lunes, 3 de julio de 2017

LAS FRASES QUE ELLOS ODIAN


LAS FRASES QUE ELLOS ODIAN

“No pierdas tan bellas ocasiones de callar  como a diario te ofrecerá la vida.” 
Noel Clarasó

Dicen los que saben que las mujeres pronunciamos alrededor de veinte mil palabras al día y los hombres, apenas siete mil. De lo que se deduce que, la mayor parte del tiempo, nosotras hablamos y ellos escuchan. Estoicamente, algunas veces. Con ganas de estrangularnos, otras. Y verdaderamente irritados cuando pronunciamos esas frases que ningún varón, ni grande ni chico, ni arcaico ni moderno, quiere escuchar.  Se preguntarán, amables lectoras, cuáles son esas frases.  Yo me lo pregunté antes y, después de haber investigado en la web y en revistejas  varias, y de interrogar  a los hombres de mi entorno acerca de los dichos femeninos más enojosos, estoy en condiciones de ofrecerles un listado bastante cumplidito que incluye todas o casi todas las frases mujeriles que pueden conseguir que un varón mansito se convierta en una verdadera bestia carnicera o huya de nos para siempre. Tomen nota.

-“Mi ex hacía lo mismo que vos”. Si hay algo que los hombres no soportan son las comparaciones. Muchísimo menos, las comparaciones que involucran a ex novios, ex maridos o ex amantes. Ellos necesitan tener la certeza de que hacen las cosas mejor que los otros y de que la tienen más grande que los otros. Convencerse de que cuando llegaron a nuestras vidas borraron de un plumazo cualquier rastro de romances pasados. Creer que olvidamos. Cuando los comparamos con nuestros ex amores les estamos diciendo de forma brutal que no, que no olvidamos. Y los empujamos a pensar que todavía nos pasa algo con los señores que alegraron nuestros tiempos idos.

-“Estoy bien” y “No te preocupes”. Aunque parezca que sí, los hombres no son tontos. Estas dos frasecitas pronunciadas con una cara de culo de aquellas o con los ojitos llenos de lágrimas son tragos difíciles de digerir para cualquier señor. Ellos prefieren que les digamos cuáles son las cosas que nos están molestando a que andemos por la vida con cara de martirio eterno. Aunque no vayan a cambiar ni un ápice aquellas situaciones que nos fastidian.

-“¿Otra vez vas a salir?” Más de una vez hemos hablado en este espacio del cordón umbilical inmundo que mantiene a un hombre atado a sus amigos. Es un cordón indestructible y pretender cortarlo, además de infructuoso, es suicida.  Los hombres necesitan pasar tiempo con sus amigos. Mucho más que nosotras. Y necesitan, también, sentirse libres. Aunque su libertad sólo sea un espejismo ramplón.

-“Volvamos que quiero hacer pis”. Harto sabido es que señoras y señoritas no somos especialmente continentes y tenemos nuestras urgencias, sobre todo cuando estamos cursando un viaje más o menos largo. Pero pedirles volver porque queremos hacer pis cuando apenas hicimos diez cuadras en auto es algo que ellos no toleran. Y un poco de razón tienen.

-“¿Te parece linda?” Y, sí. A veces las féminas preguntamos cada huevada. ¿Por qué querríamos saber si otra mujer se ve apetecible a los ojos de nuestro amado? ¿De masoquistas que somos? Además, cualquier respuesta que ellos den a esta pregunta en apariencia inofensiva será, sin dudas, desencadenante de un lindo despelote. Si dice que sí, nos ofenderemos con él por confesar tan descaradamente que encuentra atractiva a otra dama. Si dice que no, nos ofenderemos con él por mentiroso. Si dice que no sabe/no contesta, nos ofenderemos con él por no comprometerse con nuestras preguntas. Etc.

-“Vestite bien que tenemos una fiesta”. Si antes de mover la lengua nos detuviéramos un segundo a pensar lo que vamos a decir, nos daríamos cuenta de que esta frase, además de molesta, es ofensiva. ¿Qué es eso de vestite bien? A ningún hombre le gusta que le recuerden que tiene para vestirse el mismo gusto inmundo que la Reina Isabel para elegir sombreros. Como si esto fuera poco, la exigencia del bien vestir está directamente relacionada a un evento al que el hombre odiará ir. Sépanlo de una vez por todas: a los hombres no les gustan las fiestas. Les gustan los asados, las comilonas en casas de amigos (de ellos), las ravioladas sacrosantas de sus madres  y las picaditas en el bar de la esquina. Pero aborrecen los eventos sociales que les exigen embutirse en trajes incómodos e interactuar con gente que no conocen.

-“¿Estoy gorda?” He aquí una pregunta del tipo “¿Te parece linda?” Cualquier respuesta que nuestra media naranja de a este crucial interrogante será trágica. Lo odiaremos por decirnos que estamos gordas. Lo odiaremos por decirnos que estamos flacas cuando sabemos que no es cierto. Y lo odiaremos por hacer como que no nos escuchó.

-“Te acompaño”. Señoras y señoritas, asúmanlo de una buena vez: una pareja no es un hermano siamés. Es un señor que elige estar con nosotras. Y tiene, algunas veces, necesidad de estar solo o de ver a un amigo o un hermano sin llevarnos adosadas como si fuéramos una estampilla hincha pelotas. Hay que respetar los espacios ajenos y hacer que los demás respeten los nuestros. Juntos pero no revueltos.

