domingo, 1 de octubre de 2023

LAS POSEÍDAS DE TOKIO


LAS POSEÍDAS DE TOKIO

"Si entrego una aguja a la novia muñeca, ella pincha cualquier cosa: un calendario, libros de poesía, el reloj  y las partes de mi cuerpo donde se han quedado mis experiencias. Son pruebas de que su mente tiene espinas, como la rosa."
Yi Sang

“The Stepford Wives” (publicada en español como “Las poseídas de Stepford”, “Las mujeres perfectas” y “Las esposas de Stepford”), es una novela editada en 1972, escrita Ira Levin, autor estadounidense que publicó, además, “Rosemary's Baby” (“El bebé de Rosemary”,1967) y “The Boys from Brazil” (“Los niños del Brasil”, 1977). Se han adaptado dos películas de la novela, la primera protagonizada por la actriz Katharine Ross en el papel principal, estrenada en 1975,  y la segunda, un remake protagonizado por Nicole Kidman, en 2004
La novela transcurre en el idílico pueblo de Stepford, al que Joanna Eberhart, una fotógrafa en ciernes, se muda con su marido Walter y sus hijos, ilusionados con comenzar una nueva vida. Joanna nota enseguida que las mujeres del lugar siempre están impecablemente vestidas, peinadas y maquilladas, y sonríen, constantemente, como si sus vidas fueran maravillosos cuentos de hadas y si ni siquiera se les tapara una cañería de vez en cuando.
Atando cabos y viendo como dos de sus amigas recién mudadas al pueblo cambian radicalmente su conducta convirtiéndose en mujeres perfectas, Joanna comienza a sospechar que las féminas de Stepford en realidad son robots hechos a imagen y semejanza de las amas de casa, madres y esposas que reemplazan, y que las mujeres verdaderas han sido asesinadas por sus maridos, felicísimos de compartir sus vidas con damas que no engordan y jamás tienen dolor de cabeza. Y es así, nomás. En Stepford, las díscolas mujeres reales son reemplazadas por robots. Fantasía, pensarán ustedes. Hasta por ahí nomás, retruco yo.
La compañía japonesa Orient Industry creó impresionantes muñecas de tamaño natural para los hombres a los que les cuesta conseguir pareja, o sencillamente, se cansaron de intentarlo. Estas muñecas hiperrealistas están hechas con silicona de alta calidad y se les llama Rabu Doru (Muñecas de amor), porque para los hombres que las compran son mucho más que juguetes sexuales. El material de las muñecas permite que tengan total flexibilidad, y pueden ser confeccionadas a pedido según el gusto del consumidor, que puede elegir el color de su pelo o el tamaño de sus pechos.
Parece, amables lectores, que muchos japoneses han llegado a la conclusión que una muñeca de tamaño natural y medidas perfectas es mejor compañía que una mujer  que se queja constantemente porque está harta de comer sushi. Y muchas damas niponas están sufriendo el escarnio que significa ser reemplazada por una Barbie oriental, seguramente más alta que ellas.  Las muñecas concebidas con fines sexuales se han convertido en depositarias de amor y cuidados afectuosos.
Masayuki Ozaki es un  fisioterapeuta de 45 años que, cuando sintió que a su matrimonio le faltaba sal, optó por reemplazar a su esposa por una muñeca de silicona a la que bautizó Mayu y considera el amor de su vida. "Después de que mi mujer diera a luz, dejamos de hacer el amor y sentí una profunda soledad", cuenta Ozaki. Mayu comparte su cama, cosa bastante extraña. Pero, además, comparte la casa con Ozaki, su esposa de carne y hueso y su hija adolescente. "Leí un artículo en una revista sobre el tema de estas muñecas y fui a ver una exposición. Fue un flechazo", suspira Ozaki, que pasea a Mayu en silla de ruedas, le pone pelucas, la viste y le regala joyas. "Cuando mi hija entendió que no era una muñeca Barbie gigante, tuvo miedo y pensó que era asqueroso, pero ahora ya es suficientemente mayor para compartir la ropa con Mayu", explica el  fisioterapeuta, y una no puede dejar de pensar en el quilombo que tendrá en la cabeza esa pobre piba. "Las mujeres japonesas tienen el corazón duro. Son muy egoístas. Sean cuales sean mis problemas, Mayu, ella, siempre está aquí. La quiero con locura y quiero estar siempre con ella, que me entierren con ella. Quiero llevarla al paraíso". Riho, la esposa de Ozaki, intenta no pensar en el ser artificial que ocupa la habitación de su marido. "Me limito a las labores domésticas", dice, con lágrimas en los ojos, "la cena, la limpieza, la ropa".
"Mi corazón late a mil por hora cuando vuelvo a casa con Saori", asegura Senji Nakajima, un empresario de 62 años, casado y padre de dos hijos. "Nunca me pasaría por la cabeza engañarla, ni con una prostituta, porque para mí ella es humana.”
Yoshitaka Hyodo, bloguero de 43 años, cuenta con más de 10 estas muñecas. Su novia de carne y hueso tolera este harén de siliconas. Hyodo, además, es fanático de los objetos militares y suele vestirlas de soldados. Dice que se comunica con sus muñecas a un nivel más emocional que sexual.
