamaña herejía, pero en esa época una era chica y no sabía). Polleras, blusas y collares de colores  hurtados a madres, tías y abuelas distraídas, servían para convertir a cualquier niña imaginativa en una gitana hecha y derecha. Había remeras rayadas para los presos, ropas femeninas para los varones más osados, cortinas viejas que emulaban capas de superhéroes y símbolos de la paz pintados con lápiz de labios en mejillas rubicundas que pretendían ser hippies. Todo valía. Una bombacha de streech azul y un retazo de cortina roja, convenientemente aderezados con estrellas de papel brillante,  y un par de botas de lluvia pintadas con témpera roja me convirtieron, allá por los ’70, en un bonsái de Lynda Carter. También había caretas de plástico, algunas de lo más curiosas. Recuerden que a los 4 años estrené una de Cleopatra y que ahí comenzaron mis fastidiosos delirios de grandeza.
A los chicos nos bastaba con salir a la calle o dar una vuelta manzana en disfraz para sentirnos parte viva del Carnaval. Pero, algunas veces, en los barrios se organizaban corsos y la cosa tomaba visos de bacanal en serio. Villa Domínico fue, durante muchos años, sede de un corso bastante modesto, que ocupaba algunas cuadras de la Avenida Belgrano. Su gran atracción era una comparsa de travestis, “Los Mimosos de Villa Corina”, algo inédito en esos tiempos. Cabe destacar que los Mimosos no tenían siliconas, ni extensiones, ni ningún afeite que los feminizara,  y que alguno hasta podía aparecer en la fiesta con bigote, al mejor estilo Freddie Mercury en el video de “I want to break free”. El corso era escenario de romances y trifulcas barriales y semillero de atorrantas, vivillos y psicópatas de temer que te echaban espuma en los ojos o te cruzaban el lomo con un pañuelo mojado hecho un nudo.
El Carnaval tenía, cómo no, su nota trágica. Cuando llegaba febrero y nadie te mojaba, ni siquiera con el más famélico de los pomos, sabías que ya estabas fuera de carrera: te habías convertido en adulta. Las chicas que chillábamos como cerditas en el matadero cuando nos mojaban a deshora vivíamos esa sequedad como el peor de los castigos. No ser mojada en Carnaval es tan cruel como ser ignorada por los tarjeteros de los boliches o ninguneada por las vendedoras del shopping, esas turras que parecen tener un orgasmo cada vez que fruncen la nariz y te escupen “Talle para vos no hay”. Tan fatal como pasar por una obra en construcción y no recibir ningún piropo guarango (esto tarda más pero también llega, mis queridas; si no me creen pregúntele a sus mamás). No ser mojada en Carnaval es el principio de ese viaje inevitable que nos lleva al trágico momento en el que nos descubrimos dándole de comer a los gatos de la calle y mascullando que todo  tiempo pasado fue mejor. El primer baldazo de agua que se me negó fue el que dio el puntapié inicial para convertirme en esto que soy: una escribidora compulsiva de estupideces que va por la vida lamentando que ya no se publique más la revista “Anteojito” y que nunca le hayan comprado un Segelin. Una nostálgica. Así que no me vengan con culos brasileros aceitados y plumas de colores: carnavales eran los de antes.

Me despido de ustedes con una frase típica del Carnaval de Barranquilla: "¡Quién lo vive es quién lo goza!"

Buenas noches.

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