-“¿Qué te pasa?” y “¿Seguro que estás bien?” Las féminas tenemos la peregrina idea de que los silencios y  las preocupaciones de los hombres siempre tienen que ver con nosotras. No es así, mis queridas. Los varones tienen vida más allá de sus mujeres: tienen familia, amigos, vecinos, trabajo, equipo de fútbol, perro… No todos sus nerviosismos giran alrededor de nuestra grata persona.  Y no siempre tienen ganas de hablar. Así que atosigarlos con preguntas para que confiesen qué les pasa, por qué les pasa y cómo les pasa es un comportamiento harto fastidioso.

-“Aflojá con los postres”. A las mujeres no nos gusta que nos digan que estamos gordas. A los hombres, tampoco. Muchísimo menos si este comentario viene acompañado de una tocadita de panza o de un pellizcón en los rollitos. Además, ante esta provocación, cualquier hombre normal sentirá ganas de devolver el chiste, cosa que puede ponernos en una situación apocalíptica, sobre todo si hay testigos oculares del asunto. Situación que terminará, ya se sabe, en llantos, gritos, recriminaciones, etc.

-“No me banco a tu vieja”. Que una mujer no soporte a la madre del varón que supo conseguir es la cosa más normal del mundo. Aunque esa suegra no sea una ogresa con ganas de comérsela viva como la madre política de la Bella Durmiente, a la que arrancaron de un sueño feliz para casarla con el vástago de una vieja más de mierda que todas las viejas del mundo (las versiones modernas del cuento suprimen, vaya uno a saber por qué,  los quilombos de la pobre chica con su benemérita suegra, pero eso no quiere decir que no hayan existido). Pero no podemos ir por el mundo vociferando lo mucho que detestamos a la mamacita de nuestra media naranja. Y mucho menos, escupírselo a  él en la jeta. 

-“Odio mi cuerpo”.  Los hombres, mis queridas, pasan por alto unos kilitos de más o algún pocito en nuestras ancas. Lo que no pasan por alto jamás son las inseguridades de la fémina que tienen al lado. Que les rompen soberanamente los kinotos. De más está recordarles que los demás nos perciben tan bellas o tan deplorables como nos percibimos nosotras. Y que, aunque nuestro amado nos vea como a Angelina, si seguimos con la cantaleta de que estamos gordas, tenemos celulitis y no nos entran los jeans, comenzará a vernos como a la orca de “Liberen a Willy”.

-“Cuando nos casemos nuestros hijos serán…” ¡Alto ahí, señoritas! A los hombres no se les habla de casamiento. Muchísimo menos en la primera etapa de una relación. Hablando de tules, curas, altares y futuros bebés que serán top models o astronautas lo único que conseguiremos es asustarlos, corriendo el riesgo de que desaparezcan para siempre.

-“Hoy viene mamá a almorzar”. Así como las mujeres odiamos a las madres de nuestros hombres, nuestros hombres odian a las nuestras.  Cada vez que anunciamos la llegada de nuestra progenitora al bendito seno del hogar, el varón que nos acompaña sufre un feroz ataque de malhumor.

-“Fulana está embarazada, pero no se lo digas a nadie”. Chicas, a nuestros novios,  esposos y amantes les importa muy poco saber si a nuestra mejor amiga le vino o no le vino o si a nuestra compañera de trabajo el marido no la toca ni con una caña de pescar. Esas boludeces sólo nos interesan a nosotras y a otras féminas como nosotras, adictas al chisme y a los entretelones de alcoba. Los varones no se andan metiendo en la vida de los demás por deporte, como hacemos nosotras. Tienen un touch de nobleza que a las minas nos falta.

-“¡Vos siempre…!”  y “¡Vos nunca…!”  A nadie le gusta que lo encasillen y lo traten como cosa juzgada. Ante estas expresiones desafortunadas los hombres se sienten atacados.

-“Te dije que no era por acá.” Cuando un hombre se pierde lo último que quiere es escuchar a una sabihonda insoportable diciéndole que, de haberle hecho caso, no se hubiera perdido jamás. Las mujeres solemos ser insufribles en muchos roles, pero como copilotos somos lo más rompe pelotas del mundo. En situaciones críticas, es bueno que aprendamos a callarnos la boca. No importa lo mucho que graznemos: un hombre no va a reconocer jamás que se perdió, así como nosotras no reconoceríamos jamás que usamos jeans talle 44.

-“¡Qué cosita!” No importa cuánto cariño pongamos en esta expresión desafortunada: cuando se trata de virilidades los diminutivos están terminantemente prohibidos. El pene de un hombre jamás debe ser menospreciado. Tampoco bautizado con nombres femeninos (¿a quién se le puede ocurrir semejante cosa?). Ellos esperan que sus partes pudendas reciban apodos poderosos como  Rambo, Terminator o Chuck Norris. Lo de Soft Kitty lo dejamos para “The Big Bang Theory”.

-“¿Ya acabaste?” Noooooooooooooooo. Ni se les ocurra. El sexo es para gozarlo y gozarlo lleva su tiempo. Si está por empezar la décima temporada de “Supernatural” y queremos disfrutar de los Winchester sin tener encima a un señor que no les llega ni a los talones, lo dejamos para otro día. Cualquier hombre se sentirá ofendido, despreciado y molesto si, con un dicho funesto, ponemos en evidencia que el sexo con él es un trámite más o menos engorroso.

Hasta acá, mis queridas, las frases que las damas no deberíamos pronunciar jamás en presencia de nuestros hombres. Son enunciados, interrogantes y afirmaciones que los irritan. Mucho. Y la irritación masculina es algo que debemos evitar, no vaya a ser que el día menos pensado nos den una patada en el traste por no haber sabido cerrar la boca a tiempo.
Expuesto todo lo que había que exponer, doy por concluido este opúsculo con un pensamiento del genial Ernest Hemingway: “Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para aprender a callar.”

Buenas noches. 

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