Unas 2.000 muñecas de silicona son vendidas cada año en Japón. Equipadas con cabeza y vagina desmontables e intercambiables, cuestan la friolera de 6.000 dólares. Las primeras aparecieron en 1981. La versión en silicona, después del vinilo y del látex, veinte años después.
"La tecnología ha hecho grandes progresos desde las horribles muñecas inflables de los años ‘70", explica Hideo Tsuchiya, director de Orient Industry, "Ahora tienen un aspecto increíblemente auténtico y tienes la sensación de tocar piel humana. Cada vez más hombres las compran porque tienen la impresión de que pueden comunicarse con ellas".
Agnès Giard, antropóloga especializada en la sexualidad y la cultura japonesas, viene investigando desde hace años la manera en que los japoneses construyen sus afectos, y lo poco comprensibles que sus vínculos amorosos resultan para los occidentales. En su libro “Un désir d'humain: Les love doll au Japon” ("Un deseo de humano: las Love Doll en Japón"),  Giard presenta una clave para explicar el abismo que separa la sexualidad de orientales y occidentales. Uno de los puntos fundamentales su ensayo  apunta a que, mientras que en EE.UU. las muñecas de silicona son llamadas Sex Dolls (Muñecas de sexo) o Dutch wives (Esposas holandesas, en alusión al Rosse Buurt o Barrio Rojo de Ámsterdam), debido a que son utilizadas únicamente como juguetes sexuales, en Japón se las conoce como Rabu Doru (Muñecas de amor). Y es que los fabricantes de muñecas japonesas buscan que sus clientes respeten a estas damas de plástico y tengan con ellas algo más que sexo. Por ello, empresas como Orient Industry no permiten que sus criaturas sean penetradas por la boca.
En occidente, la epidemia de enamoramientos con seres artificiales se ha asocia comúnmente con la decadencia moral de la nación nipona y con las dificultades de sus habitantes para relacionarse con otros, pero Giàrd sostiene que la razón es otra. Según afirma la antropóloga francesa, la creación de muñecas a tamaño real con las cuales mantener una relación sexual no es algo reciente, sino que se inscribe en la tradición religiosa e histórica de Japón. El pensamiento animista que caracteriza a las religiones sintoísta y budista, mayoritarias en Japón,  hace que no sea difícil para sus practicantes entender que los objetos inanimados tienen alma, diferencia fundamental entre Oriente y Occidente. Hayashi Takurô, el responsable de comunicación Orient Industry asegura: "El problema de los franceses es que no quieren comprender. Les hemos explicado a nuestros interlocutores que no se trata sólo de un uso sexual, y no nos han creído".
Para un japonés, no es extraño pensar que un objeto tiene una vida interior, y más si ese objeto tiene la forma de una mujer bellísima. Tal como documenta en su libro Agnès Giard, las muñecas sexuales ya aparecen en la narrativa japonesa del siglo XVII. Las novelas de Ihara Saikaku (1642-1693) son una buena muestra: en ellas, réplicas de mujeres aparecen para salvar o condenar a sus protagonistas. Así pues, tanto religiosa como literariamente, Japón tiene una larga tradición de muñecas sexuales, que aparecen en multitud de relatos, leyendas y novelas.
Agnès Giard pregunta en su ensayo por qué le hablamos a nuestro gato,  a nuestro loro o a nuestra iguana y no lo hacemos a una muñeca de plástico. Se me ocurren millones de respuestas occidentales a este interrogante, pero no tengo ganas de ponerme a discutir con una antropóloga.
Se preguntarán ustedes, amables lectores, qué opino yo de este espinoso asunto. No me gusta para nada. No en vano cuando leí la noticia la asocié inmediatamente con la novela de Ira Levin y las robóticas esposas de Stepford, que no gritan, no beben, no fuman, no engordan, no envejecen. Las mujeres peleamos arduamente cada día para que no nos consideren objetos. Considerar mujer a un objeto me parece la otra casa de la misma siniestra moneda. Y no hay animismo que valga. Que me perdone nuestra antropóloga amiga.
Me despido de ustedes, mis queridos, con un fragmento de “The Stepford Wives” : "-¡Qué suaves y blancas salen estas cosas!-contestó Kit. Puso la camiseta doblada en la canasta de la ropa, sonriendo. Parecía la actriz de un comercial. Y eso era, pensó Joanna de pronto. Ella y las demás, todas las casadas de Stepford eran eso: actrices de comerciales complacidas con detergentes y ceras para el piso, con productos de limpieza, champús y desodorantes. Hermosas actrices, abundantes de busto pero escasas de talento, tan exageradas en su papel de amas de casa de un pueblo suburbano, que le quitaban toda realidad." 

Buenas tardes.

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